Demasiada presión para la Casa Blanca. El escándalo de la trama rusa ha quebrado la estrategia defensiva de la
Administración Trump y ha forzado un paso histórico. En un intento de recuperar la credibilidad, el Departamento de Justicia ha nombrado investigador especial al respetado Robert Mueller, director del FBI de 2001 a 2013. La extraordinaria medida, que otorga a Mueller poderes especiales e incluso la posibilidad de presentar cargos penales, llega justo después de que se destapasen las
presiones que ejerció el presidente sobre el anterior responsable del FBI, James Comey, para que dejase de indagar al exconsejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, y sus conexiones con el Kremlin.
Trump dejó que su Departamento de Justicia diera el golpe de efecto. Cuando toda la presión apuntaba al presidente, el fiscal general adjunto, Rod Rosenstein, el mismo que avaló el despido de Comey, anunció el nombramiento de un fiscal especial para hacerse cargo de la
investigación de la injerencia de Rusia en la campaña electoral y su posible coordinación con el equipo de Trump. Fue una válvula de escape, un intento de recuperar credibilidad, pero también una clara concesión a los demócratas y a un grupo cada vez mayor de republicanos aterrorizados con la actuación de
la Casa Blanca.
“Mi decisión no supone reconocer ningún delito ni que se vaya a perseguir a nadie. Lo que he determinado es que dadas las circunstancias excepcionales, el interés público requiere que ponga las investigaciones bajo la autoridad de alguien que tenga cierto grado de independencia de la cadena de mando normal. Un investigador especial es necesario para que el pueblo americano tenga total confianza en los resultados”, dijo Rosenstein. Su jefe, el fiscal general,
Jeff Sessions, no intervino al haberse autorecusado para tratar cualquier aspecto relacionado con la trama rusa, debido a que ocultó al Senado sus conversaciones con el embajador ruso en Washington.
La medida es extraordinaria. Anteriormente, el Departamento de Justicia sólo había designado una vez en su historia a un investigador de este tipo. Fue en 1999 para dirimir las responsabilidades policiales en la matanza de Waco. Aunque el puesto estará bajo el mando del fiscal general adjunto, posee mayor autonomía que cualquier integrante del ministerio público, puede presentar cargos penales y convocar jurados. Su ocupante, además, será difícil de someter.
Mueller, de 72 años, es una figura altamente respetada. En 2001 fue elegido por George W. Bush para dirigir el FBI y, cumplido el decenio de mandato, Barack Obama le prorrogó otros dos años. Esta larga experiencia asegura al Departamento de Justicia un efecto interno: tranquilizar las aguas del FBI, donde el abrupto despido de James Comey ha sido visto como una humillación.
Trump evitó valorar el nombramiento y en un escueto comunicado señaló: "Como he afirmado otras veces, una investigación completa confirmará lo que ya sabemos, que no hay colusión entre mi campaña ni entidad extranjera alguna. Espero que esto concluya rápidamente".
La elección de Mueller llega tras desbordarse las sospechas contra Trump. El último golpe lo publicó
The New York Times el martes y desató una reacción en cadena en el universo político estadounidense. Comey filtró, a través de allegados, el contenido de una de las numerosas notas que posee de sus contactos con Trump. El memorándum relata una reunión en el Despacho Oval el 14 de febrero pasado, al día siguiente de que
el teniente general Flynn fuese destituido por haber mentido sobre sus conversaciones con el embajador ruso en Washington, Serguéi Kislyak.
Tras una sesión sobre seguridad con otros altos cargos, Trump pidió quedarse a solas con el director del FBI. Cara a cara, el presidente empezó quejándose de las filtraciones y de la inacción de la agencia a la hora de detener a sus causantes. Incluso, llegó a expresar su deseo de ver detenido a algún periodista. Aclarada su posición, el republicano saltó a la yugular.
“Espero que puedas ver la forma de dejar pasar esto, de dejar pasar lo de Flynn. Es buen tipo. Espero que lo puedas dejar ir”, le dijo el presidente. Comey guardó silencio y sólo comentó: “Estoy de acuerdo en que es un buen tipo”.
