OPINIÓN
La victoria de Trump y su promesa de reindustrializar
12/11/2016 12:00 AM - PAVEL ISA CONTRERAS
Lo impensable sucedió: Donald Trump se convirtió en el Presidente electo de Estados Unidos. La frustración de millones de personas perjudicadas por la liberalización del comercio, la fuga de inversiones, la falta de protección, los cambios tecnológicos y la migración se convirtieron en votos de castigo en contra de la opción que representaba la continuidad. Trump les prometió hacer retornar y retener las inversiones, aumentar la producción y devolverles los empleos. La inmensa mayoría de quienes votaron por él lo iba a hacer por cualquier candidato republicano, pero su propuesta de dar un golpe de timón a las políticas públicas dominantes a lo largo de las últimas tres décadas y media le dio el empujón adicional para lograr los votos electorales necesarios para alzarse con el triunfo.
Desde inicio de los ochenta, esas políticas favorecieron ampliamente a las élites, las grandes corporaciones y a los grandes bancos, no sólo en Estados Unidos sino en la mayor parte del mundo. Promovieron la reducción de las barreras al comercio a nivel global, contribuyeron a debilitar la capacidad de los Estados de proteger a las personas al promover bajos impuestos, en especial a los más ricos, debilitaron las regulaciones antimonopolio, y facilitaron la movilidad de las empresas y los capitales a nivel mundial fortaleciendo de esa manera la capacidad de los inversionistas para negociar a su favor salarios, impuestos y regulaciones, y en perjuicio de trabajadores, estados y comunidades.
Esto, junto con la emergencia de nuevos países industrializados, especialmente en Asia, fue una causa fundamental del proceso de “desindustrialización” de Estados Unidos, y de la reubicación de la producción industrial del mundo desde los países más desarrollados hacia países en desarrollo. En ese país, particularmente afectados fueron los trabajadores industriales de menor nivel de calificación, quienes vieron las empresas mudarse a donde se podía producir a menor costo, pagando menos impuestos y con menos regulaciones.
El cambio fue tan dramático que el “cinturón industrial”, compuesto por estados como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, pasó a llamarse el “cinturón de óxido” (Rust Belt), en alusión a las fábricas abandonadas que con frecuencia se observan. Esos tres estados, densamente poblados por trabajadores blancos, muchos de ellos pobres, desempleados y desprotegidos, damnificados de ese proceso, fueron precisamente los que le dieron la victoria a Trump.
La cereza en la cima fue la crisis de 2008, que hizo colapsar el crecimiento y el empleo. La respuesta que se le dio priorizó el salvamento financiero sin castigar y frecuentemente protegiendo a sus responsables, los banqueros y quienes promovieron la desregulación bancaria a ultranza, y sin reforzar de forma drástica las regulaciones sobre los bancos para evitar su repetición.
El discurso de Trump evocó un pasado industrial que difícilmente volverá, y se mezcló con otras ideas, muchas de ellas verdaderamente repugnantes, prejuiciadas, divisivas y cargadas de odio. Pero todas ellas, a pesar de conformar una argamasa confusa y a veces disparatada, lograron que el resentimiento, rabioso e irreflexivo, se hiciera voto.
Pero, ¿qué implicaciones puede tener esta victoria, inesperada por muchos? ¿Podrá Trump cambiar las reglas del juego y deshacer lo que por muchos años ha venido construyendo una élite a la que él mismo pertenece? ¿Tiene Trump realmente esa intención? ¿Hasta dónde podría llegar? ¿Tiene claro un arreglo alternativo? Ninguna de esas preguntas tiene una respuesta clara. Por ello, en el corto plazo lo que predomina es la incertidumbre, y con ello la inestabilidad. La reciente caída en los índices de muchas de las bolsas en el mundo es una muestra de ello.
A más largo plazo, la pregunta es si Trump, en su pretensión de reindustrializar a Estados Unidos, va realmente a intentar revertir la llamada globalización levantando barreras al comercio, liquidando acuerdos de libre comercio y restringiendo los flujos de inversiones.
