Refugio en la Cumbre, doce relatos combinados con la realidad dominicana por Facebook
Capítulo I
VIDEOCLIP ERÓTICO Y PODER DE LA PRENSA
VIDEOCLIP ERÓTICO Y PODER DE LA PRENSA
La puerta estaba entreabierta y los periodistas divisaron a una hermosa joven que se movía de espaldas de un lugar a otro, mostrando sus curvas y sus enormes caderas. Entraron en masa a su habitación provocando que se le congelara la sonrisa, y en ese preciso instante, dos escoltas se interpusieron para evitar cualquier contacto físico con esta chica hija del jefe político regional que cobró interés de la prensa luego de la repercusión en las redes sociales de unas imágenes suyas encabezando un audaz proyecto artístico-musical con un alto componente sexual; donde ella se besaba y simulaba hacer el amor, seguida de la técnica del toqueteo y compases musicales sexy rock.
-¿Son reales el videoclip y las fotos que publican Youtube, Facebook y otros medios sociales?
-¿Lo aprueba su padre?
-¿Qué tan sexy se define?
-¡Háblenos de ese videoclip!
Las preguntas quedaron sin respuesta. La joven salió presurosa de la habitación que desde hacía varios meses ocupaba a cuenta propia en el majestuoso hotel Napolitano de la anchurosa avenida George Washington del malecón de Santo Domingo, atinando sólo a exclamar:
-¡Me han tomado desprevenida! ¡No sé qué decirles!
Tomó el ascensor junto a su seguridad, pretendiendo escabullirse de la batería de periodistas, que no alcanzó a llegar a tiempo al montacargas; sin embargo, no le sería tan fácil lograrlo, pues ellos -casi corriendo- de modo inteligente, tomaron las escaleras y bajaron en tropel, situándose en un dos por tres en la puerta de entrada al elevador, con sus celulares dispuestos en la aplicación de whatsapp para el envío de mensajes a sus respectivos medios informativos; y la joven, que estaba muy nerviosa, ante la imposibilidad de romper el cerco, dijo:
-No quiero referirme a eso, por lo menos ahora.
-¡Oye, tú luces muy asustada! -le gritaron.
– ¿Estás arrepentida? –preguntó otra voz.
-Hablaré en su momento –repitió.
Los periodistas la miraban con desagrado, pero no había nada que hacer, sino esperar. Ella se marchó de prisa, cubriéndose la cara, sollozando, un tanto abochornada, escoltada por un guardaespaldas que mascullaba una palabra obscena, ultrajante, contra un periodista que forcejeaba por llegar a su lado, antes de que montara en su yipeta y desapareciera.
Durante este percance momentáneo, la muchacha cayó en un extraño estado de aturdimiento. Era muy incómodo tener que abandonar el lugar evadiendo esa colmena de reporteros que tenía ante sí, y hasta ese instante no había reparado en el motivo de que estuviera causando tanto trastorno y conmoción entre los miembros de la prensa. La chica pidió al chofer de la yipeta en que viajaba que saliera del malecón y tomara la avenida Bolívar, rumbo a la avenida Sarasota del Mirador Sur, donde pasaría a buscar a su amiga Amparo Díaz, que la esperaba en el café de la plaza Bella Vista Mall, sin que tuviese que bajar de su vehículo; evitando de este modo toparse con otros miembros de la prensa y tener que referirse a un asunto tan particular y de su estricta incumbencia como el videoclip señalado.
-¡Hola Amparo! Espérame a la entrada de la plaza.
-¿Qué ocurre? –preguntó su amiga.
-No puedo desmontarme. Ya te explico en vivo –dijo Yudelka.
-Está bien, no hay problema; pero twittéame, para que me avance algo –replicó Amparo.
Media hora más tarde, estaban juntas. Amparo se montó en el asiento trasero de la yipeta, al lado del guardaespaldas, iniciándose enseguida un diálogo ilustrativo sobre lo ocurrido:
-Una pila de periodistas cayó sobre mí dos horas antes en el hotel, preguntándome sobre el tema del videoclip realizado.
-Ya me imagino el susto que te han dado. ¿Qué te dijeron? -preguntó Amparo.
-Bueno, la verdad es que nada de interés público –expresó. Yudelka.
-De seguro que te están procurando por la parte caliente del videoclip –remachó Amparo.
-De eso no quiero hablar. Es un asunto de mi exclusivo dominio. No me gusta la idea de sentirme perseguida, ni mucho menos la de parecerme a la chica de la novela “El honor perdido de Katharina Blum”-manifestó Yudelka.
-¡Explícate! –exclamó Amparo.
-Es la protagonista de la novela que escribió en el año 1974 el Premio Nobel de Literatura, el alemán Heinrich Böll. Ella era una chica honrada cuyo único delito fue enamorarse de un individuo sospechoso de la comisión de varios delitos como asesinato y secuestro, y que era asediada por una prensa empeñada en exagerar esa relación, incluso acusándola de encubrimiento; viéndose forzada a matar a un periodista que no cejaba en el intento de degradar su honra y causar su inhabilitación moral –ilustró.
-Te entiendo –adujo Amparo.
-No me han faltado ganas, como la Blum, de querer matar un jodido periodista, por su inquisición impertinente e infamante en relación a un videoclip estrictamente artístico, que quieren convertir en algo obsceno, con el propósito de calumniarme –culminó diciendo.
