Un muro de democracia anti-Trump
Su victoria, legítima, le obliga a respetar el sistema que le ha aupado al poder
Tras la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, tanto la candidata derrotada, Hillary Clinton, como el presidente saliente, Barack Obama, han coincidido en reconocer a Trump la condición de legítimo ganador. La primera, además, se ha ofrecido para ayudar al nuevo presidente a unir el país y, el segundo, a llevar a cabo una transición de poder tan modélica como aquella de la que él se benefició cuando recibió la presidencia de George W. Bush en 2008. Con estas dos declaraciones Clinton y Obama hacen gala tanto de su talante democrático como de su fe en la solidez de las instituciones de la democracia estadounidense.
Precisamente porque dudamos de que Trump se hubiera comportado de forma tan ejemplar en caso de haber perdido celebramos un gesto que no solo demuestra cuán por encima están Clinton y Obama de alguien como Trump, sino que despeja además cualquier posibilidad de abrir un periodo de incertidumbre y deslegitimación que sería aún más dañino de lo que ya representa la victoria de Trump.
Pero conceder la victoria, como ha señalado Hillary Clinton, no significa hacer dejación de responsabilidades. Aunque Trump, en su discurso de inauguración, haya ofrecido un perfil conciliador y moderado, sería ilusorio pensar que de ese discurso se desprende que una vez lograda la victoria y llegado a la Casa Blanca, Trump se va a reinventar como un dirigente moderado, respetuoso de todas las creencias, razas e ideologías. Todos los hechos, promesas y amenazas que jalonan su camino hasta la Casa Blanca son tan graves y tan alarmantes que las personas de bien, en EE UU o fuera de él, lejos de conceder un voto de confianza a Trump, deben unirse y lanzar un mensaje de rotundo rechazo y firmeza sin fisuras ante cualquier intento de Trump de —aprovechando su victoria en las urnas— pasar por encima de los derechos fundamentales de los estadounidenses.
Sería ilusorio pensar que el nuevo presidente se va a reinventar como moderado y respetuoso
La combinación de una presidencia con amplios poderes ejecutivos con un Congreso dominado por los republicanos (tanto el Senado como la Cámara de Representantes han quedado teñidos de rojo) va a suponer una auténtica prueba de estrés para la democracia estadounidense. Es la hora de que las instituciones independientes de ese país, desde el Supremo al FBI pasando por la Reserva Federal, con la ayuda de los medios de comunicación, cumplan con su papel de asegurar que los principios básicos de la democracia estadounidense, entre ellos, la separación de poderes y su sometimiento a la ley, estén fuera del alcance de un peligroso demagogo como Trump.
Es cierto que para muchos, en EE UU y fuera, la elección de Trump asesta un duro golpe al sueño americano, entendido como la garantía de igualdad de oportunidades de los ciudadanos por encima de su credo, raza, sexo, origen o extracción social. Pero aunque no confiemos en Trump, sí creemos en la fortaleza de la democracia americana y en la creencia de que el único imperio posible es el de la ley.
Desconfiamos de Trump pero confiamos en la fortaleza de la democracia de Estados Unidos
En cuanto al resto del mundo, la actitud deberá ser la misma que han dibujado Clinton y Obama: mano tendida para cooperar a la hora de resolver los problemas que a todos conciernen, pero firmeza absoluta para exigir que la política exterior de EE UU no se lleve por delante décadas de compromisos políticos, económicos y de seguridad trabajosamente alcanzados. Desde el cambio climático hasta la seguridad internacional pasando por la pobreza, las pandemias o las normas penales, los desafíos que la humanidad enfrenta requieren más y no menos gobernanza global, más y no menos instituciones multilaterales y más y no menos recursos financieros.
Por eso preocupa sobremanera que, con Trump, EE UU gire hacia el nacionalismo económico, use sus propios intereses como vara de medir y proceda a desmantelar todo el tejido de acuerdos que garantizan nuestra paz y seguridad compartida. No les falta razón a los líderes populistas del mundo en aplaudir la victoria de Trump como propia —los de la ultraderecha lo han hecho abiertamente, los de la extrema izquierda se han protegido tras declaraciones sobre las clases populares—, pues les permite amplificar en casa sus reivindicaciones nacionalistas y soberanistas. Fácilmente podríamos estar en ciernes de una dinámica que hiciera palidecer el Brexit. EE UU es la clave de bóveda del orden internacional: si se retira esa pieza, ese orden se convertirá ipso facto en aquello con lo que tanto sueñan en Moscú, Pekín y otras capitales: una jungla en la que impere la ley del más fuerte. El mundo debe estar también firme y vigilante.
