sábado, 15 de agosto de 2015

Turistas de antaño (1 y 2 de 3) - Pedro Delgado Malagón

Apuntes de infraestructura

Turistas de antaño (1 de 3)

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Bañistas en el año 1900.
Bañistas en el año 1900. (Fuente Externa)
En un libro publicado en 1993, “Los primeros turistas en Santo Domingo”, Bernardo Vega reúne y comenta los libres relatos de un puñado de viajeros, norteamericanos y europeos, que conocieron nuestro país en el período comprendido entre 1850 y 1929. En principio, uno imaginaría sin la menor trascendencia lo que una acaudalada señorita de New York (que arribó en su yate a Santo Domingo en 1898) pudo haber expresado acerca de nosotros en los días estrambóticos de Lilís. Tampoco, supondría el leyente, que de algo ha de servir lo que un entremetido Cónsul inglés pudiese fisgonear sobre las costumbres dominicanas del 1850. Mucho menos significado, por supuesto, se le otorgaría al diario de un escritor norteamericano que recorrió minuciosamente el país durante las turbulencias del 1914. 
Con énfasis, no obstante, debo advertir la equivocación radical en que incurriría quien piense del modo antes descrito. Quizá porque los indicios, las realidades y los chispazos que brotan de estas crónicas confirman una intuición generalizada: en lo esencial, en sus méritos y en sus defectos, el dominicano muy poco ha cambiado durante el último siglo y medio.
Acaso sirvan estas crónicas como piezas para integrar ese armazón de nuestra antropología cultural que con brillo iniciara Harry Hoetink.
Discurso en la presentación del libro “Los primeros turistas en Santo Domingo”, crónicas de viajeros (1850-1929); Casa de Bastidas, Santo Domingo, febrero de 1993.