Yudelka Gómez Batista era una hermosa morena, delgada, de 21 años, ojos color violeta, pechos vibrantes, poseedora de una asombrosa composición esquelética que originaba embrujo y fascinación visual. Su amiga Amparo Díaz reconocía en ella mucho talento e inteligencia, pese a su corta edad; y creía que debía de tener suficiente tacto para desenvolverse con la sensatez y ecuanimidad que le reclamaban los momentos difíciles; pero le desagradaba que se expusiera a lo que creía una influencia nociva de su novio Mario Mubarak, un joven de color ligeramente amarronado, de estatura prominente y origen libanés, dedicado a la empresa de la moda y la decoración, a quien le suponía una conexión con el crimen organizado, por su presunta amistad con el ciudadano nicaragüense Orin Clinton Gómez Halford (alias Holi), extraditado hacia los Estados Unidos, luego de sobrevivir en una refriega de mafiosos, conocida como “la matanza de Paya”, que fue la ejecución de seis colombianos en una playa del pueblo de Baní hecha por los jefes supremos del narcotráfico continental por una disputa de mil 300 kilos de cocaína.
Aunque no se había mostrado evidencia clara de que lavara dinero, sus detractores hacían referencia a extraños negocios de Mubarak en Haití, aludiendo a una posible asociación suya al entramado del lucro ilícito, por su amistad con el mentado Holi, y por sus transacciones financieras con otros individuos con inversiones en tiendas de ventas de celulares, en night club y discotecas. Sin embargo, sus amigos lo defendían, diciendo que el muchacho no era más que un fanfarrón de poca monta; que simulaba ostentar dinero por un afán en impresionar a algunas chicas incautas, lo cual se podía comprobar con una investigación somera de sus bienes, para que no hubiera duda de su condición de pequeño burgués engatusador y usuario de bajo consumo en placeres mundanos.
Aun así, por algún boquete del murmullo público, de a poco se deslizaría el susurro de un supuesto nexo suyo con el capo español Arturo del Tiempo Márques, a quien la fiscalía le incautó una lujosa villa y un yate en Casa de Campo, luego de que fuera apresado en España y se le confiscara un alijo de mil 200 kilos de cocaína procedente de territorio dominicano. Ese poderoso narco europeo tenía en su nómina a altos funcionarios civiles y militares, por lo que sólo pudo ser confrontado por la intervención decisiva del gobierno de los Estados Unidos, que forzó a las autoridades judiciales locales a decomisarle también un lujoso edificio de 36 apartamentos, conocido como la Torre Atiemar, ubicado en el sector Esperilla de Santo Domingo, valorado por el Banco de Reservas en 34 millones de dólares.
Otro cuento que se inventó la gente en desmedro de la moral de Mubarak, sostenía que habría sido requerido por un juez panameño como testigo en un juicio que se le seguía a un banquero criollo por lavado de activos en esa nación, y por intentar defraudar a una institución bancaria en Gran Caimán, por una suma de aproximadamente setenta millones de dólares. Sin embargo, él seguiría viajando con frecuencia a esa zona comercial y nunca se publicó alguna noticia, en un medio impreso o digital, dando cuenta de su participación en un juicio o reclamo judicial en Panamá o en cualquier otro punto del istmo caribeño. Por ello, Mubarak -hasta prueba en contrario- no tenía mancha procesal: no sería un hombre probo, ni adinerado, pero había que sindicarlo de pequeño burgués que vivía sin agobio, con una modesta fortuna que residía en la ostentación de algunas joyas adquiridas como regalos de su abuelo, así como de una yipeta con cinco años de uso, bien conservada y lustrada a diario, gracias al servicio generoso de un canillita vecino; además de una sencilla vivienda, que dejó su abuelo de herencia para él y sus hermanos, construida en un amplio solar ubicado en la Avenida Venezuela de la provincia de Santo Domingo, donde añoraban construir una torre de edificios, si algunos de la familia pudiesen conseguir el imprescindible financiamiento bancario.
El interés romántico de Mubarak por Yudelka surgió la noche en que la conoció mientras estaba sentada en una mesa solitaria en la acogedora terraza al aire libre de un espléndido restaurante musical situado en el octavo piso de un hotel de la avenida Sarasota de Santo Domingo. Él mantendría vivo en su pensamiento aquel inolvidable cuadro que describiría muchas veces entre amigos como un singular suceso, cuando la vio luciendo bonitísima, con sus mejillas rosadas encendidas y extrañamente inquieta; aparentando estar agitada y nerviosa, hurgando en una cartera colocada sobre una silla de su mesa, sin que él pudiera adivinar qué cosa se le había extraviado. Supuso que debía de ser muy importante, pero su idea varió cuando la vio a seguidas tomar un cigarrillo y bailotearlo en sus dedos con suma impaciencia, de modo pendular, colocándolo luego en su boca, pero sin una clara disposición a encenderlo. Ahí mismo entendió que el objeto aparentemente perdido no podía ser otro que un encendedor extraviado; y con esa certidumbre…extrajo una cajetilla de fósforos del interior de su chaqueta, se acercó a la mesa donde estaba la chica y le brindó solícito y gentil, un cerillo encendido que aproximó al pitillo que colgaba de las comisuras de sus labios. Ella esbozó una tierna y encogida sonrisa, pero advirtiéndose en sus ojos de violeta un aire suplicante que se venía transformando en una mirada de agradecimiento. Y así a seguidas se expresó:
-¡Gracias, caballero!