Es cierto que la desindustrialización hizo que para muchos se desvaneciera el sueño americano. Las élites, que amasaron fortunas gracias a liberalización de las finanzas y el comercio y a los desmontes impositivos, mostraron una indiferencia indignante frente a ese empobrecimiento. A la cabeza de eso estuvieron no sólo las corporaciones y los bancos sino también precisamente la cúpula del Partido Republicano y una parte del Partido Demócrata que abrazó esa agenda.
Pero hubo muchos otros que fueron beneficiados, por ejemplo, jóvenes que se insertaron en las nuevas actividades competitivas en ese país como el sector de tecnologías y los servicios de mayor nivel de sofisticación. Además, la reubicación de las industrias en países como China y México abarató mucho las mercancías, beneficiando tremendamente a los consumidores estadounidenses.
Por último, hizo que se tejieran lazos económicos muy densos a nivel internacional y se conformaran extensas cadenas de valor en la que en la producción de una misma mercancía participan empresas ubicadas en numerosos países. Frecuentemente, las fases que son intensivas en conocimiento o aplicaciones tecnológicas complejas se ubican en países de mayor desarrollo como Estados Unidos, mientras las más intensivas en mano de obra de calificación media o baja o en recursos naturales se ubican en países menos desarrollados.
Romper abruptamente con ese arreglo firmemente asentado, cimentado en acuerdos internacionales a diversos niveles, y que ha conformado impresionantes redes de producción global, tendría un costo simplemente intolerable. Hacer retornar la producción industrial hacia ese país tomaría muchos años, tantos como lo que se tomó el proceso inverso, e incrementaría muchísimo los costos de producción debido a los salarios más altos, costos más elevados de otra naturaleza, y regulaciones más estrictas.
Requeriría, además, incrementar los aranceles en Estados Unidos porque no habría otra manera de lograr que las mercancías de ese país compitan con las producidas en Asia, México y otros países del mundo, lo que elevaría los precios de los bienes de consumo, empobreciendo precisamente a quienes se pretendería beneficiar. Consecuentemente, se reducirían las ventas, lo cual no sólo afectaría el empleo en el país de origen de la mercancía sino en todos aquellos que forman parte de la cadena de producción y comercialización de esos bienes, incluyendo Estados Unidos.
Es claro que un intento de “sustituir importaciones” a la usanza de la América Latina de la posguerra, enfrentaría una resistencia feroz, desataría conflictos muy intensos, y minaría la credibilidad de Estados Unidos, que por años renegó de las políticas de fomento a la industria e hizo de todo para que el resto del mundo las abandonara.
Pero, además, sus resultados serían inciertos ¿hasta dónde tendrían que llegar los aranceles y los precios para hacer que una prenda de vestir o un artefacto electrónico fabricado en Estados Unidos pueda competir con uno fabricado en China, Vietnam o México? ¿Sería eso viable y sostenible? ¿No sería más barato y efectivo impulsar políticas específicas a favor de esos damnificados de la nueva economía, impulsando la reconversión productiva, promoviendo la capacitación, invirtiendo en infraestructura, proveyendo incentivos focalizados a la inversión privada, y protegiendo a través de programas sociales?
Trump también ha sido un crítico feroz de la inmigración. Más allá sus repulsivos desprecios y prejuicios, la discusión sobre el efecto de la migración es legítima, y es ineludible pensar en las consecuencias de reducir drásticamente el número de población migrante viviendo en ese país. Varios sectores económicos, por ejemplo, la agricultura del Oeste y Suroeste, dependen críticamente de esa fuerza de trabajo. Por ello, una política en esa dirección puede ser exitosa sólo a largo plazo y si logra inducir cambios tecnológicos que le permitan absorber el impacto. Intentar sacar a los migrantes indocumentados de golpe y porrazo es una fórmula no sólo costosísima sino inefectiva. No es el caso, sin embargo, de una política migratoria más estricta que reduzca los nuevos flujos, lo cual es más razonable.