Todos sabemos lo que es la historia, hasta que comenzamos a pensar en ella. Desde Heródoto, hasta Carlyle y Emerson y la mayoría de los historiadores del siglo XIX, se creyó que la historia era forjada por los hombres egregios, por los héroes. Las grandes batallas, las frases insignes, la domesticidad del titán, inclusive, eran la sustancia histórica, la única materia digna de recordación. En el otro extremo, desde los fortines de su vasta utopía iluminista, Carlos Marx sostendría que toda la historia humana podía reducirse a la lucha entre amos y esclavos, entre señores y vasallos, entre burgueses y proletarios.
Así, por lo menos hasta 1961, la historia oficial dominicana fue tan sólo el comentario hazañoso de revoluciones, de campañas militares, de fusilamientos, de golpes de Estado. Aunque después de 1961 el recuento histórico cambió de lenguaje. Entonces, con tan escasas como honrosas excepciones, la mayoría de nuestros historiadores dejó de lado las proezas y empapó el discurso de una inédita terminología. Se hablaba ahora de neocolonialismo, de imperialismo, de relaciones de producción, de explotación impía de los hombres por los hombres.
Pero desde ambas perspectivas, no cabe duda, era angosto el espacio para entender ese amasijo de hechos económicos y sociales, ese enredo de sucesos políticos e intelectuales que formaban el mosaico de la cotidianidad nacional. Quedaba nada, para ser más precisos, que nos pudiera explicar la intrahistoria dominicana. Faltaban detalles para percibir cómo vivían, de qué se alimentaban, en qué gastaban su tiempo, en qué creían los hombres comunes, los antihéroes del siglo pasado y de principios de esta centuria. En suma: conocíamos las gestas, pero ignorábamos la vida. Cabían entonces las preguntas: ¿para qué se escribía y para qué servía --para qué, inclusive, se enseñaba-- la historia?
“La historia es maestra de la vida”, decía Cicerón. Muchos, como si calaran en una novela o una poesía épica, acceden a la obra de historia por simple placer. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia histórica obedece a fines más altos. Conocer la historia, así, nos enseña a comprender lo que somos, a entender nuestra posición en el mundo, a extraer enseñanzas de los aciertos y extravíos de nuestros antecesores.
Mirar al titán es mirar el relámpago de la historia. En Duarte y Bolívar, en Sánchez y Martí, de mil maneras, está el aliento del Prometeo que infunde vida al barro. Pero al héroe se le adora, no se le ama, y del héroe nacen las religiones y los fervores, mas no la identidad. La lucha de clases, de igual manera, al arrojarnos del paraíso de la privacidad y el individualismo, nos aleja de la idea del ser nacional. Frente a la ortodoxia marxista se deviene burgués o proletario o lumpen, explotador o explotado, nunca dominicano o venezolano o mexicano.
Aquí y ahora, la heroicidad y el conflicto de clases fracasaron en explicar esa cosa extraña, esa entidad desusada que constituye la dominicanidad. Por ello, fabricada de hilachas, nuestra identidad resulta hoy, más que una proposición, una mimesis; antes que una afirmación, un desmentido; mejor que una satisfacción, una congoja. Y sólo hay una ruta para llegar hasta nosotros mismos, únicamente un camino para arribar al gentilicio eficaz y digno: asumir sin tapujos la tristeza sorda de nuestro pasado; conjurar, digámoslo, con inteligencia y pasión, la desdicha larga que está en nuestro origen.
De ahí que estas páginas fieras que presento ante ustedes (dieciséis crónicas de viajeros norteamericanos y europeos que conocieron el país entre 1850 y 1929, seleccionadas, prologadas y anotadas por Bernardo Vega), como las hojas de todo libro honrado, me parezcan con suficiente rudeza, con grosería y perspicacia bastantes como para justificar esta noche, entre todos, una provechosa expiación de nuestros más costosos mitos.