“¡Disculpe usted jovencita! Soy yo quien tiene que agradecerle la oportunidad que me brinda de servirla”, dijo él.
Ella con el corazón aún palpitante, exhaló una larga bocanada, mientras volvía a mirarlo plenamente satisfecha y encantada, reiterándole las gracias al amable desconocido. Esa imagen de Yudelka, jamás la olvidaría. Se sintió al momento un hombre afortunado, y hasta entonces…se podía decir que su único pensamiento giraba en torno a ella, de no ser porque un chasquido fugaz, de vidrios rotos sobre sus pies, lo metió en la realidad de la sorpresa y el espanto. Echó un vistazo hacia el lugar de donde provenía el ruido, que vino a ser el estruendo de una botella destrozada, extrañándole que aquel desorden imprevisto fuese originado en una mesa donde resaltaba la presencia de mujeres hermosas y bien vestidas, que les hacían gracias a un individuo que reía a mandíbulas batientes, creyéndose el rey de aquel ambiente festivo, donde abundaba la champaña y descollaba un frasco de whisky etiqueta azul.
Por la mente de Mubarak cruzó la idea de llamarles la atención a los desconocidos vecinos, pero al notar que era disparada sobre ellos una lluvia de flashes, desde las cámaras fotográficas de varios francotiradores de la prensa que exhibían gafetes de reporteros gráficos en sus chaquetas, celulares activos a manos y estuches de sus equipos colgando en sus hombros, desistió del intento de reclamo, entendiendo que no valía la pena pelearse con gente de la farándula; pero aun así, con todo y esa firme decisión, se le dificultó creer que aquel hombrecito osado y fortachón, que dominaba el escenario con su reír estruendoso y su apariencia faraónica, fuese un artista del celuloide. Más bien, a primera vista, le parecía un luchador fuera del ring, y esa apreciación cobró mayor intensidad al reparar en las bíceps alteradas y en los tatuajes inmensos dibujados en sus antebrazos que delataban la personalidad conflictiva de aquel extraño personaje que estaba muy lejos de situarse a la altura de un pequeño ídolo de la canción tan prudente y sobrio –para citar un ejemplo- como el nuevo rey del merengue, el torito Héctor Acosta; aunque sí pudiera tener un excelente contendor en el rapero urbano Vakeró, por los exagerados dibujos en sus brazos, entre ellos el grabado con la imagen tierna de su ex esposa, la también vocalista popular, Martha Heredia, condenada a siete años de prisión por tráfico de cocaína. En ese pensamiento estaba Mubarak cuando fue interrumpido por la voz dulce y melódica de su nueva y bella compañera, quien lo retornó a la realidad, diciéndole:
-¡No se alarme! ¡No se altere! Venga, siéntese conmigo un momento. Está muy pálido. Quiero decirle que esas chicas del desorden de la botella rota son megadivas y presentadoras de televisión, que se están divirtiendo en grande en compañía de ese paganini desconocido.
-Le agradezco la información. De veras que sí. Pero no creas que me he sentido asustado por la botella rota, aunque pudo haberme golpeado o herido. Tampoco he sido deslumbrado por las sonrisas endiabladas de las chicas. Lo que estoy es un poco impresionado, un tanto molesto por la bulla que se ha hecho en esa mesa; aunque ningún sentimiento se compara con la curiosidad que me despiertan los tatuajes de ese hombrecito derrochador, al que usted ha llamado paganini –dijo Mubarak.
-Nunca lo había visto hasta ahora –expresó ella-. De seguro que lo hubiese recordado fácilmente por esos dibujos que muestra. A las chicas sí las había visto antes; pertenecen a un grupo de entusiastas bebedoras, que son conocidas como las champañeras.
Continuaron dialogado con animación y cortesía, sin volver más sus miradas hacia la mesa vecina, y con el paso de las horas se fue afianzando entre ellos una simpatía creciente, olvidados ambos plenamente del incidente de la champaña rota, enfatizando su plática sobre música y cine, sobre el deporte y la copa América del fútbol, sobre el beisbol de las grandes ligas y los tres mil hits de Alex Rodríguez; y sobre los avances de la ciencia de la salud y su repercusión en el beisbol, tras el resultado impresionante del trasplante de células madres en el brazo biónico del pitcher altamireño Bartolo Colón, un milagro de la avanzada tecnología médica que dio fortaleza y energía a sus articulaciones, permitiéndole un regreso triunfante en el juego de pelota.
Al final de la noche, cuando ya había cesado la diversión y los clientes marchaban, quedando el bar prácticamente solitario, bajo el influjo de una música romántica de rap instrumental, siguieron un buen rato encandilado, colmándose de ternura, susurrándose en los oídos y con sus labios enredados en unos besos suaves y prolongados. Durante esa noche y todavía unos días después, se olvidaron de la cara traviesa y de los tatuajes del mentado paganini, hasta que una mañana de un sábado de julio, el rostro de aquel hombre estaba en la primera página de todos los diarios grandes y pequeños, encabezando los titulares de los noticiarios de televisión, teniendo la supremacía en las noticias y el primer lugar en las anécdotas que se filtraban por las redes sociales; tanto Yudelka como Mubarak lo recordarían no sólo por su cara de diablillo perturbador, sino también por sus bíceps imponentes, y sobre todo, por sus tatuajes inequívocos. En las noticias era señalado no como un hombre de la farándula, sino como el mayor traficante de cocaína, el Pablo Escobar del Caribe, que había sido detenido junto a su amante en las afueras de un centro comercial del sector de Santurce, en San Juan, Puerto Rico. El capo boricua fue identificado por los nombres de Junior Cápsula y David Figueroa, quien se habría fugado de una cárcel de máxima seguridad de la isla del encanto, donde guardó prisión por un tiempo, radicándose en su huida en suelo dominicano, desde donde lideró hasta su apresamiento el crimen organizado.
