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La lógica delictiva siempre pretende tomar la actividad política como refugio. De ahí, la reiterada tendencia de exponentes del mundo del narcotráfico, lavado de activos, terrorismo, contrabando, tráfico de armas y sicariato a invertir sus recursos para construir niveles de tolerancia y complicidad en las esferas de poder.
Un político con elemental nivel de sensatez sabe las consecuencias de establecer la recepción de recursos a cambio de consentir, desde una función pública, acciones ilegales. El dilema consiste en que la naturaleza clientelar del actual modelo político demanda de dinero a borbotones y una parte de los aspirantes parten de la falsa idea de que los niveles de competitividad se alcanzan en la medida que pueden resolver las angustias financieras de sus seguidores. Y eso es un gravísimo error.
Lo dramático se desprende de una realidad donde el conjunto de candidatos no exhiben ideas, propuestas y adiestramiento ideológico. Así, el terreno partidario se torna fértil por la capacidad económica de sus miembros, y en el caso nuestro, en los últimos torneos electorales los ganadores a posiciones municipales y congresuales tienen en sus bolsillos la garantía de triunfo. Los riferos, propietarios de estaciones de gas y peloteros derrotan con facilidad al intelectual, académico y profesional en el marco de una competencia interna. Por eso, la baja calidad de miembros del Congreso, las alcaldías y la dirección de los partidos.
Cuando el fenómeno del combate a la corrupción y el narcotráfico se constituyó en la aspiración esencial de núcleos ciudadanos se establecían las bases de un intento por preservar el modelo democrático que, se reorientaba, como resultado del final de una guerra fría donde los elementos ideológicos pasaban a un segundo plano. La distorsión comenzó desde el instante en que se transformó esa lucha en instrumento politiquero, y contrario a lo que debía ser un esfuerzo de todos los actores partidarios, comenzaron unos y otros a construir argumentos acusatorios con fines electoreros, donde la acusación ligera tenía como objetivo degradar el debate y dañar al adversario.
Para ser justo, la caricaturización de la lucha contra el narco y la corrupción desbordó las fronteras nacionales adquiriendo categorías perversas. Ernesto Samper, en pleno ejercicio presidencial se le desconsideró con la cancelación del visado, producto de la guerra entre los capos y el afán de sus miembros por recibir protección y garantizarse la no extradición. Con el paso del tiempo, documentos desclasificados y confesiones de narcotraficantes demuestran el ardid y el resquebrajamiento de los partidos liberales y conservadores que dieron paso a la llegada al poder de Alvaro Uribe y el desarrollo de un diabólico instrumento de perversión de la persecución: los paracos, liderados por los hermanos Castaños.
En México, la relación de narcotráfico y política alcanza niveles alarmantes dando paso a la estructuración de carteles que desafían al Estado y sus autoridades. Sobran documentaciones referentes a los vínculos entre el asesinato de un candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio y las redes mafiosas sincronizadas con jefes partidarios. En su libro, El cártel incómodo, José Reveles da a conocer los enfrentamientos del sector Beltrán Leyva y Chapo Guzmán. Ahora bien, al igual que en Colombia, el enfoque incorrecto de la lucha contra la corrupción y el narcotráfico produjo dos fenómenos a estudiar con real objetividad: el derrumbe del PRI y una guerra que, en la administración de Felipe Calderón, provocó 70 mil muertos.
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