La reconstrucción, desmentida por la Casa Blanca, figura en la nota que el director del FBI redactó al día siguiente de la reunión.
Comey, como ha sido práctica suya desde hace décadas, elaboró un memorándum privado por cada conversación (telefónica o presencial) que mantuvo con el presidente. Luego, además, las comentó con su equipo. En este caso, concluyeron que Trump había intentado influir en la investigación de la trama rusa, pero decidieron guardar el secreto para no afectar las pesquisas.
Petición de documentación
Este tipo de documentos pueden ser requeridos en un juicio como prueba. Y ahora amenazan con salir a la luz y convertirse en un obús contra la Casa Blanca. El presidente del Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, el republicano Jason Chaffetz, ha exigido ya al FBI que se le entreguen “todos los memoriales, notas, grabaciones o cualquier comunicación entre Comey y el presidente”. Una petición a la que se ha sumado el Comité de Inteligencia del Senado, que también ha requerido la comparecencia del ex director del FBI.
La solicitud de documentos puede ser rechazada por el Departamento de Justicia, pero una negativa total es difícil. No sólo sería de dudosa legalidad, sino que agudizaría la crisis política. Y desde luego no cerraría el paso a nuevas filtraciones. La bomba, por tanto, está servida.
Los expertos apuntan a que si se demuestra que Trump, como entendió Comey, quiso alterar una investigación federal podría derivarse un cargo de obstrucción. La base de una impugnación presidencial. La madre de todas las crisis. La posibilidad es aún remota, sobre todo, porque este procedimiento requiere de mayoría en las Cámaras y hasta ahora los republicanos se han cerrado en banda. “No nos apresuremos en el juicio, necesitamos hechos, toda la información; no podemos tratar con especulaciones e insinuaciones”, zanjó este miércoles el líder republicano en el Congreso, Paul Ryan.
Su postura es reflejo de un sentir mayoritario, pero no unánime. Tanto el presidente del Comité de Relaciones Exteriores, Bob Corker, como el jefe de filas en el Senado, Mitch McConnell, han mostrado su enfado por la crisis. Y algunos parlamentarios han pedido abiertamente que Comey vaya a testificar al Congreso. “Este escándalo está alcanzando el tamaño y la escala del Watergate”, ha sentenciado el senador John McCain, enemigo declarado de Trump.
Las fisuras empiezan a surgir. Tras ocho años de presidencia demócrata, los conservadores no piensan derribar a su líder, pero la impaciencia es evidente. Su sueño de liquidar el legado de Obama se ve interrumpido por los incendios que prende Trump. Lejos del paseo triunfal que esperaban, en la retina de los ciudadanos solo aparece la imagen de un presidente desmedido y tumultuoso, incapaz de dar una semana de paz a sus parlamentarios.
Esta desmesura se ha vuelto el peor enemigo de Trump. Los excesos en los que incurre al tratar a quienes declara adversarios, sus exabruptos por Twitter, su innata capacidad para descolocar a sus propios colaboradores han llevado a su presidencia a multiplicar los frentes y las víctimas. Una de ellas, quizá la más peligrosa, es Comey, un hombre respetado por sus agentes, y que ahora, tras haber sido humillado públicamente, parece dispuesto a vengarse.
Bajo esta amenaza, el cerco se estrecha. Trump es consciente pero está decidido a combatir, incluso a presentarse como un mártir. Es un mensaje que cala entre su electorado.
“Ningún político ha sido peor tratado en la historia. Pero la adversidad te hace fuerte. Cuanto más noble sea tu lucha, a más oposición te enfrentarás. No hay que retroceder, sino luchar, luchar y luchar”, clamó este miércoles ante la Academia de Guardacostas, en Connecticut. Asediado e incluso tocado, Trump sigue en la brecha. http://internacional.elpais.com/internacional/2017/05/17/estados_unidos/1495053659_525427.html
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