Mubarak y Yudelka dieron seguimiento ininterrumpido a las variadas noticias sobre la aparatosa captura del capo hecha por la DEA con el apoyo del FBI y la policía, estuvieron al tanto de la complicidad con el capo en materia de lavado de funcionarios y altas figuras de los sectores castrenses, inmobiliarios y artísticos; especialmente a partir de la divulgación de una serie de nombres sonoros de modelos y reinas de belleza, con quienes labró una amistad que se sustentó en costosos y comprometedores regalos que serían la prueba irrefutable del siniestro lavado de activos que dirigió en su momento y por el cual cayeron presos y fueron enjuiciados también algunos de sus favorecidos. “¡A lo que nada nos cuesta, hagámosle fiesta!”, sería al parecer el slogan que usó este derrochador de dinero y dador de vehículos, apartamentos y relojes de lujo, que en su aparente generosidad incluyó el brindis de recursos materiales para pagar algunas operaciones quirúrgicas en los rostros, los pechos y las caderas de varias modelos y divas que recibieron sus favores, entre las que hubo artistas criollas. Yudelka y Mubarak, en sus primeros encuentros, evocaron las imágenes de las megadivas del restaurant, mientras sazonaban el inicio de una relación ardiente, intensa, maravillosa, deliciosa, sostenida, que se hizo frecuente en las idas furtivas a los moteles ubicados en los extremos de la ciudad, en las comunidades de San Isidro y Manoguayabo, donde acudían sin mayores compromisos, porque ella rehuía una relación formal, creyendo que Mubarak sólo era bueno para una aventura pasajera, para el goce carnal momentáneo, y bajo ningún motivo para el compromiso matrimonial, entendiendo que una relación abierta con él posiblemente disgustaría y entristecería a su familia, ya que hubiese bastado tratarlo un poquito para advertir su irrefrenable adición al crack, que se manifestaba en sus dilatadas pupilas, en su permanente boca seca, en las huellas de quemaduras propias del fumador plasmadas en sus dedos, y en su tendencia a la depresión y al trastorno explosivo de su personalidad. Y por ello se empeñaba en ocultar aquel noviazgo asegurando que no era más que un amigo casual, y sobre esa base fue que se citaban mayormente para visitar moteles, siendo ella muy exigente escogiendo aquellos que tuvieran buenas instalaciones de jacuzzis, muebles, camas y servicios confiables, con higiene comprobable, para no exponerse a las enfermedades que pudieran contraerse en esos lugares. Fue así que muchas veces hicieron el amor dentro de su propio vehículo estacionado en el garaje de cualquier motel, con el cuidado de dejar abierta alguna ventanilla para no absorber el letal monóxido de carbono en perjuicio de su salud. Era excitante hacer el amor de esa manera, pues en ese ambiente se encontraba una poderosa energía que aumentaba su alegría y fervor, siendo ellos los protagonistas de su propia película sexual.
Capítulo II
CLAUSTRO EN LA HACIENDA
La señora Aura Collado Rodríguez se encontraba en la pequeña habitación al final del pasillo. Desde temprana mañana, estaba allí pensativa y angustiada por el escándalo que tocó la figura conflictiva y sensual de su nieta Yudelka, debido a la masiva difusión por YouTube y Facebook de un cortometraje tipo videoclip de contenido erótico picante que habría conmocionado y puesto en jaque la relación con su padre, el gobernante Fausto Gómez. El video era una combinación de bachata rock y erotismo, en un contexto encantorio de imágenes sonoras danzantes. Era una película animada de escenas amatorias arriesgadas y candentes, toda ella narrada por testigos separados que ofrecieron testimonios revestidos de verosimilitud incuestionable, recreando el morbo colectivo por la desenfadada exposición de la desnudez de la chica, aireada y difundida por las redes sociales donde se registraba cada detalle y su impacto social.
-¿Son reales el videoclip y las fotos que publican Youtube, Facebook y otros medios sociales?
-¿Lo aprueba su padre?
-¿Qué tan sexy se define?
-¡Háblenos de ese videoclip!
Las preguntas quedaron sin respuesta. La joven salió presurosa de la habitación que desde hacía varios meses ocupaba a cuenta propia en el majestuoso hotel Napolitano de la anchurosa avenida George Washington del malecón de Santo Domingo, atinando sólo a exclamar:
-¡Me han tomado desprevenida! ¡No sé qué decirles!
Tomó el ascensor junto a su seguridad, pretendiendo escabullirse de la batería de periodistas, que no alcanzó a llegar a tiempo al montacargas; sin embargo, no le sería tan fácil lograrlo, pues ellos -casi corriendo- de modo inteligente, tomaron las escaleras y bajaron en tropel, situándose en un dos por tres en la puerta de entrada al elevador, con sus celulares dispuestos en la aplicación de whatsapp para el envío de mensajes a sus respectivos medios informativos; y la joven, que estaba muy nerviosa, ante la imposibilidad de romper el cerco, dijo:
-No quiero referirme a eso, por lo menos ahora.
