miércoles, 16 de noviembre de 2016

Mi giro del aislamiento a la intimidad - Por MICHELLE FIORDALISO

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Mi giro del aislamiento a la intimidad

CreditBrian Rea
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Llega un momento en que tu hijo se vuelve demasiado adolescente como para abrazarlo. Para mí, ese momento llegó cuando mi hijo de 14 años, Joe, se fue a un campamento de teatro durante un mes. Tenía tantas ganas de estar ahí que me pidió que lo dejara a la entrada. Para su mala suerte, cuando uno deja a su hijo al cuidado de extraños hay que hacer cierto papeleo. No obstante, yo esperaba un abrazo de despedida.
Después de dejar sus maletas en su litera, cual sherpa nepalés, me acerqué a abrazarlo. En lugar de abrazo, me escoltó a mi auto, donde se agachó y me dio un beso rápido en la cabeza acompañado de un amoroso, pero evidente, gesto de “ya vete”.
Cuando empezaba a caminar, solíamos llamarle “invasor de espacio” de cariño, porque quería abrazar y tocar a todo el mundo, en especial a mí, su madre soltera. Lo amamanté hasta que cumplió dos años. Después se volvió un bulto de 15 kilos pegado a mis caderas y, por último, un niño sonámbulo que llegaba hasta mi cuarto casi todas las noches durante años. Entre los momentos de cercanía atesorada, con frecuencia me sentía atrapada cuando necesitaba un poco de espacio.
Después se intercambiaron los papeles y fue Joe quien necesitaba espacio.
Lo acepté como parte normal de su proceso de crecimiento. No obstante, no era solo que mi hijo ya no me diera muestras de afecto, sino que tampoco había estado con nadie en el terreno amoroso desde hacía años. Este mes para mí, mientras Joe estaba en el campamento, era la oportunidad perfecta para remediarlo, pero no había con quién. Estaba cansada de los intentos inútiles con las citas por internet y no estaba dispuesta a desperdiciar mi tiempo libre.
Recordé el consejo que su terapeuta le dio a una amiga cuando ella se vio en mi situación: llama a un ex. En aquella época, pensé que era un consejo terrible, pero en mi desesperación por sentir una conexión, le envié un correo electrónico provocativo a uno que vivía cerca y aceptó.
Sin embargo, después, mientras trataba de quedarme dormida, sola, seguía sintiendo que nadie me había visto ni me había tocado. Puede que él hubiera tocado mi cuerpo, pero no me había tocado a mí. Recordé lo que me dijo alguna vez un doctor de la India: “La gente en este país se enferma porque vive sola. No los tocan lo suficiente”.
En aquella época, vivía en Nueva York, donde por lo menos mis piernas y mis brazos tocaban los de los demás en el metro. Dudé que aquel doctor viera con buenos ojos mi vida en Los Ángeles, donde pasamos tanto tiempo solos en nuestros autos, alejados de todos los demás. No tenía otra opción hasta el día en que literalmente choqué con alguien más.
Unas semanas después de que Joe llegó a casa del campamento, estaba dando una vuelta en u en camino a recoger a mi hijo cuando de repente la puerta lateral de otro auto apareció frente a mí y me quedé mirando a los ojos de la joven rubia al volante.
Me invadió la adrenalina. Por suerte, logré evadir la puerta, con lo que tal vez la habría aplastado, y en cambio golpeé el neumático delantero.
Salí de mi auto, dejándolo a media calle.
“¿Estás bien?”, pregunté.
“Te acabas de estampar contra mí”, dijo, como si no lo acabara de creer.
“No te vi”, respondí. Y la verdad es que no lo hice. ¿Sería el sol de la tarde o que me desconecté de todos y de todo y no me cercioré bien de ver el tráfico que venía? No la vi, eso era lo que tenía claro.
Ambas habíamos sentido una sacudida que nos dejó dolor en el cuello. No parecíamos saber qué hacer después. Sin embargo, como había sido mi culpa, tomé las riendas de la situación. Movimos nuestros autos a un lugar seguro, llamé a mi aseguradora y le dije que llamara a la suya. Tomé fotos de ambos vehículos y me aseguré de que intercambiáramos nuestra información de contacto.
Mi teléfono sonó. Era un mensaje de texto de mi hijo Joe, que me preguntaba por qué no había llegado. De repente me acordé de lo mucho que lo extrañaba. Había esperado con ansias nuestro recorrido de 10 minutos en auto de regreso a casa todo el día. Le contesté el mensaje, explicándole que había tenido un accidente y pidiéndole que caminara hasta ahí y me encontrara. Contestó: “Mejor me voy a la casa”, seguido de un: “Por favor…”
Me sentí decepcionada y le pedí a un vecino que lo recogiera.
Levanté la mirada de mi teléfono para ver a la mujer parada en la banqueta, llorando.
