Leonel termina como un desecho de la decadencia moral de su dinastía.
El lunes antepasado Leonel Fernández rescató el habla. Las calamidades políticas lo habían arrimado. El expresidente se rindió al silencio desde que don Félix Bautista fue redimido de sospecha por mandato de un fallo “prestado”. Sabía que cualquier palabra sobraba. Su leal vasallo salió airoso y blandiendo la “L” en los pasillos del tribunal que desechó su acusación. El descaro era más provocador que soberbio. A partir de ese escarnio público, la suerte del líder comenzó a desmoronarse como tierra arcillosa, como por designio divino. La caída fue aparatosamente estridente; su último estacazo lo recibió en el sacro altar del partido, el Comité Político, donde tropezó con su verdadera talla, sin espumas ni atavíos.
Con esa decisión Leonel cava su sarcófago, sobretodo cuando se conoce la identidad de uno de los artífices del siniestro pacto: don Félix Bautista.
Leonel Fernández aparece en televisión en una comparecencia montada y editada en varios cortes. Por primera vez deja salir la sinceridad de su drama interior: un hombre desolado, reducido y opaco. Con episódicos asomos de lucidez, se erige en “guardián de la Constitución”, la que defiende con la dignidad negada por los agravios a su honra, cuya venganza dejó en manos de “Jehová”, “su Pastor”. Todos los argumentos fueron válidos y certeros, pero quien hablaba era Leonel Fernández, condición más que probada para poner bajo sospecha hasta las comas del discurso. Sólo había que esperar el tiempo y… pasó.
Las palabras de Leonel animaron a algunos ilusos. En circunstancias verosímiles hubieran sido un fuerte muro de contención al despropósito de la reforma. Leonel, ataviado con la armadura de un caballero medieval, cortaba el viento con su filosa espada, mientras, en la sombra, alentaba un acuerdo político con su rival. No se había consumado la semana que abrió su expectante discurso cuando sus leales levantaban dócilmente su cerebro (quise decir la mano) para aprobar la ley que declara la necesidad de la reforma. Los motivos dados por algunos desvestía la componenda: les garantizaron la repostulación a sus cargos, nada nuevo en la cultura fenicia del peledeísmo pragmático. Otra vez Leonel se defeca sobre sus palabras, de forma soberbia y colosal. Su intención no era otra que legitimarse, y así “el perro vuelve a su vómito y la puerca lavada a revocarse en el cieno” 2 Pedro 2: 22.
El expresidente se anota otra caída en sus bandazos. En el discurso rescata la noble historia de sus “desprendimientos” para avalar la sinceridad de sus posiciones; se declara militante y defensor de la seguridad constitucional, amenazada por el desatino de la reforma y deja en manos de Dios las detracciones de sus enemigos. Una alocución armada con el pulso más esmerado de la conveniencia propia, totalmente ajena al corazón, con un vahillo a treta mal guisada. Es el propio Leonel que desprecia el valor de su mensaje. Esa ha sido la sombra genética de su carácter político: no tiene capacidad para conciliar éticamente la retórica con los hechos, una honda carencia de su sofismo amoral. Con esa decisión Leonel cava su sarcófago, sobretodo cuando se conoce la identidad de uno de los artífices del siniestro pacto: don Félix Bautista. Como la palabra no lo ata a nada ajeno, no dudo que haya impartido una orden de acuartelamiento a la escuadrilla de los Castillo para, según progresen los acontecimientos, prepare la ofensiva en contra de la ley en el Tribunal Constitucional, contando, en ese alto fuero, con las retribuciones a favores pasados; pueda que allí se encuentre con nuevas sorpresas, porque, en su ensimismamiento, quizás ignore la endeble firmeza de las lealtades cuando a quien se le profesa cae en desventura. Leonel termina como un desecho de la decadencia moral de su dinastía. Su discurso fue como uno de esos arrebatos de luminosidad del moribundo antes del ver el túnel de la eternidad o como el tardío estampido de un barato petardo. El Cid Campeador del lunes, revestido de gloria constitucionalista, se reduce a un guachimán desertor, apenas el miércoles. ¡Qué final! A la talla de su enanismo.
El camino a la reelección queda así despejado; habrá nuevos escollos, pero el peledeísmo ha demostrado que dinero y poder son factores de una misma ecuación, cuestión de precio. Ahora Danilo sabrá lo que es sudar. Tuvo tres años gobernando sobre el acolchado rechazo a Leonel. Distrajo a la población con una pugna política artificiosa que le prestó simpatías momentáneas. Todos los ojos estarán sobre él. Para su infortunio, las comparaciones con Leonel se acabarán, tendrá que sostenerse con sus propias fuerzas y aprender a hablar para defenderse en las adversidades. Ahora se sabrá si la popularidad era de él o por causa de Leonel. Los brinquitos de charcos y los chelitos a los agricultores perderán encanto, la población pensante descubrirá que el balance de sus años de gobierno nunca debió justificar la impúdica reforma que hoy festina, sobre todo cuando vea a Leonel salir a la calle a respaldar su reelección con la cuadrilla de sus rufianes impunes y cuando el Estado, que una vez venció a Danilo, vuelque sus arcas a las candidaturas oficialistas. Entonces veremos a Danilo montado en la misma comparsa del león. Un sabor a trampa y componenda quedará en el paladar electoral. Al final, los encantados con el hombre de lo “que nunca se ha hecho” se darán cuenta realmente lo que hizo: cambiar de etiqueta; adentro, el mismo ron para que siga la borrachera hasta el bicentenario de la República. ¡Que viva el PLD! http://acento.com.do/2015/opinion/8254006-leonel-guachiman-de-tres-noches/
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