-¡Oye, tú luces muy asustada! -le gritaron.
– ¿Estás arrepentida? –preguntó otra voz.
-Hablaré en su momento –repitió.
Los periodistas la miraban con desagrado, pero no había nada que hacer, sino esperar. Ella se marchó de prisa, cubriéndose la cara, sollozando, un tanto abochornada, escoltada por un guardaespaldas que mascullaba una palabra obscena, ultrajante, contra un periodista que forcejeaba por llegar a su lado, antes de que montara en su yipeta y desapareciera.
Durante este percance momentáneo, la muchacha cayó en un extraño estado de aturdimiento. Era muy incómodo tener que abandonar el lugar evadiendo esa colmena de reporteros que tenía ante sí, y hasta ese instante no había reparado en el motivo de que estuviera causando tanto trastorno y conmoción entre los miembros de la prensa. La chica pidió al chofer de la yipeta en que viajaba que saliera del malecón y tomara la avenida Bolívar, rumbo a la avenida Sarasota del Mirador Sur, donde pasaría a buscar a su amiga Amparo Díaz, que la esperaba en el café de la plaza Bella Vista Mall, sin que tuviese que bajar de su vehículo; evitando de este modo toparse con otros miembros de la prensa y tener que referirse a un asunto tan particular y de su estricta incumbencia como el videoclip señalado.
-¡Hola Amparo! Espérame a la entrada de la plaza.
-¿Qué ocurre? –preguntó su amiga.
-No puedo desmontarme. Ya te explico en vivo –dijo Yudelka.
-Está bien, no hay problema; pero twittéame, para que me avance algo –replicó Amparo.
Media hora más tarde, estaban juntas. Amparo se montó en el asiento trasero de la yipeta, al lado del guardaespaldas, iniciándose enseguida un diálogo ilustrativo sobre lo ocurrido:
-Una pila de periodistas cayó sobre mí dos horas antes en el hotel, preguntándome sobre el tema del videoclip realizado.
-Ya me imagino el susto que te han dado. ¿Qué te dijeron? -preguntó Amparo.
-Bueno, la verdad es que nada de interés público –expresó. Yudelka.
-De seguro que te están procurando por la parte caliente del videoclip –remachó Amparo.
-De eso no quiero hablar. Es un asunto de mi exclusivo dominio. No me gusta la idea de sentirme perseguida, ni mucho menos la de parecerme a la chica de la novela “El honor perdido de Katharina Blum”-manifestó Yudelka.
-¡Explícate! –exclamó Amparo.
-Es la protagonista de la novela que escribió en el año 1974 el Premio Nobel de Literatura, el alemán Heinrich Böll. Ella era una chica honrada cuyo único delito fue enamorarse de un individuo sospechoso de la comisión de varios delitos como asesinato y secuestro, y que era asediada por una prensa empeñada en exagerar esa relación, incluso acusándola de encubrimiento; viéndose forzada a matar a un periodista que no cejaba en el intento de degradar su honra y causar su inhabilitación moral –ilustró.
-Te entiendo –adujo Amparo.
-No me han faltado ganas, como la Blum, de querer matar un jodido periodista, por su inquisición impertinente e infamante en relación a un videoclip estrictamente artístico, que quieren convertir en algo obsceno, con el propósito de calumniarme –culminó diciendo.
Yudelka Gómez Batista era una hermosa morena, delgada, de 21 años, ojos color violeta, pechos vibrantes, poseedora de una asombrosa composición esquelética que originaba embrujo y fascinación visual. Su amiga Amparo Díaz reconocía en ella mucho talento e inteligencia, pese a su corta edad; y creía que debía de tener suficiente tacto para desenvolverse con la sensatez y ecuanimidad que le reclamaban los momentos difíciles; pero le desagradaba que se expusiera a lo que creía una influencia nociva de su novio Mario Mubarak, un joven de color ligeramente amarronado, de estatura prominente y origen libanés, dedicado a la empresa de la moda y la decoración, a quien le suponía una conexión con el crimen organizado, por su presunta amistad con el ciudadano nicaragüense Orin Clinton Gómez Halford (alias Holi), extraditado hacia los Estados Unidos, luego de sobrevivir en una refriega de mafiosos, conocida como “la matanza de Paya”, que fue la ejecución de seis colombianos en una playa del pueblo de Baní hecha por los jefes supremos del narcotráfico continental por una disputa de mil 300 kilos de cocaína.
Aunque no se había mostrado evidencia clara de que lavara dinero, sus detractores hacían referencia a extraños negocios de Mubarak en Haití, aludiendo a una posible asociación suya al entramado del lucro ilícito, por su amistad con el mentado Holi, y por sus transacciones financieras con otros individuos con inversiones en tiendas de ventas de celulares, en night club y discotecas. Sin embargo, sus amigos lo defendían, diciendo que el muchacho no era más que un fanfarrón de poca monta; que simulaba ostentar dinero por un afán en impresionar a algunas chicas incautas, lo cual se podía comprobar con una investigación somera de sus bienes, para que no hubiera duda de su condición de pequeño burgués engatusador y usuario de bajo consumo en placeres mundanos.