A lo largo de las últimas tres décadas el mundo cambió, en mucho gracias a Estados Unidos, y principalmente para beneficio de unos pocos. Aunque para millones el costo fue brutal, la marcha atrás parecería la peor de las soluciones. http://www.elcaribe.com.do/2016/11/12/victoria-trump-promesa-reindustrializar
Desde inicio de los ochenta, esas políticas favorecieron ampliamente a las élites, las grandes corporaciones y a los grandes bancos, no sólo en Estados Unidos sino en la mayor parte del mundo. Promovieron la reducción de las barreras al comercio a nivel global, contribuyeron a debilitar la capacidad de los Estados de proteger a las personas al promover bajos impuestos, en especial a los más ricos, debilitaron las regulaciones antimonopolio, y facilitaron la movilidad de las empresas y los capitales a nivel mundial fortaleciendo de esa manera la capacidad de los inversionistas para negociar a su favor salarios, impuestos y regulaciones, y en perjuicio de trabajadores, estados y comunidades.
Esto, junto con la emergencia de nuevos países industrializados, especialmente en Asia, fue una causa fundamental del proceso de “desindustrialización” de Estados Unidos, y de la reubicación de la producción industrial del mundo desde los países más desarrollados hacia países en desarrollo. En ese país, particularmente afectados fueron los trabajadores industriales de menor nivel de calificación, quienes vieron las empresas mudarse a donde se podía producir a menor costo, pagando menos impuestos y con menos regulaciones.
El cambio fue tan dramático que el “cinturón industrial”, compuesto por estados como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, pasó a llamarse el “cinturón de óxido” (Rust Belt), en alusión a las fábricas abandonadas que con frecuencia se observan. Esos tres estados, densamente poblados por trabajadores blancos, muchos de ellos pobres, desempleados y desprotegidos, damnificados de ese proceso, fueron precisamente los que le dieron la victoria a Trump.
La cereza en la cima fue la crisis de 2008, que hizo colapsar el crecimiento y el empleo. La respuesta que se le dio priorizó el salvamento financiero sin castigar y frecuentemente protegiendo a sus responsables, los banqueros y quienes promovieron la desregulación bancaria a ultranza, y sin reforzar de forma drástica las regulaciones sobre los bancos para evitar su repetición.
El discurso de Trump evocó un pasado industrial que difícilmente volverá, y se mezcló con otras ideas, muchas de ellas verdaderamente repugnantes, prejuiciadas, divisivas y cargadas de odio. Pero todas ellas, a pesar de conformar una argamasa confusa y a veces disparatada, lograron que el resentimiento, rabioso e irreflexivo, se hiciera voto.
Pero, ¿qué implicaciones puede tener esta victoria, inesperada por muchos? ¿Podrá Trump cambiar las reglas del juego y deshacer lo que por muchos años ha venido construyendo una élite a la que él mismo pertenece? ¿Tiene Trump realmente esa intención? ¿Hasta dónde podría llegar? ¿Tiene claro un arreglo alternativo? Ninguna de esas preguntas tiene una respuesta clara. Por ello, en el corto plazo lo que predomina es la incertidumbre, y con ello la inestabilidad. La reciente caída en los índices de muchas de las bolsas en el mundo es una muestra de ello.
A más largo plazo, la pregunta es si Trump, en su pretensión de reindustrializar a Estados Unidos, va realmente a intentar revertir la llamada globalización levantando barreras al comercio, liquidando acuerdos de libre comercio y restringiendo los flujos de inversiones.
Es cierto que la desindustrialización hizo que para muchos se desvaneciera el sueño americano. Las élites, que amasaron fortunas gracias a liberalización de las finanzas y el comercio y a los desmontes impositivos, mostraron una indiferencia indignante frente a ese empobrecimiento. A la cabeza de eso estuvieron no sólo las corporaciones y los bancos sino también precisamente la cúpula del Partido Republicano y una parte del Partido Demócrata que abrazó esa agenda.