Bernardo Vega llamó “turistas” a los viajeros que redactaron estas crónicas. Pero, tal y como ocurre con la historia, todavía hoy nadie sabe muy bien qué es el turismo ni, mucho menos, qué es un turista. Fue en 1954 cuando la Academia Internacional del Turismo premió con 50,000 francos y una semana de estancia en Montecarlo a quien dijo que el turismo era “viajar una persona por su gusto, alejándose de su domicilio más de 20 horas”.
De nuestros cronistas invitados, en ese caso, pienso que por su gusto llegaron al país una señorita millonaria de New York, a bordo de su yate; un cirujano inglés, miembro de la realeza; cuatro norteamericanos, escritores y trotamundos; un periodista italiano, así como una señora estadounidense. Se me ocurre que en cumplimiento de algún deber llegaron el primer Cónsul inglés, dos geólogos norteamericanos, un líder negro y un líder religioso protestante.
Tres de las dieciséis crónicas del libro corresponden al período de la Primera República (entre la Independencia de 1844 y la Anexión de 1861), seis se refieren al segundo intervalo republicano (entre la Restauración de 1865 y la ocupación de 1916), tres pertenecen al lapso de la intervención norteamericana (de 1916 a 1924) y cuatro describen la vida nacional durante la Tercera República (después de 1924), hasta alcanzar los días previos al ascenso de Trujillo.
El reporte más antiguo pertenece a Sir Robert Schomburgk, etnólogo eminente, primer Cónsul inglés destinado a la República Dominicana, quien llegó al país en 1849; sólo Dios sabrá si durante el gobierno de Manuel Jiménez González (antes del 29 de mayo), de Pedro Santana (desde el 30 de mayo hasta el 23 de septiembre) o de Buenaventura Báez (después del 24 de septiembre). La crónica más reciente es de Harry Foster, escritor y viajero que caminó la isla en 1929, en los días de Horacio Vásquez, un año antes de la dictadura trujillista.
El tiempo transcurrido entre el primero y el último de los viajes abarca poco menos de ochenta años. En este espacio, es justo destacarlo, la República Dominicana se transformó radicalmente. Durante el último cuarto del pasado siglo llegaron al país, a la vez, los modernos centrales azucareros y las ideas del positivismo, el telégrafo y los ferrocarriles. Entre 1901 y 1930 se construyeron las primeras carreteras y arribaron los primeros automóviles. En esos años fue establecida la base administrativa de la Nación y se otorgó un notable impulso a la educación y la salud pública. A tal punto así, que un calificado testigo de esos cambios hubo de señalar: “El año 1927 marca la cúspide de la prosperidad nacional. Había trabajo, dinero, abundancia, paz, bienestar y un aparente empeño general de superación. El comercio, la agricultura, las industrias se ensanchaban florecientes y emprendedoras”.
En general, aunque con diferentes registros culturales y emocionales, las crónicas abordan un temario similar: la belleza del paisaje y la benignidad del clima; la condición física de los monumentos coloniales, las calles, las casas y los hoteles; el atraso del país por la inexistencia de carreteras y adecuadas formas de transporte; los primitivos sistemas autóctonos de producción agropecuaria e industrial; la alimentación, el vestuario y el carácter de la gente; las creencias, los pasatiempos y las tradiciones populares; así como el favorable contraste étnico y cultural entre nuestro pueblo y la nación haitiana.
En 1850, Sir Robert Schomburgk dice, refiriéndose a la catedral: “Su arquitectura es noble, pero durante una reciente renovación han salpicado su interior con todos los colores del arcoiris”. Más adelante, el Cónsul inglés señala: “Las jóvenes damas españolas son generalmente lindas, sin ser hermosas... sus figuras son muy buenas, pero sus bustos no poseen amplitud... y las damas, viejas y jóvenes, ¡fuman cigarrillos!”.
Dennis Harris fue un líder racial que investigó en 1860 la posibilidad de establecer asentamientos de negros libres en Haití y la República Dominicana. Conoció él Puerto Plata, Luperón y La Isabela. Es suya esta frase, refiriéndose a Puerto Plata: “Un hombre que pueda encontrar una falta con este clima encontraría un fallo en el paraíso”.
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Apuntes de infraestructura

