lunes, 21 de septiembre de 2015

Marguerite Yourcenar: Cuento azul (1 de 3) | Pedro Conde Sturla

Por Pedro Conde Sturla. 21 de septiembre de 2015 - 12:09 am -  
El azul del cuento tiene un carácter progresivo y simbólico, todo el cuento en realidad está dotado de un engranaje simbólico que funciona como una especie de caleidoscopio, “un conjunto diverso y variante” que a cada sacudida ofrece un significado inesperado. El azul domina el paisaje, pero el humor es negro
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Pedro Conde Sturla

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

[Marguerite Yourcenar (1903-1987), una de las más finas plumas de todos los tiempos, escribió un “Cuento azul” en el que el color azul es el protagonista, azul pintado de azul como en la canción italiana de Domenico Modugno que pocos recordarán, y al parecer también pensaba escribir un “Cuento rojo” y un “Cuento blanco”.
“Cuento azul” es un relato mágico que fue encontrado en la plácida casa de la escritora en Mount Desert, una gélida islita del estado de Maine, allí donde se refugió durante la mayor parte de su vida con su compañera sentimental. (Conocí el lugar con lujo de detalles al leer una minuciosa y poética crónica viajera de Soledad Álvarez).
El azul del cuento tiene un carácter progresivo y simbólico, todo el cuento en realidad está dotado de un engranaje simbólico que funciona como una especie de caleidoscopio, “un conjunto diverso y variante” que a cada sacudida ofrece un significado inesperado. El azul domina el paisaje, pero el humor es negro.
Un grupo de mercaderes europeos en busca de zafiros, mercaderes hambrientos de riqueza, como suelen estar los mercaderes, desembarca “en una orilla embaldosada de mármol blanco”, un lugar apenas definido, donde “las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules”, quizás el cercano o medio oriente, aunque podría ser la costa norte de África o el sur de España. Nada es seguro en este laberinto narrativo.
En el lugar encuentran los mercaderes extraños personajes, entre ellos un negro al que las mujeres del palacio discriminan por no ser bastante negro y una esclava sordomuda que no tiene sombra.
Las mujeres del palacio (cualquier palacio) se niegan a recibirlos, cierran “las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable”, rechazan las prendas o baratijas que les ofrecen.
Sólo el negro insuficientemente negro y la esclava sordomuda y sin sombra les prestarán ayuda. A ella le irá mal. A ella la raptan para venderla más adelante, la atan al palo mayor del barco, intentan violarla.
¿Leemos una fábula de la ingratitud o una fábula del “descubrimiento”?
Desentrañar el misterio es parte esencial del goce ético estético.
PCS]
Cuento azul
Marguerite Yourcenar
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos.
Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor.
El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores. http://acento.com.do/2015/opinion/8285388-marguerite-yourcenar-cuento-azul-1-de-3/

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