sábado, 12 de septiembre de 2015

De influencias originales y resultados futuros | Por JACINTO GIMBERNARD PELLERANO

Por 
jperellano[@]hoy.com.do 
Se habla –y acepta mucho como verdad– que las influencias primarias que recibe una criatura habrán de manifestarse necesariamente, en gran medida, en la posterior vida de la persona.
Ojalá fuese así. Pero no lo es.
Cada ser humano dispone de una unicidad que lo hace justamente responsable de sus actos.
Yo recuerdo un pariente de los Pellerano, de quienes desciendo por línea materna, que era excelente persona y personalmente muy vistoso: blanco, de suave pelo castaño, alto y bien formado. Nunca pasó de ser un empleadillo acomodado a las estrecheces, pero argumentaba que él había salido jugador a causa de ciertos personajes de la familia antigua: desordenado por culpa de un tío-abuelo, famoso por los disparates que hacía; mujeriego irremediable por otro tío. Indeciso por su padre, asustadizo por culpa de su madre…
Vamos… era el compendio de problemas familiares.
Él no tenía culpa de nada. Era una cuestión de herencia familiar.
Yo, un muchachón, con cierta incredulidad lo escuchaba y comprobaba que mi padre era tremendamente supersticioso y fuertemente susceptible a los defectos y miedos de su familia: alcoholismo, amor por el juego de azar, locura por las mujeres bellas…
En nuestra casa no se tomaba una gota de alcohol, a menos que no fuera en una medicina, estaban prohibidos hasta los inocentes juegos de mesa, como el parchís de cualquier tipo… más aún las barajas (que le habían costado el bohío al tío Manuelico) o cualquier juego similar.
-La vida no es un juego –decía con doliente firmeza.
Y no lo es.
Cierto que no me gustan los juegos de azar, que soy moderado en las bebidas y que me atraen las mujeres bellas.
Pero no somos resultado de enseñanzas, aunque sean tempranas. Cada ser humano es una entidad independiente e ininfluenciable, por más que quieran negarlo científicos de escritorio o de confortables sillones donde fuman su pipa cargada de aromosa picadura extrafina, mientras una doncella o un camarero de jacket le trae una copa de su bebida favorita.
La realidad es otra.
Podemos hacer lo mejor por nuestros hijos, darles buenos ejemplos, hablarles hasta la saciedad acerca de principios útiles. Y nada.
A mi primer hijo, tempranamente fallecido en un accidente de moto (que yo le había prohibido usar, entregándole mi grato Peugeot 404 para cualquier necesidad que tuviese, importante o no), no valió hablarle por horas para tratar de centrarlo. Hizo lo que quiso. Compró una poderosa moto a mis espaldas, y se mató al chocar con una rotonda en la Ciudad Universitaria, el mismo día en que la estrenaba.
Recuerdo, dolientemente, las tardes en que yo le hablaba y le hablaba, aconsejándole sobre el peligro de las llamadas “drogas suaves” como la marihuana, “no adictivas y más saludables que el tabaco”… pero puerta abierta al consumo de drogas más fuertes.
A menudo yo le hablaba y hablaba de temas conductuales o biográficos, sentado con él en un largo banco azul que estaba en el patio donde estuvo un colegio infantil en la calle Julio Verne. Ante su rostro atento y concentrado, creía que me escuchaba hasta un atardecer en que cambié bruscamente y sin tránsito el tema que trataba. Sin alterar el tono de voz, empecé a hablar de otro asunto que no tenía nada que ver: cómo se construía un violín. Él tocaba un poco de viola y pensé que me iba a decir que yo había saltado el tema que trataba.
Pero no se enteró.
No me había estado escuchando.

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