La taberna de la reforma
9 de junio de 2015
Los muchachos de Miguel Vargas estaban ahí en nombre de unas siglas (PRD) vendidas por cheles. Miguelito, el travieso, declaró por fin lo que era un secreto a voces: sus negocios con el Gobierno.
Corría el sábado. Nunca había sido tan pesaroso escribir mis ideas. Daba vueltas ociosas sobre el mismo círculo sin poder atrapar un tema convincente, como cuando un perro procura un acomodo en un piso mojado. La razón de mi torpeza era inequívoca: horas antes de escribir este desahogo había visto los debates de la Asamblea Nacional Revisora. La sensación que saboteaba mi lucidez era una especie de cortocircuito neuronal que bloqueaba el torrente creativo. Y es que a veces cuando a uno le cuentan las cosas no le afectan tanto como cuando la experiencia nos involucra personalmente.
Después de haber contenido la respiración, reté a mi hombría a ver el macabro espectáculo. La prueba era aguantar una hora. A los veinte minutos empecé a comprender las penitencias monásticas; a los cuarenta y cinco, presentí el espectro escalofriante de Johnny Abbes que me zarandeaba; a la hora, le preguntaba a mi esposa por la última película de Robertico Salcedo. A la hora y veintitrés minutos, ya delirante, mi piel supuraba sudor frío a raudales, hasta que no pude más… lo próximo era el suicidio.
Con suerte lo que siguió fue un trance de pánico dominado por una idea obsesiva: correr y correr, lo que hice instintivamente. A una distancia segura de la conmoción, respiré convencido de que aquello no era eterno. A mi regreso, recuperé la serenidad. Mientras caminaba abrí mi mente y asomaron algunas revelaciones. Una de ellas fue reconsiderar el oficio del legislador. ¡Dios!, ¡qué injustos hemos sido!, ¿y es fácil aguantar las peroratas chillonas, desatinadas y estropeadas de unos bufones buscando cámaras? Soportar sus discursos no vale tres de las difamadas exoneraciones legislativas. Es un trabajo que idiotiza, enajena e insensibiliza. En una legislatura yo necesitaría al menos dos sesiones siquiátricas diarias.
La anterior reflexión bastó para volver al suplicio. Traté de reprimir mis repulsiones concentrándome más en el correlato político que subyacía en la farsa que en las babosadas de los intervinientes en los debates. Aquello era una trama chusca con hedor a componenda. En un momento me sentí trasladado a una taberna de citas donde cada quien conoce el juego aunque guarde el protocolo de las apariencias. Todos saben el papel de cada quien en un libreto implícito de actuación. Las miradas concertadas de los reeleccionistas eran más elocuentes que las arrebatadas locuciones, las mismas ojeadas que se intercambian el cliente y la meretriz. Solo faltaba el neón, la cerveza, la bachata y la mugre espermática para darle al evento su real solemnidad.
Los muchachos de Miguel Vargas estaban ahí en nombre de unas siglas (PRD) vendidas por cheles. Miguelito, el travieso, declaró por fin lo que era un secreto a voces: sus negocios con el Gobierno. Salió del clóset como los que se cansan de las sospechas o las murmuraciones. Era tiempo de que su círculo se beneficiara del destape. Ahora las relaciones no solo serán con sus empresas sino con su “partido”. Pero con una jugada mató también a otro pájaro: evitar, en una alianza electoral, que los resultados de las elecciones revelen su risible pequeñez política.
La franquicia reformista, experta en tratos políticos, quiso condimentar el guiso con unas propuestas puramente retóricas en las que ni ellos creían. El patriótico acto de levantar las manos les garantizaba la permanencia en la lactancia del Estado, única razón (o adicción) que justifica su vida (o succión), eternamente parasitaria (o mamadora).
Los leonelistas, apocados y rendidos, parecían hormigas en una manada de elefantes. Sus fanfarronadas rugientes de apenas días se volvieron gemidos de cachorros. Amarraron sus nudos y desertaron en desbandada dejando al “hombre de los vientos” frente a un abanico Toshiba casero, como en los nostálgicos tiempos villajuanenses.
Reinaldo Pared Pérez, núcleo duro de los intereses del oficialismo, lucía feliz, parecía que la reelección era de él y razón tenía en su arrobamiento: su familia cuenta con más funcionarios en el Gobierno que la del presidente.
Aguanté hasta el final a pesar del asco. Lo que vi fue una feria de mercadería barata. Un bazar de traiciones. Una reforma urdida a espaldas de la nación, a puro pecho de sus “representantes”, reducidos a mercaderes de leyes y traficantes de arreglos en beneficio propio. Ya antes los “expertos constitucionalistas” (empíricos y académicos) pretendieron vanamente barnizar el debate con teorías serviles tan opacas y fútiles como la ilegitimidad que no lograron redimir las mayorías congresuales que impusieron la reforma, porque en el altar de la constitucionalidad no cuenta la grandeza de los oficiantes sino la fe de la congregación, y en esa misa, al pueblo no se le dejó decir ni un “amén”. http://acento.com.do/2015/opinion/8256332-la-taberna-de-la-reforma/
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