Aun así, por algún boquete del murmullo público, de a poco se deslizaría el susurro de un supuesto nexo suyo con el capo español Arturo del Tiempo Márques, a quien la fiscalía le incautó una lujosa villa y un yate en Casa de Campo, luego de que fuera apresado en España y se le confiscara un alijo de mil 200 kilos de cocaína procedente de territorio dominicano. Ese poderoso narco europeo tenía en su nómina a altos funcionarios civiles y militares, por lo que sólo pudo ser confrontado por la intervención decisiva del gobierno de los Estados Unidos, que forzó a las autoridades judiciales locales a decomisarle también un lujoso edificio de 36 apartamentos, conocido como la Torre Atiemar, ubicado en el sector Esperilla de Santo Domingo, valorado por el Banco de Reservas en 34 millones de dólares.
Otro cuento que se inventó la gente en desmedro de la moral de Mubarak, sostenía que habría sido requerido por un juez panameño como testigo en un juicio que se le seguía a un banquero criollo por lavado de activos en esa nación, y por intentar defraudar a una institución bancaria en Gran Caimán, por una suma de aproximadamente setenta millones de dólares. Sin embargo, él seguiría viajando con frecuencia a esa zona comercial y nunca se publicó alguna noticia, en un medio impreso o digital, dando cuenta de su participación en un juicio o reclamo judicial en Panamá o en cualquier otro punto del istmo caribeño. Por ello, Mubarak -hasta prueba en contrario- no tenía mancha procesal: no sería un hombre probo, ni adinerado, pero había que sindicarlo de pequeño burgués que vivía sin agobio, con una modesta fortuna que residía en la ostentación de algunas joyas adquiridas como regalos de su abuelo, así como de una yipeta con cinco años de uso, bien conservada y lustrada a diario, gracias al servicio generoso de un canillita vecino; además de una sencilla vivienda, que dejó su abuelo de herencia para él y sus hermanos, construida en un amplio solar ubicado en la Avenida Venezuela de la provincia de Santo Domingo, donde añoraban construir una torre de edificios, si algunos de la familia pudiesen conseguir el imprescindible financiamiento bancario.
El interés romántico de Mubarak por Yudelka surgió la noche en que la conoció mientras estaba sentada en una mesa solitaria en la acogedora terraza al aire libre de un espléndido restaurante musical situado en el octavo piso de un hotel de la avenida Sarasota de Santo Domingo. Él mantendría vivo en su pensamiento aquel inolvidable cuadro que describiría muchas veces entre amigos como un singular suceso, cuando la vio luciendo bonitísima, con sus mejillas rosadas encendidas y extrañamente inquieta; aparentando estar agitada y nerviosa, hurgando en una cartera colocada sobre una silla de su mesa, sin que él pudiera adivinar qué cosa se le había extraviado. Supuso que debía de ser muy importante, pero su idea varió cuando la vio a seguidas tomar un cigarrillo y bailotearlo en sus dedos con suma impaciencia, de modo pendular, colocándolo luego en su boca, pero sin una clara disposición a encenderlo. Ahí mismo entendió que el objeto aparentemente perdido no podía ser otro que un encendedor extraviado; y con esa certidumbre…extrajo una cajetilla de fósforos del interior de su chaqueta, se acercó a la mesa donde estaba la chica y le brindó solícito y gentil, un cerillo encendido que aproximó al pitillo que colgaba de las comisuras de sus labios. Ella esbozó una tierna y encogida sonrisa, pero advirtiéndose en sus ojos de violeta un aire suplicante que se venía transformando en una mirada de agradecimiento. Y así a seguidas se expresó:
-¡Gracias, caballero!
“¡Disculpe usted jovencita! Soy yo quien tiene que agradecerle la oportunidad que me brinda de servirla”, dijo él.
Ella con el corazón aún palpitante, exhaló una larga bocanada, mientras volvía a mirarlo plenamente satisfecha y encantada, reiterándole las gracias al amable desconocido. Esa imagen de Yudelka, jamás la olvidaría. Se sintió al momento un hombre afortunado, y hasta entonces…se podía decir que su único pensamiento giraba en torno a ella, de no ser porque un chasquido fugaz, de vidrios rotos sobre sus pies, lo metió en la realidad de la sorpresa y el espanto. Echó un vistazo hacia el lugar de donde provenía el ruido, que vino a ser el estruendo de una botella destrozada, extrañándole que aquel desorden imprevisto fuese originado en una mesa donde resaltaba la presencia de mujeres hermosas y bien vestidas, que les hacían gracias a un individuo que reía a mandíbulas batientes, creyéndose el rey de aquel ambiente festivo, donde abundaba la champaña y descollaba un frasco de whisky etiqueta azul.
Por la mente de Mubarak cruzó la idea de llamarles la atención a los desconocidos vecinos, pero al notar que era disparada sobre ellos una lluvia de flashes, desde las cámaras fotográficas de varios francotiradores de la prensa que exhibían gafetes de reporteros gráficos en sus chaquetas, celulares activos a manos y estuches de sus equipos colgando en sus hombros, desistió del intento de reclamo, entendiendo que no valía la pena pelearse con gente de la farándula; pero aun así, con todo y esa firme decisión, se le dificultó creer que aquel hombrecito osado y fortachón, que dominaba el escenario con su reír estruendoso y su apariencia faraónica, fuese un artista del celuloide. Más bien, a primera vista, le parecía un luchador fuera del ring, y esa apreciación cobró mayor intensidad al reparar en las bíceps alteradas y en los tatuajes inmensos dibujados en sus antebrazos que delataban la personalidad conflictiva de aquel extraño personaje que estaba muy lejos de situarse a la altura de un pequeño ídolo de la canción tan prudente y sobrio –para citar un ejemplo- como el nuevo rey del merengue, el torito Héctor Acosta; aunque sí pudiera tener un excelente contendor en el rapero urbano Vakeró, por los exagerados dibujos en sus brazos, entre ellos el grabado con la imagen tierna de su ex esposa, la también vocalista popular, Martha Heredia, condenada a siete años de prisión por tráfico de cocaína. En ese pensamiento estaba Mubarak cuando fue interrumpido por la voz dulce y melódica de su nueva y bella compañera, quien lo retornó a la realidad, diciéndole:
-¡No se alarme! ¡No se altere! Venga, siéntese conmigo un momento. Está muy pálido. Quiero decirle que esas chicas del desorden de la botella rota son megadivas y presentadoras de televisión, que se están divirtiendo en grande en compañía de ese paganini desconocido.