El ciudadano rabioso
En los últimos años proliferan las movilizaciones movidas por la rabia ciudadana. Algunas son positivas, pero no siempre evolucionan en la dirección adecuada
El periodista alemán Dirk Kurbjuweit, de Der Spiegel, inventó hace algunos años la palabra Wutbürger, que quiere decir “ciudadano rabioso”, y en The New York Times de esta mañana —25 de octubre— Jochen Bittner publica un interesante ensayo afirmando que la rabia que moviliza en ciertas circunstancias a amplios sectores de una sociedad es un fenómeno de dos caras, una positiva y otra negativa. Según él, sin esos ciudadanos rabiosos no hubiera habido progreso, ni seguridad social, ni empleos pagados con justicia, y estaríamos todavía en el tiempo de las satrapías medievales y la esclavitud. Pero, al mismo tiempo, fue la epidemia de rabia social la que sembró de decapitados la Francia del Terror y la que, en nuestros días, ha llevado a la regresión brutal que significa el Brexit para Reino Unido y a que exista en Alemania un partido xenófobo, ultranacionalista y antieuropeo —Alternativa por Alemania— que, según las encuestas, cuenta con nada menos que el apoyo del 18% del electorado. Añade que el mejor representante en Estados Unidos del Wutbürgeres el impresentable Donald Trump y el sorprendente respaldo con que cuenta.
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Me gustaría añadir algunos otros ejemplos de una “rabia positiva” en los últimos tiempos, empezando por el caso del Brasil sobre el que, a mi juicio, ha habido una interpretación interesada y falsa de la defenestración de Dilma Rousseff de la presidencia. Se ha presentado este hecho como una conspiración de la extrema derecha para acabar con un Gobierno progresista y, sobre todo, impedir el regreso de Lula al poder. No es nada de eso. Lo que movilizó a muchos millones de brasileños y los sacó a la calle a protestar fue la corrupción, un fenómeno que había socavado a toda la clase política y de la que eran beneficiarios por igual dirigentes de la izquierda y la derecha. Y se ha visto en todos estos meses cómo la guadaña de la lucha contra la corrupción enviaba a la cárcel por igual a parlamentarios, empresarios, dirigentes sindicales y gremiales de todos los sectores políticos, un hecho del que sólo puede sobrevenir una regeneración profunda de una democracia a la que la deshonestidad y el espíritu de lucro habían infectado hasta el extremo de causar una bancarrota nacional.
Quizás sea un poco pronto para celebrar lo ocurrido pero mi impresión es que, hechas las sumas y las restas, la gran movilización popular en Brasil ha sido un movimiento más ético que político y enormemente positivo para el futuro de la democracia en el gigante latinoamericano. Es la primera vez que ocurre; hasta ahora, los estallidos populares tenían fines políticos —protestar contra los desafueros de un Gobierno y a favor de un partido o un líder— o ideológicos —reemplazar el sistema capitalista por el socialismo—, pero, en este caso, la movilización tenía como fin no destruir el sistema legal existente sino purificarlo, erradicar la infección que lo estaba envenenando y podía acabar con él. Aunque ha tenido una deriva distinta, no es muy diferente con lo ocurrido en España: un movimiento de jóvenes espoleados por los escándalos de la clase dirigente que a muchos decepcionaron de la democracia y los ha llevado a elegir un remedio peor que la enfermedad, es decir, resucitar las viejas y fracasadas recetas del estatismo y el colectivismo.