Turistas de antaño (2 de 3)

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Torre del Homenaje (dibujo de Samuel Hazard, 1871).
Torre del Homenaje (dibujo de Samuel Hazard, 1871). (Fuente Externa)
 
Segunda parte del discurso en la presentación del libro “Los primeros turistas en Santo Domingo”, crónicas de viajeros (1850-1929); Casa de Bastidas, Santo Domingo, febrero de 1993.
W S. Courtney, geólogo norteamericano, preparó en 1860 (en los días del gobierno de Pedro Santana) un informe sobre el potencial minero del país. Su visión del país es agudamente crítica. Aunque definió a los dominicanos como “uniformemente honestos, hospitalarios y sencillos”, no escatimó señalar que “ellos son enemigos del trabajo y buscan ganarse la vida de la forma más fácil y con el menor gasto de esfuerzo”. Para luego añadir que “vegetan en una apatía incurable y que ninguna tentación de riqueza los sacará de su indolencia o letargo”.
Las crónicas de la Segunda República se inician con el relato de Susan DeForest Days, millonaria neoyorquina que llegó al país en 1898, a bordo de su yate “El Escita”. Ya antes de pisar suelo dominicano, la señorita DeForest Days sabía que Lilís fusilaría al piloto del puerto si este permitía que un barco encallara. 
Después, visitó a Heureaux y lo definió como “un personaje bastante imponente, bien vestido en un traje azul oscuro, de tela irreprochable (...)”; ante quien llegó a sentirse, empleando sus palabras, “en presencia de un hombre extraordinario, aunque sea negro”.
Más tarde, la dama norteamericana conoció la catedral y los huesos del Gran Almirante. Ya en la calle, se asombró con las “señoritas españolas de cejas negras, no adornadas con mantilla, rosas y abanico, sino vestidas con corpiños y, ¡ay!, pantaletas que pasan raudas en bicicletas”. Al final, la señorita DeForest Days se refirió a Lilís como “uno de los hombres más interesantes que hemos conocido y probablemente uno de los más inescrupulosos”. Luego terminó bautizándolo como el “Napoleón Negro de las Indias Occidentales”.
Ella Wheeler Cox, viajera norteamericana procedente de Haití, desembarcó en el puerto de Santo Domingo en 1909, cuando gobernaba Ramón Cáceres. De ella es esta frase: “La muchedumbre en el muelle parece que está allí con algún propósito, con algún objetivo. Por ningún lado era visible el espíritu del holgazán ni del mendigo; ni asomo del bárbaro ocioso que prevalecía por dondequiera en Haití”. 