-Le agradezco la información. De veras que sí. Pero no creas que me he sentido asustado por la botella rota, aunque pudo haberme golpeado o herido. Tampoco he sido deslumbrado por las sonrisas endiabladas de las chicas. Lo que estoy es un poco impresionado, un tanto molesto por la bulla que se ha hecho en esa mesa; aunque ningún sentimiento se compara con la curiosidad que me despiertan los tatuajes de ese hombrecito derrochador, al que usted ha llamado paganini –dijo Mubarak.
-Nunca lo había visto hasta ahora –expresó ella-. De seguro que lo hubiese recordado fácilmente por esos dibujos que muestra. A las chicas sí las había visto antes; pertenecen a un grupo de entusiastas bebedoras, que son conocidas como las champañeras.
Continuaron dialogado con animación y cortesía, sin volver más sus miradas hacia la mesa vecina, y con el paso de las horas se fue afianzando entre ellos una simpatía creciente, olvidados ambos plenamente del incidente de la champaña rota, enfatizando su plática sobre música y cine, sobre el deporte y la copa América del fútbol, sobre el beisbol de las grandes ligas y los tres mil hits de Alex Rodríguez; y sobre los avances de la ciencia de la salud y su repercusión en el beisbol, tras el resultado impresionante del trasplante de células madres en el brazo biónico del pitcher altamireño Bartolo Colón, un milagro de la avanzada tecnología médica que dio fortaleza y energía a sus articulaciones, permitiéndole un regreso triunfante en el juego de pelota.
Al final de la noche, cuando ya había cesado la diversión y los clientes marchaban, quedando el bar prácticamente solitario, bajo el influjo de una música romántica de rap instrumental, siguieron un buen rato encandilado, colmándose de ternura, susurrándose en los oídos y con sus labios enredados en unos besos suaves y prolongados. Durante esa noche y todavía unos días después, se olvidaron de la cara traviesa y de los tatuajes del mentado paganini, hasta que una mañana de un sábado de julio, el rostro de aquel hombre estaba en la primera página de todos los diarios grandes y pequeños, encabezando los titulares de los noticiarios de televisión, teniendo la supremacía en las noticias y el primer lugar en las anécdotas que se filtraban por las redes sociales; tanto Yudelka como Mubarak lo recordarían no sólo por su cara de diablillo perturbador, sino también por sus bíceps imponentes, y sobre todo, por sus tatuajes inequívocos. En las noticias era señalado no como un hombre de la farándula, sino como el mayor traficante de cocaína, el Pablo Escobar del Caribe, que había sido detenido junto a su amante en las afueras de un centro comercial del sector de Santurce, en San Juan, Puerto Rico. El capo boricua fue identificado por los nombres de Junior Cápsula y David Figueroa, quien se habría fugado de una cárcel de máxima seguridad de la isla del encanto, donde guardó prisión por un tiempo, radicándose en su huida en suelo dominicano, desde donde lideró hasta su apresamiento el crimen organizado.
Mubarak y Yudelka dieron seguimiento ininterrumpido a las variadas noticias sobre la aparatosa captura del capo hecha por la DEA con el apoyo del FBI y la policía, estuvieron al tanto de la complicidad con el capo en materia de lavado de funcionarios y altas figuras de los sectores castrenses, inmobiliarios y artísticos; especialmente a partir de la divulgación de una serie de nombres sonoros de modelos y reinas de belleza, con quienes labró una amistad que se sustentó en costosos y comprometedores regalos que serían la prueba irrefutable del siniestro lavado de activos que dirigió en su momento y por el cual cayeron presos y fueron enjuiciados también algunos de sus favorecidos. “¡A lo que nada nos cuesta, hagámosle fiesta!”, sería al parecer el slogan que usó este derrochador de dinero y dador de vehículos, apartamentos y relojes de lujo, que en su aparente generosidad incluyó el brindis de recursos materiales para pagar algunas operaciones quirúrgicas en los rostros, los pechos y las caderas de varias modelos y divas que recibieron sus favores, entre las que hubo artistas criollas. Yudelka y Mubarak, en sus primeros encuentros, evocaron las imágenes de las megadivas del restaurant, mientras sazonaban el inicio de una relación ardiente, intensa, maravillosa, deliciosa, sostenida, que se hizo frecuente en las idas furtivas a los moteles ubicados en los extremos de la ciudad, en las comunidades de San Isidro y Manoguayabo, donde acudían sin mayores compromisos, porque ella rehuía una relación formal, creyendo que Mubarak sólo era bueno para una aventura pasajera, para el goce carnal momentáneo, y bajo ningún motivo para el compromiso matrimonial, entendiendo que una relación abierta con él posiblemente disgustaría y entristecería a su familia, ya que hubiese bastado tratarlo un poquito para advertir su irrefrenable adición al crack, que se manifestaba en sus dilatadas pupilas, en su permanente boca seca, en las huellas de quemaduras propias del fumador plasmadas en sus dedos, y en su tendencia a la depresión y al trastorno explosivo de su personalidad. Y por ello se empeñaba en ocultar aquel noviazgo asegurando que no era más que un amigo casual, y sobre esa base fue que se citaban mayormente para visitar moteles, siendo ella muy exigente escogiendo aquellos que tuvieran buenas instalaciones de jacuzzis, muebles, camas y servicios confiables, con higiene comprobable, para no exponerse a las enfermedades que pudieran contraerse en esos lugares. Fue así que muchas veces hicieron el amor dentro de su propio vehículo estacionado en el garaje de cualquier motel, con el cuidado de dejar abierta alguna ventanilla para no absorber el letal monóxido de carbono en perjuicio de su salud. Era excitante hacer el amor de esa manera, pues en ese ambiente se encontraba una poderosa energía que aumentaba su alegría y fervor, siendo ellos los protagonistas de su propia película sexual.
