Es hora de que América Latina salde una deuda con Venezuela
Por AQUILES ESTÉ
MIAMI – De prolongarse el chavismo en el poder, América Latina entrará en una hora bochornosa. En Venezuela se ha instalado una mafia que ya no tiene proyecto político y cuyo único objetivo es evitar que existan un gobierno y una economía transparentes. Para ello, la claqué bolivariana ha secuestrado las instituciones, el dinero, la propiedad y los derechos de los venezolanos. El reciente llamado a realizar una asamblea constituyente no es más que la pretensión de reescribir las leyes para dejar indefinidamente en el poder a los capos de la dictadura.
Sin embargo, los gobernantes del continente tienen hoy una oportunidad única para ponerse al día con la causa de la libertad en Venezuela. Es mucho lo que pueden hacer los países vecinos para aislar y debilitar la tiranía.
Venezuela ha sido generosa con la causa de la democracia en América Latina y en ese sentido, se puede decir que existe una deuda pendiente hacia los venezolanos. Quisiera describir rápidamente el arco histórico de ese pasivo.
Durante la era moderna, se originaron dos grandes proyectos políticos en Latinoamérica. El de Fidel Castro que ambicionaba sembrar a la región de revoluciones guerrilleras y el del presidente venezolano Rómulo Betancourt que buscó expandir la democracia liberal a lo largo del continente. El proyecto betancourtista se expresó en acciones que tuvieron efectos precisos dentro y afuera de Venezuela.
A comienzos de los sesenta, Betancourt llamó a las pocas naciones democráticas del continente a romper relaciones con los regímenes que no hubieren llegado al gobierno “a través de la única fuente legítima de poder que son las elecciones libremente realizadas (…), no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de políticas totalitarias”. Para Betancourt, estos regímenes afrentan la dignidad de América y “deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional”.
Estos postulados forman parte de la llamada la Doctrina Betancourt. Inspirados en ella, los gobiernos venezolanos rompieron relaciones diplomáticas, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, con las tiranías de España, Cuba, República Dominicana, Argentina, Perú, Ecuador, Paraguay, Guatemala, Honduras, Uruguay y Haití. Estas acciones contribuyeron a que en la década de los noventa no quedara en el poder ningún dictador en América Latina, con excepción de Fidel Castro, quien se encargaría años después de controlar a Venezuela a través de Hugo Chávez.
Venezuela desarrolló una tradición de tolerancia que permitió acoger a muchos que huían de las dictaduras de las naciones vecinas. Puedo relatar de primera mano cómo esa cultura política se hizo de carne y hueso y cómo contribuyó a desgastar las dictaduras latinoamericanas de entonces.
A comienzos de los ochenta tuve el privilegio de trabajar como reportero gráfico en el Diario de Caracas, un tabloide que le hincaba duro el diente al gobierno democrático de Luis Herrera Campins. El jefe de redacción era Tomás Eloy Martínez, quien había escapado de la Argentina de Jorge Videla. Martínez llegó a ser un escritor de talla mundial gracias a sus novelas que satirizan al peronismo. En la sala de redacción estaba José “Pepe” Carrasco, quien había colaborado con Salvador Allende. Pepe llegó a Caracas luego de estar preso en los campos de concentración de Pinochet. En 1986 regresó a Santiago y a las pocas semanas unos esbirros del régimen lo secuestraron y lo mataron. Hoy hay un premio de periodismo en Chile que lleva su nombre.
La presencia de exilados políticos se repetía en casi todos los ámbitos venezolanos, en las universidades, en los museos, en los medios artísticos, en las agencias de publicidad, en las escuelas de oficios. En todos esos lugares había invariablemente cubanos, peruanos, nicaragüenses, paraguayos, ecuatorianos, uruguayos, disfrutando de las libertades políticas venezolanas.
El hecho es que la democracia en mi país respondió de inmediato y con hechos concretos a los abusos de las tiranías militares de aquel momento. No fueron las declaraciones vagas y tardías que caracterizan, salvo contadísimas excepciones, a los gobernantes actuales.
Este problema es especialmente frustrante en el caso de los vecinos inmediatos de Venezuela. Juan Manuel Santos llegó a hablar de Hugo Chávez como su “mejor amigo” y no fue sino hasta hace pocas semanas que quebró alguna lanza a favor de las luchas que se libran en las calles de Venezuela. Durante cuatro dolorosos años, Santos concibió a la democracia venezolana como un daño colateral a las negociaciones con la guerrilla. Hoy, que ya tiene en la mano el Acuerdo de Paz y su Premio Nobel, le pedimos que tome acciones contundentes contra Maduro que es, entre otras tantas cosas, el peor enemigo de los colombianos. Le pedimos concretamente que despeje de una buena vez el tema de la nacionalidad de Maduro y que retire a su embajador en Caracas, tal como ha hecho el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski, el único hasta ahora en todo el continente.
Lo propio le tocaría hacer a Michel Temer. El presidente de Brasil ha estado ocupado con las acusaciones de corrupción y la crisis económica en su país, pero debe considerar que esta solo habrá de agravarse si cruzan la frontera millones de refugiados venezolanos buscando alimento y medicinas.
Maduro se ha quedado solo, apoyado apenas en una camarilla de militares y civiles asociados a la droga y al control de las importaciones. Cuenta por supuesto con Cuba, que ha utilizado al chavismo para influir los organismos multilaterales de la región, algo que constituye una afrenta para los demócratas del continente y urge revertir. Durante dieciocho años, los gobiernos de La Habana y Caracas manipularon el orden regional promoviendo la creación de instituciones paralelas (Celac, Alba, Unasur) para afirmar el poder de los gobiernos de la llamada izquierda latinoamericana y debilitar a la OEA. Afortunadamente, Mercosur sacó a Venezuela de sus filas y corrigió un grave error.
El secretario general de la OEA, Luis Almagro, está consciente de los riesgos que representa el prolongamiento del chavismo en el poder y ha obrado con generosidad y disciplina. Sin embargo, se ha topado con un puñado de naciones que permanecen compradas con petrodólares venezolanos, de modo que en los hechos, la aplicación definitiva de la Carta Democrática todavía luce distante.
Hasta hace poco, las iniciativas para debilitar la dictadura provenían casi exclusivamente de expresidentes de la región o de los parlamentos de unos pocos países. Paulatinamente, se vienen sumando esfuerzos cada vez más claros, pero es requisito crear a la brevedad un bloque continental de rechazo a la tiranía. Es urgente que los gobernantes de la región pongan todo su empeño para que Maduro acepte una negociación para establecer las condiciones de abandono del poder. Ha llegado la hora de saldar esa deuda con Venezuela.
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