La gran movilización popular en Brasil ha sido un movimiento más ético que político y enormemente positivo para el futuro de la democracia
Otro caso fascinante de “ciudadanos rabiosos” ha sido el que vive Venezuela. En cinco oportunidades, el pueblo venezolano pudo librarse, mediante elecciones libres, del comandante Chávez, un demagogo pintoresco que ofrecía “el socialismo del siglo XXI” como terapia para todos los males del país. Una mayoría de venezolanos, a los que la ineficacia y la corrupción de los Gobiernos democráticos había desencantado de la legalidad y la libertad, le creyeron. Han pagado carísimo ese error. Por fortuna lo han comprendido, rectificado y hoy existe una mayoría aplastante de ciudadanos —como demuestran las últimas elecciones para el Congreso— que pretende rectificar aquella equivocación. Por desgracia, ya no es tan fácil. La camarilla gobernante, aliada con la nomenclatura militar muy comprometida por el narcotráfico y la asesoría cubana en cuestiones de seguridad, se ha enquistado en el poder y está dispuesto a defenderlo contra viento y marea. Mientras el país se hunde en la ruina, el hambre y la violencia, todos los esfuerzos pacíficos de la oposición por, valiéndose de la propia Constitución instaurada por el régimen, librarse de Maduro y compañía, se ven frustrados por un Gobierno que desconoce las leyes y comete los peores abusos —incluido crímenes— para impedirlo. A la larga, esa mayoría de venezolanos se impondrá, por supuesto, como ha ocurrido con todas las dictaduras, pero el camino quedará sembrado de víctimas y será muy largo.
¿Hay que celebrar que haya no sólo ciudadanos rabiosos negativos sino también positivos, como afirma Jochen Bittner? Mi impresión es que es preferible erradicar la rabia de la vida de las naciones y procurar que ella transcurra dentro de la racionalidad y la paz, y las decisiones se tomen por consenso, a través de la persuasión o del voto. Porque la rabia cambia rápidamente de dirección y de bienintencionada y creativa puede volverse maligna y destructiva, si quienes asumen la dirección del movimiento popular son demagogos, sectarios e irresponsables. La historia latinoamericana está impregnada de rabia y aunque, en muchos casos, estaba justificada, casi siempre se desvió de sus objetivos iniciales y terminó causando peores males que los que quería remediar.
Es un error gravísimo creer que el progreso consiste en combatir la riqueza; no, el enemigo es la pobreza
Es un caso que tuvo una demostración flagrante con la dictadura militar del general Velasco, en el Perú de los años sesenta y setenta. A diferencia de otras, no fue derechista sino izquierdista e implantó las soluciones socialistas para los grandes problemas nacionales como el feudalismo agrario, la explotación social y la pobreza. La nacionalización de las tierras no benefició para nada a los campesinos, sino a las pandillas de burócratas que se dedicaron a saquear las haciendas colectivizadas y casi todas las industrias que confiscó y nacionalizó el régimen se fueron a la quiebra, aumentando la pobreza y el desempleo. Al final, fueron los propios campesinos los que empezaron a privatizar las tierras, y los obreros de las fábricas de harina de pescado los primeros en pedir que volvieran a manos privadas las empresas que el socialismo velasquista arruinó. Todo este fracaso tuvo un efecto positivo: desde entonces ningún partido político en el Perú se atreve a proponer la estatización y colectivización como panacea social.
Jochen Bittner afirma que la globalización ha favorecido sobre todo a los grandes banqueros y empresarios y que eso explica, aunque no justifica, los rebrotes de un nacionalismo exaltado como el que ha convertido al Front National en un partido que podría ganar las elecciones en Francia. Es muy injusto. La globalización ha traído enormes beneficios a los países más pobres, que ahora, si saben aprovecharla, pueden combatir al subdesarrollo más rápido y mejor que en el pasado, como demuestran los países asiáticos y los países latinoamericanos —Chile, por ejemplo— que, abriendo sus economías al mundo, han crecido de manera espectacular en las últimas décadas.
Creo que hay un error gravísimo en creer que el progreso consiste en combatir la riqueza. No, el enemigo con el que hay que acabar es la pobreza, y también, por supuesto, la riqueza mal habida. La interconexión del mundo gracias a la lenta disolución de las fronteras es una buena cosa para todos, y en especial para los pobres. Si ella continúa, y no se aparta de la buena vía, quizás lleguemos a un mundo en el que ya no será necesario que haya ciudadanos rabiosos a fin de que mejoren las cosas.
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