sábado, 20 de junio de 2015

Arístides Incháustegui y las raíces culturales | Por JACINTO GIMBERNARD PELLERANO

Por 
jperellano[@]hoy.com.do 
Válido sería que me preguntasen ¿por qué “raíces culturales” y no “musicales”, si el excelente programa diario de Arístides a través de la emisora Raíces es un programa musical?
La razón es simple: la música es un generador de cultura, e Incháustegui, creador, realizador y protagonista conceptual de este espacio en un medio radial de alta tecnología, la emblemática emisora Raíces, de la Fundación Eduardo León Jimenes, ha mantenido por centenares de noches –y mantiene- un programa que toca las esencias de lo mejor de la naturaleza humana: su sensibilidad… que peligra en un marasmo de abandonos e inmediateces.
La deshumanización ha estado amenazando por siglos, y llegó a alcanzar un clímax en el siglo XX con las crueldades horrendas de la Segunda Guerra Mundial. Sus secuencias trágicas palpitan alimentadas de odios como los ruidos de un monstruo dormido que de tiempo en tiempo ronca espantos y terrores.
¿En qué puede ayudar la música… la música profunda, cargada de nobles sentimientos y preocupaciones humanitarias… esa música, que no es para escucharla como el ruido de una maquinaria o como una incitación rítmica al baile o a rememoraciones de tiempos irrepetibles de la juventud… esa música que inyecta preocupación, pena, esperanza, ensueño, posibles alegrías… visiones de otro mundo mejor? ¿En qué puede ayudar esa música?
En ponernos en contacto con lo trascendental. En saber que el dolor siempre existió y que es superable por la fuerza del espíritu, siempre que lo encaminemos a la confianza en que existe un “orden divino” del cual no podemos escapar, pero que podemos modificar con ayuda de pensamientos positivos.
No es que la música sea un arte de escape. Yo diría que va más lejos: es un arte de dimensiones vivas, mutantes, individuales, que establece un contacto íntimo con el oyente sensible y penetra en recónditos lugares de nuestro interior, desvelando ocultas sensaciones que, en no pocas ocasiones, se transforman al quedar al descubierto.
El gran artista es el que puede proveer estas transformaciones, al poner su propia alma, sus propias vivencias -buenas o malas- al servicio de lo que interpreta y reproduce.
Alex Ross, el brillante crítico musical del “New Yorker” y el “New York Times”, en su libro “El ruido eterno”, subtitulado “Escuchar al siglo XX a través de su música”, nos dice que en el siglo pasado la vida musical se desintegró en una masa ingente de culturas y subculturas, cada una de ellas con su canon y su jerga propios (…) Lo que gusta a un público, a otro le provoca dolores de cabeza. Las músicas hip-hop entusiasman a los adolescentes y espantan a los padres”.
Sí. Los tiempos cambian. Con ellos, los valores. Los valores… Pero ¿es realmente así? Hijos de Juan Sebastián Bach se burlaban de lo que escribía su ilustre padre, llamándole “la vieja peluca” a tiempo que escribían música muy inferior.
La tarea que se ha impuesto -por lo muy patriota que es- Arístides Incháustegui con ese apoyo formidable, radica en educar y refinar la capacidad perceptiva del oyente dominicano. Abrirle puertas al alma, enriquecer el caudal, aumentar sabiamente el “menú” de lo que podemos degustar… y entender.
Ya escribía Camille Mauclair en su obra “La religión de la música”, que “La música no es un arte propiamente dicho, sino la acomodación estética de una fuerza elemental”.
Lo creo así.

http://hoy.com.do/aristides-inchaustegui-y-las-raices-culturales/

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