¡Que no haga lo que dice!
The Economist le dio el nombre "política de la post-verdad", y la idea se ha difundido desde el bautizo por las salas de redacción y las mesas de los opinantes de todo el mundo.
La política de la postverdad consiste en "descansar en afirmaciones que 'se sienten como verdad' pero que no se asientan sobre hechos", según la definición del prestigioso semanario británico. The Economist estaba pensando en Trump, por supuesto. Pero también cita a los miembros del Gobierno polaco que afirman que el presidente muerto en un accidente de avión en realidad fue asesinado por Rusia. O a los políticos turcos que siguen diciendo que el golpe de Estado reciente fue obra de la CIA. O a los partidarios del Brexit que amenazaban con una invasión turca de la Unión Europea ante la inminente entrada de Turquía, o que afirmaban que el coste para Reino Unido de pertenecer a la Unión era de casi 500 millones de euros a la semana, una cifra que ellos mismos luego desmintieron.
Es evidente que el nuevo presidente electo de Estados Unidos ha sido conducido al despacho oval por las mentiras que ha propalado y que poco parecen haber importado a (o lo mucho que se las han creído) sus votantes. Según Donald Trump, Obama falsificó su certificado de nacimiento y fundó el Ejército Islámico, Hillary Clinton es la mujer más corrupta del mundo y ella y su marido son auténticos asesinos. Para la mayoría del mundo civilizado, también son mentira sus promesas más notables: que echará del país a todos los inmigrantes ilegales, también a los refugiados sirios, que terminará con el ISIS en quince minutos, que meterá en la cárcel a Hillary, que gravará la importaciones con altos aranceles, y que construirá un muro en la enorme frontera con México y que los mismos mexicanos –violadores y traficantes de droga– pagarán de su propio bolsillo.
En un rizo barroco de la política de la postverdad, que podríamos llamar ya de la postpostverdad, la gente ahora espera –quién sabe si los propios votantes de Trump también– que no cumpla sus promesas. En el colmo de la paradoja, es como si dijéramos: "vale, Trump, miente todo lo que quieras en campaña pero, por favor, no cumplas lo que prometes". Hay una aceptación sumisa de la mentira como parte del show. Una cosa son las promesas que se hacen en los mítines y otra la realidad del Gobierno. Damos por hecho que Trump miente tanto que no cumplirá sus locas amenazas.
A mi modo de ver, sólo esa política de la postverdad justifica la llegada de un tipo como él a tan alta magistratura. Aunque debemos reconocer una vez más que "nadie tiene ni idea de nada", porque casi nadie había creído en su victoria (yo tampoco, para mi vergüenza), sí podemos analizar mínimamente el voto americano para descubrir que:
a) Nada ha cambiado sustancialmente en la sociología de Estados Unidos en las últimas décadas, estando el país dividido a partes iguales entre los blancos conservadores y poco formados del centro rural, y los progresistas más mestizos y sofisticados de las dos costas y las grandes ciudades.
b) En realidad ha ganado Clinton, en términos sociológicos. 59,9 millones de votos para ella, frente a los 59,7 de él. En todas y cada una de las elecciones presidenciales con nuevo candidato –no de reelección– de los últimos años, esa tensión de un país dividido en dos mitades, se ha mantenido. Si los republicanos hubieran elegido a un mono de verdad, probablemente habrían obtenido un resultado parecido.
Y c) Esto no es una victoria de la "antipolítica" como decimos ahora los "expertos" que no supimos anticipar la victoria de Trump. Esta es una victoria de los republicanos estadounidenses de toda la vida. Los mismos que le dieron la victoria a otro desastre de presidente, George W. Bush. Los que reniegan de la igualdad para ensalzar el individualismo más rancio de los pioneros americanos. Los carcas ultras blancos y machotes del Tea Party y la pistola al cinto.
