2 de diciembre de 2014.
El indiscutible poder de la esperanza descansa en la capacidad e inteligencia del ser humano en elaborar y ejecutar una estrategia para ver realizado lo esperado. De lo contrario, todo se queda en enunciados de buenas intenciones y nada más.
En un mundo lleno de conflictos y vicisitudes se hace necesario detenernos en los valores que el tiempo de adviento nos permite apreciar.
Con frecuencia decimos: “mientras haya vida hay esperanza”. O decimos: “la esperanza es lo último que se pierde”.
Muy a menudo oigo aquí en territorio americano a los de habla inglesa decir: “I hope so”. Así espero.
Vivimos en una constante espera.
La expresión adviento hace referencia a adventus Redemptoris (venida del Redentor) o adventus Domini (venida del Señor).
El adviento tiene doble connotación. Por un lado, es el tiempo en que los cristianos nos preparamos para celebrar el nacimiento de Jesucristo. Y por otro lado, es la preparación para la Segunda Venida de Jesús.
Cada año las Iglesias cristianas se detienen a contemplar más de cerca el profundo valor que encierra el nacimiento de Jesucristo y para eso preveen algunos actos litúrgicos unas semanas antes de esa memorable fecha. En el caso de la Iglesia Católica son cuatro semanas.
El electo presidente de Uruguay, el Doctor Tabaré Vázquez, en el marco de su discurso donde celebraba su victoria en las recientes elecciones presidenciales, dijo algo que yo quiero traer en este momento y que se ajusta en este contexto. El dijo: “Quisiera que la gente no pensara en las próximas elecciones y pensara en las próximas generaciones”. En otras palabras, está llamando a pensar en lo que da sentido a la vida y no en lo que nos acerca al contrasentido
Ese es el problema que le ha quitado poder a la esperanza. Con frecuencia nos dejamos envolver por el inmediatismo, lo trivial, lo que es fácil, lo soporífero, en fin, por todo aquello que tiene un acento terrenal. Lo grande, lo sobrenatural y lo que nos haría felices junto con nuestros coterráneos es desechado y marginado.
¿Cuál sería la esperanza de un multimillonario con muchas mansiones y espacios para disfrutar su vida, con mucho dinero en bancos de su país y de otros paraísos financieros?
¿Cuál sería la esperanza de un ser humano pobre, marginado y atropellado por las inclemencias de los años y la falta de solidaridad de sus coterráneos?
¿Cuál será la esperanza de un niño, de un adolescente o de un joven que vive en un hogar organizado, que vive materialmente y espiritualmente una vida digna, con armonía familiar y reconciliado con Dios y con los que le rodean?
¿Qué significa la “esperanza” que nosotros los cristianos predicamos para cada uno de ellos?
¿Cuál será nuestro enfoque de la esperanza para cada de ellos?
Hacen unas horas leí en un medio digital algo que me impresionó. Alguien decía: “Cuarenta y cinco años de edad y al menos 80 de desaliento. “Yo no soy nadie”, dice con una voz desapasionada. Voz ajena, lejana. Porque Jorge Durán Hernández tiene la voz de un hombre que solo está vivo por dentro. Vivo muy en el fondo, detrás de sí mismo, detrás de esos ojos pequeños que no parecen una ventana a su interior y que le hacen merecer el único nombre que usa, el de El Chino. Está sentado junto a su mesa de frutas, en Brisas del Isabela, del sector La Zurza. Cuando dice que no es nadie se refiere a la irrelevancia social, al anonimato natural de los marginados, a la imposibilidad de llegar a “ser alguien en la vida”.
El adviento es sin dudas un canto a la esperanza. Una esperanza que está basada en el la fe y el amor que el cristianismo y todas las religiones predican.
Sin embargo, el gran desafío de todos líderes religiosos es ir convertiendo en realidad para los millones de desesperados la esperanza de una vida digna en esta tierra.
Sólo así la esperanza recobra su poder.
El autor es escritor y dirigente político
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