Al referirse a la composición racial dominicana, dice la señora Cox: “El Presidente de la República (Ramón Cáceres) es un mulato, y hombres y mujeres que lucen blancos frecuentemente resultan ser ‘casi blancos’, al casarse, sin ningún reparo, con familias de extracción pronunciadamente africana”. También apunta: “A menudo en una familia se encuentra el delicado tipo castellano, mientras que en otro miembro de la familia, un hermano o una hermana, se nota claramente la descendencia de Etiopía. Pero estas diferencias no causan prejuicios de clases en Santo Domingo. La mayoría manda y es respetada. Esta mayoría es el elemento de color”.
El escritor norteamericano Hyatt Verrill, autor de un libro sobre Puerto Rico y la República Dominicana, visitó el país en 1914, no sabemos si durante el gobierno de José Bordas Valdez (hasta el 27 de agosto), de Ramón Báez (entre el 28 de agosto y el 5 de diciembre) o de Juan Isidro Jimenes (a partir del 6 de diciembre). Verrill analiza la economía nacional, las gentes y sus costumbres, los caminos y el transporte, así como los pueblos y sitios de interés en el interior de nuestro territorio. Dice él: “Los dominicanos tienen pocas costumbres nativas (...) La más relevante peculiaridad es su pasión por la revoluciones (...) Los dominicanos dan la impresión de considerar estas rebeliones casi como un pasatiempo, y aun cuando pelean enconadamente y muestran en ocasiones mucha valentía, disparan mal y están tan pobremente entrenados y equipados que sus luchas más parecen ser una ópera cómica que una verdadera guerra”.
Señala Verrill, poco más o menos que asombrado: “En una ocasión vi a dos dominicanos, pertenecientes a partidos políticos opuestos, que estaban disparándose a través de un camino. Después de un tiempo, uno de los hombres recostó su arma contra un árbol, buscó en sus bolsillos y ondeando un trapo blanco al enemigo, le gritó: ¿tiene usted cigarrillos? En respuesta a esa bandera de tregua, el segundo combatiente puso a un lado su arma, buscó en sus bolsillos y, después de un momento, respondió alegremente: ‘Sí señor, venga para acá’. Después de lo cual mis dos guerreros amigos abandonaron sus armas, avanzaron al centro del camino, se acuclillaron y se pusieron a fumar sus cigarrillos; finalmente se despidieron, ya como excelentes amigos, y olvidaron sus diferencias por lo menos por ese momento”.
Luego continúa su comentario acerca de las revoluciones: “Aun durante el fragor de una batalla revolucionaria no es inusual que fuerzas opositoras se detengan con el fin de que algún fotógrafo les haga unas fotos, las cuales serán vendidas más tarde como postales”. Acerca de la afición belicista del dominicano expresa lo siguiente: “A menudo uno ve hombres con dos machetes (uno como el implemento ordinario de labranza y el otro un arma larga, afilada, con mango labrado, tipo cimitarra, colgada al hombro), un pesado revólver Colt o Smith & Wesson, un cuchillo tipo daga y una escopeta o mosquete. Aun cuando lucen como arsenales ambulantes, hay comparativamente pocas peleas entre los nativos, porque son un grupo pacífico y gentil de corazón, dispuestos a compartir hasta su último centavo o plato de frijoles con un extraño, o dejar su hogar y su lugar a su disposición”.
Samuel Guy Inman, norteamericano, intelectual y líder religioso, representante de las iglesias protestantes de su país, estuvo en Santo Domingo en 1919, durante la intervención norteamericana. Son suyas las observaciones que siguen: “Esta capital no tiene tranvías, ni alcantarillas, ni agua, ni sistema telefónico; sólo algunas plantas eléctricas privadas y ni un solo edificio construido específicamente con propósitos escolares (...) El analfabetismo de la isla está calculado de 90 a 95 por ciento para personas sobre los diez años de edad. Muchos campesinos no tienen conocimiento de los números sobre cinco (...)”.
Continúa Guy Inman: “Prácticamente no hay carreteras y la parte norte y la parte sur de la isla son como dos países diferentes (...) Encuentro la parte norte de la isla más progresista que la del sur, con mayor promedio de sangre blanca (...) El transporte por el interior es sorprendentemente inadecuado, siendo efectuado por medio de limitadas líneas de ferrocarril, un extenso sistema de senderos ‘navegables’ a caballo y en bueyes en las estaciones más secas y unas cuantas millas de carreteras pavimentadas que están aumentando (...)
Al referirse a la disponibilidad de alojamiento, indica: “Como en casi todas las Indias Occidentales, las facilidades hoteleras no son precisamente lujosas, pero sí se encontrará que son bastante cómodas y notablemente hospitalarias y libres de ladrones. En cada ciudad grande hay familias privadas, tanto locales como extranjeras, que están dispuestas a tomar inquilinos. En la ciudad de Santo Domingo hay varios hoteles aceptables, siendo el ‘Francés’ el mejor. En Puerto Plata, el ‘Europa’, bajo administración italiana, está por encima del promedio de los hoteles en el trópico. También el ‘Tres Antillas’, un hotel puertorriqueño, es bastante bueno. En Santiago, el ‘Garibaldi’, también administrado por italianos, es el mejor. En La Vega hay poco de dónde escoger entre un lugar español llamado el ‘Ayuso’ y el ‘Clemens’, bajo administración francesa. Las tarifas son razonables, promediando unos cuatro dólares por día, plan americano, en los mejores hoteles de las ciudades”.
Al compararnos con Haití, él afirma: “Para comprender a Santo Domingo se tiene que tener siempre en mente que, a diferencia de Haití, su herencia histórica, su religión, sus problemas, sus ideales y su cultura son hispanoamericanos (...) La conciencia española es fuerte, a pesar de la omnipresente mezcla de sangre africana. El alcaide muy negro de una ciudad del interior le dijo a un oficial naval americano en el curso de una conversación: Su argumento está muy bien para los anglosajones, pero nosotros los latinos somos diferentes”.
De particular interés resultan sus comentarios en torno al tema de las uniones libres: “A un respetable hombre de color, con una posición de responsabilidad en una plantación, jefe de una familia grande pero no casado con la mujer con la cual había vivido por más de veinte años y a la cual parecía dedicado, un amigo americano le pidió que se casara con esa mujer, pero la respuesta fue una rotunda negación. Dijo el hombre: si me caso con ella, ella sabrá que tengo que sostenerla y puede volverse descuidada y haragana; sabiendo que puedo dejarla cuando lo desee, ella continuará comportándose. Una persuasión similar se le aplicó a la ‘esposa’ y produjo una respuesta casi idéntica: la mujer de un ‘matrimonio consensual’ temía que su esposo hiciera el amor a otras mujeres si ella estaba unida a él legalmente, ¡algo que no se atrevería a hacer ahora, por miedo a que ella lo dejara..!” l
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Segunda parte del discurso en la presentación del libro “Los primeros turistas en Santo Domingo”, crónicas de viajeros (1850-1929); libro en el que Bernardo Vega reúne y comenta los relatos de un puñado de viajeros, norteamericanos y europeos, que conocieron nuestro país entre 1850 y 1929. Acto celebrado en Casa de Bastidas, Santo Domingo, en febrero de 1993.
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