Para tranquilizar a quienes temen el apocalipsis, una dictadura en Estados Unidos, o la Tercera Guerra Mundial, quizá convenga revisar el discurso que Trump ofreció en octubre para contar sus propuestas para los primeros cien días de Gobierno, y que sonaron mucho más verosímiles que sus imprecaciones durante el resto de la campaña. Aquel compromiso concreto, sin embargo, da miedo a quienes pensábamos que Estados Unidos podría avanzar, siquiera tímidamente, en el camino de la igualdad y la integración, en línea con la tradición europea.
Trump prometió que "el primer día" pondría en marcha medidas para impedir el tráfico de influencias en Washington:límites a los mandatos de los congresistas, congelación de la contratación de funcionarios, prohibición de las actividades de lobbying para los funcionarios del Congreso y para los de la Casa Blanca, y prohibición a los lobistas extranjeros para que no puedan captar dinero para las campañas estadounidenses. Hasta ahí no sonaba tan mal.
Ese mismo día, dijo, empezaría el abandono del NAFTA y del TPP, los dos tratados de comercio que en su opinión dejan en desventaja a los americanos. También abriría los mercados a las reservas americanas de petróleo, gas natural y carbón, y cancelaría la ayuda de Estados Unidos a los programas mundiales de calentamiento global.
Para "restaurar la seguridad" en el país, Trump se comprometió, también el primer día, a "empezar a expulsar a los más de dos millones de inmigrantes ilegales criminales del país, y cancelar las visas de los países extranjeros que no los acepten de vuelta". Veámos cómo empieza, porque no lo tiene fácil.
El presidente electo prometió también revocar la reforma del sistema de salud de Obama y garantizar la libre elección de centro escolar. Ambas cosas liquidan el sistema público que los demócratas han estado promoviendo en la era Obama.
Trump, en definitiva, en campaña se nos ha presentado como un imbécil (en palabras de Aaron James: Trump, ensayo sobre la imbecilidad). Y como un patán machista, racista, simplón, vulgar y ególatra. Pero no es sólo eso. Ni es peligroso sólo por eso. Es peligroso porque es un ultraconservador que trae al mundo –de nuevo– la política agresiva, nacionalista e imperialista de los republicanos de toda la vida. A mi me da más miedo Trump por sus verdades que por sus mentiras.
La política de la postverdad consiste en "descansar en afirmaciones que 'se sienten como verdad' pero que no se asientan sobre hechos", según la definición del prestigioso semanario británico. The Economist estaba pensando en Trump, por supuesto. Pero también cita a los miembros del Gobierno polaco que afirman que el presidente muerto en un accidente de avión en realidad fue asesinado por Rusia. O a los políticos turcos que siguen diciendo que el golpe de Estado reciente fue obra de la CIA. O a los partidarios del Brexit que amenazaban con una invasión turca de la Unión Europea ante la inminente entrada de Turquía, o que afirmaban que el coste para Reino Unido de pertenecer a la Unión era de casi 500 millones de euros a la semana, una cifra que ellos mismos luego desmintieron.
Es evidente que el nuevo presidente electo de Estados Unidos ha sido conducido al despacho oval por las mentiras que ha propalado y que poco parecen haber importado a (o lo mucho que se las han creído) sus votantes. Según Donald Trump, Obama falsificó su certificado de nacimiento y fundó el Ejército Islámico, Hillary Clinton es la mujer más corrupta del mundo y ella y su marido son auténticos asesinos. Para la mayoría del mundo civilizado, también son mentira sus promesas más notables: que echará del país a todos los inmigrantes ilegales, también a los refugiados sirios, que terminará con el ISIS en quince minutos, que meterá en la cárcel a Hillary, que gravará la importaciones con altos aranceles, y que construirá un muro en la enorme frontera con México y que los mismos mexicanos –violadores y traficantes de droga– pagarán de su propio bolsillo.