Pero hubo muchos otros que fueron beneficiados, por ejemplo, jóvenes que se insertaron en las nuevas actividades competitivas en ese país como el sector de tecnologías y los servicios de mayor nivel de sofisticación. Además, la reubicación de las industrias en países como China y México abarató mucho las mercancías, beneficiando tremendamente a los consumidores estadounidenses.
Por último, hizo que se tejieran lazos económicos muy densos a nivel internacional y se conformaran extensas cadenas de valor en la que en la producción de una misma mercancía participan empresas ubicadas en numerosos países. Frecuentemente, las fases que son intensivas en conocimiento o aplicaciones tecnológicas complejas se ubican en países de mayor desarrollo como Estados Unidos, mientras las más intensivas en mano de obra de calificación media o baja o en recursos naturales se ubican en países menos desarrollados.
Romper abruptamente con ese arreglo firmemente asentado, cimentado en acuerdos internacionales a diversos niveles, y que ha conformado impresionantes redes de producción global, tendría un costo simplemente intolerable. Hacer retornar la producción industrial hacia ese país tomaría muchos años, tantos como lo que se tomó el proceso inverso, e incrementaría muchísimo los costos de producción debido a los salarios más altos, costos más elevados de otra naturaleza, y regulaciones más estrictas.
Requeriría, además, incrementar los aranceles en Estados Unidos porque no habría otra manera de lograr que las mercancías de ese país compitan con las producidas en Asia, México y otros países del mundo, lo que elevaría los precios de los bienes de consumo, empobreciendo precisamente a quienes se pretendería beneficiar. Consecuentemente, se reducirían las ventas, lo cual no sólo afectaría el empleo en el país de origen de la mercancía sino en todos aquellos que forman parte de la cadena de producción y comercialización de esos bienes, incluyendo Estados Unidos.
Es claro que un intento de “sustituir importaciones” a la usanza de la América Latina de la posguerra, enfrentaría una resistencia feroz, desataría conflictos muy intensos, y minaría la credibilidad de Estados Unidos, que por años renegó de las políticas de fomento a la industria e hizo de todo para que el resto del mundo las abandonara.
Pero, además, sus resultados serían inciertos ¿hasta dónde tendrían que llegar los aranceles y los precios para hacer que una prenda de vestir o un artefacto electrónico fabricado en Estados Unidos pueda competir con uno fabricado en China, Vietnam o México? ¿Sería eso viable y sostenible? ¿No sería más barato y efectivo impulsar políticas específicas a favor de esos damnificados de la nueva economía, impulsando la reconversión productiva, promoviendo la capacitación, invirtiendo en infraestructura, proveyendo incentivos focalizados a la inversión privada, y protegiendo a través de programas sociales?
Trump también ha sido un crítico feroz de la inmigración. Más allá sus repulsivos desprecios y prejuicios, la discusión sobre el efecto de la migración es legítima, y es ineludible pensar en las consecuencias de reducir drásticamente el número de población migrante viviendo en ese país. Varios sectores económicos, por ejemplo, la agricultura del Oeste y Suroeste, dependen críticamente de esa fuerza de trabajo. Por ello, una política en esa dirección puede ser exitosa sólo a largo plazo y si logra inducir cambios tecnológicos que le permitan absorber el impacto. Intentar sacar a los migrantes indocumentados de golpe y porrazo es una fórmula no sólo costosísima sino inefectiva. No es el caso, sin embargo, de una política migratoria más estricta que reduzca los nuevos flujos, lo cual es más razonable.
A lo largo de las últimas tres décadas el mundo cambió, en mucho gracias a Estados Unidos, y principalmente para beneficio de unos pocos. Aunque para millones el costo fue brutal, la marcha atrás parecería la peor de las soluciones. http://www.elcaribe.com.do/2016/11/12/victoria-trump-promesa-reindustrializar
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