“¿Y ahora qué hago?”, me preguntó, con la voz temblorosa. “No estoy segura de poder manejar”.
No había palabras para expresar lo mucho que lamentaba todo, así que la abracé. Ese momento de intimidad fue inesperado e involuntario, un reflejo humano, como cuando nos apresuramos a levantar a nuestros hijos si se caen. No obstante, algo de ese gesto tan sencillo nos permitió hacer frente a lo que nos esperaba.
Llamé al taller local. El dueño, un hombre mayor muy amable con el que ya había tratado antes, me contestó. Después de preguntar si todo estaba bien, estuvo de acuerdo en esperarnos a pesar de que ya era hora de cerrar.
Cerré mi auto, me subí al suyo y juntas fuimos al taller. Cuando llegamos, el dueño explicó las reparaciones que había que hacer y unos minutos más tarde, su novio llegó por ella.
Salió de su convertible y la envolvió con sus brazos corpulentos. La vi hundirse en su abrazo. Ya acurrucada en la seguridad del asiento del copiloto, ella se fue, dejándome sola en el taller con el propietario.
Agaché la cabeza y me apresuré a ir al baño, donde me derrumbé. Lloré entre sentidos suspiros. Mi trabajo de ser fuerte y eficiente había terminado y me quedé sola con mi vergüenza y mi tristeza. ¿Cómo podía estar tan desconectada? ¿Cómo no la vi?
Salí y el dueño del taller vio mis lágrimas. Tenía una mirada vacilante. Se acercó y me dio un abrazo y esperó hasta que sintió que todo estaba bien. Al ver que no me aparté, se relajó y dijo: “Ya sé, siempre sucede después de que ya pasó. Así son las cosas”. Me abrazó por un buen rato.
El impacto rompió la defensa de mi auto y la dirección del suyo, pero también derrumbó las barreras con las que andamos por la vida todos los días. Nos sacó de nuestras cajas de metal y nos condujo hacia las vidas y los brazos del otro, donde experimentamos amabilidad y comunidad, tocándonos de una forma profunda y personal. Aunque hubiera preferido que no hubiera pasado, algo cambió en mí porque esto sucedió.
Cuando llegué a casa, no había nadie. Poco después, escuché que la puerta se abrió y Joe entró. Se me quedó mirando con curiosidad y vi cómo se llenó de alivio.
“Qué bueno que estás bien”, me dijo; parecía sentirse culpable. “Sé que debí haber ido, pero tenía miedo de qué iba a ver”.
“Está bien”, dije. “Entiendo”. Se me acercó para darme un abrazo rápido antes de contarme cómo había estado su día y cómo le había ido en la audición para la ópera. Después se fue a su cuarto y cerró la puerta. Al escuchar el clic, me di cuenta de que a pesar de que nuestra relación había cambiado, aún teníamos una conexión.
Me fui a mi cuarto y me unté pomada sobre el cuello y el costado. Pensé en la joven a la que le había pegado y deseé que su novio le haya dado un masaje en la espalda antes de acostarse a su lado.
Recordé todas las noches de añoranza que había pasado, noches en las que patéticamente había calculado que hasta mis amigas que se quejaban de sus parejas por solo tener sexo una vez al mes tenían alguien con quien hacerlo doce veces al año.
Aunque quiero ese tipo de intimidad física tanto como las demás personas, más que sexo, lo que necesitaba era el contacto. El contacto solidifica algo: una presentación, un saludo, un sentimiento, empatía. Al día siguiente, me seguí preguntando si había alguna forma de experimentar ese tipo de cercanía sin tener que estrellarme con alguien.
Y sucede que la hay. Desde el accidente, me he dado cuenta de que puedo tener muchos más momentos de contacto. Algunas veces el contacto es físico, otras no. Puede ser simplemente intercambiar una sonrisa con un extraño cuando corro en las mañanas o darme el tiempo de mirar a los ojos a la persona que empaca mis cosas en la caja del supermercado. Sucede cuando acaricio a nuestro perro. Y algunos días, incluso, cuando mi propio hijo adolescente recarga su cabeza sobre mi hombro después de un mal día.
Soy vista y tocada. De hecho, la gente parece percatarse de mi presencia más que nunca o tal vez soy yo la que presta más atención a la gente a mi alrededor y estoy más consciente del riesgo de no ver a la persona que está justo frente a mí.
Aunque no lo habría podido predecir, una consecuencia de todo esto es que mi constante necesidad de tener un amante ha disminuido. El tipo de conexión que he aprendido a cultivar desde el accidente no es algo que me saque del apuro mientras llega lo bueno. Es lo bueno.
http://www.nytimes.com/es/2016/11/15/mi-giro-del-aislamiento-a-la-intimidad/?smid=tw-espanol&smtyp=cur

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