A mi modo de ver, sólo esa política de la postverdad justifica la llegada de un tipo como él a tan alta magistratura. Aunque debemos reconocer una vez más que "nadie tiene ni idea de nada", porque casi nadie había creído en su victoria (yo tampoco, para mi vergüenza), sí podemos analizar mínimamente el voto americano para descubrir que:
a) Nada ha cambiado sustancialmente en la sociología de Estados Unidos en las últimas décadas, estando el país dividido a partes iguales entre los blancos conservadores y poco formados del centro rural, y los progresistas más mestizos y sofisticados de las dos costas y las grandes ciudades.
b) En realidad ha ganado Clinton, en términos sociológicos. 59,9 millones de votos para ella, frente a los 59,7 de él. En todas y cada una de las elecciones presidenciales con nuevo candidato –no de reelección– de los últimos años, esa tensión de un país dividido en dos mitades, se ha mantenido. Si los republicanos hubieran elegido a un mono de verdad, probablemente habrían obtenido un resultado parecido.
Y c) Esto no es una victoria de la "antipolítica" como decimos ahora los "expertos" que no supimos anticipar la victoria de Trump. Esta es una victoria de los republicanos estadounidenses de toda la vida. Los mismos que le dieron la victoria a otro desastre de presidente, George W. Bush. Los que reniegan de la igualdad para ensalzar el individualismo más rancio de los pioneros americanos. Los carcas ultras blancos y machotes del Tea Party y la pistola al cinto.
Para tranquilizar a quienes temen el apocalipsis, una dictadura en Estados Unidos, o la Tercera Guerra Mundial, quizá convenga revisar el discurso que Trump ofreció en octubre para contar sus propuestas para los primeros cien días de Gobierno, y que sonaron mucho más verosímiles que sus imprecaciones durante el resto de la campaña. Aquel compromiso concreto, sin embargo, da miedo a quienes pensábamos que Estados Unidos podría avanzar, siquiera tímidamente, en el camino de la igualdad y la integración, en línea con la tradición europea.
Trump prometió que "el primer día" pondría en marcha medidas para impedir el tráfico de influencias en Washington:límites a los mandatos de los congresistas, congelación de la contratación de funcionarios, prohibición de las actividades de lobbying para los funcionarios del Congreso y para los de la Casa Blanca, y prohibición a los lobistas extranjeros para que no puedan captar dinero para las campañas estadounidenses. Hasta ahí no sonaba tan mal.
Ese mismo día, dijo, empezaría el abandono del NAFTA y del TPP, los dos tratados de comercio que en su opinión dejan en desventaja a los americanos. También abriría los mercados a las reservas americanas de petróleo, gas natural y carbón, y cancelaría la ayuda de Estados Unidos a los programas mundiales de calentamiento global.
Para "restaurar la seguridad" en el país, Trump se comprometió, también el primer día, a "empezar a expulsar a los más de dos millones de inmigrantes ilegales criminales del país, y cancelar las visas de los países extranjeros que no los acepten de vuelta". Veámos cómo empieza, porque no lo tiene fácil.
El presidente electo prometió también revocar la reforma del sistema de salud de Obama y garantizar la libre elección de centro escolar. Ambas cosas liquidan el sistema público que los demócratas han estado promoviendo en la era Obama.
Trump, en definitiva, en campaña se nos ha presentado como un imbécil (en palabras de Aaron James: Trump, ensayo sobre la imbecilidad). Y como un patán machista, racista, simplón, vulgar y ególatra. Pero no es sólo eso. Ni es peligroso sólo por eso. Es peligroso porque es un ultraconservador que trae al mundo –de nuevo– la política agresiva, nacionalista e imperialista de los republicanos de toda la vida. A mi me da más miedo Trump por sus verdades que por sus mentiras.
Tomado de: http://www.infolibre.es/noticias/opinion/2016/11/11/que_haga_que_dice_57437_1023.html?platform=hootsuite
'¡Que no haga lo que dice!', el artículo de @LuisArroyoM https://t.co/g2UHAEAcFo pic.twitter.com/yFdBTEKDlt— infoLibre (@_infoLibre) 11 de noviembre de 2016
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