Capítulo II
CLAUSTRO EN LA HACIENDA
La señora Aura Collado Rodríguez se encontraba en la pequeña habitación al final del pasillo. Desde temprana mañana, estaba allí pensativa y angustiada por el escándalo que tocó la figura conflictiva y sensual de su nieta Yudelka, debido a la masiva difusión por YouTube y Facebook de un cortometraje tipo videoclip de contenido erótico picante que habría conmocionado y puesto en jaque la relación con su padre, el gobernante Fausto Gómez. El video era una combinación de bachata rock y erotismo, en un contexto encantorio de imágenes sonoras danzantes. Era una película animada de escenas amatorias arriesgadas y candentes, toda ella narrada por testigos separados que ofrecieron testimonios revestidos de verosimilitud incuestionable, recreando el morbo colectivo por la desenfadada exposición de la desnudez de la chica, aireada y difundida por las redes sociales donde se registraba cada detalle y su impacto social.
Fausto llegó silencioso a la mencionada habitación, desaliñado y con una barba incipiente de dos días sin afeitar. Entró vestido con piyama hasta la rodilla, calcetas blancas y zapatillas negras con adornos deportivos de guantes de beisbol. Saludó afectivamente a su madre, que estaba cansada e insomne recostada frente al monitor del computador, viendo desde temprana mañana el mentado videoclip en el dispositivo para grabar cintas del televisor conectado en la alcoba y en su propio aparato celular. Lleno de asombro y enfado, se había unido al chequeo de la grabación en la amplia pantalla, pero trascurrido unos dos minutos de dicho examen, se desplomó de angustia en el anchuroso sofá de la recámara, con el llanto reprimido y la tristeza extendida hacia el laberinto por donde una hora más tarde comenzaría el trote de decenas de llorosos burócratas, integrantes de la corte bochinchera y lacayil, que acudirían a la casona, totalmente desorientados, para solidarizarse e informarse de los acontecimientos. Cuando recobró la confianza y la firmeza de espíritu, le dijo a su madre:
“La he mimado muchísimo. No es una mala chica, pero hay que enderezarla”.
Y Aura respondió: “Creo que es tiempo de que ella busque su pareja adecuada”.
Ambos callaron. Estaban experimentando con inclemente espanto aquella experiencia de infelicidad y tristeza. Era difícil sobreponerse al decaimiento anímico que les afectaba, aunque eran parte de una familia de fuerte carácter y esta no era la primera vez que pasaban por un mal momento al que debían imponerse con un criterio claro de “poner a mal tiempo buena cara”, como aconsejaba la filosofía del buen vivir. Fausto Gómez Collado era un mulato maduro, de 62 años, relativamente apuesto, alto, con vientre permanentemente enfajado, cabellos y bozo encanecidos; divorciado y con tres hijos: Yudelka, Antonio y Cinthia, de 21, 18 y 14 años. Se caracterizaba por ser extremadamente educado, de firmes convicciones ideológicas y con un buen temperamento para la cosa pública, aun mostrando cierta debilidad en el ámbito familiar. En su juventud, solía tocar la guitarra al mejor estilo de George Harrison, cantante y músico de Los Beatles; y por su afición al rock sinfónico y melodioso, se le consideraba un ser tierno y romántico. Sin embargo, a raíz de su primer revés sentimental, su gusto giró de manera sustancial; primero, hacia la música pop; luego, y con acento inequívoco, hacia el requintar musical de Juan Luis Guerra y Romeo Santos, en la nueva sonoridad bachatera, pero sin renegar jamás de las delicias roqueras de su tiempo de ternura.
Para madre e hijo, la aflicción tocaba nueva vez la puerta familiar, aunque cebándose de manera directa en la persona de la joven Yudelka, pues lo que se había dicho de ella, les mortificaba en la intimidad de sus mentes, tambaleando sus pensamientos, su serenidad y calma. Era parecido a lo que ocurrió con Aura en su juventud; que sintió en carne propia la reducción de su robustez de espíritu, la mengua de su carácter firme y de su consistencia ideológica; pero en esa coyuntura crítica, pudo cerrar todo resquicio al pánico y al terror, poniendo un granito de arena en su cometido de transformar la percepción social sobre su vida, para que no asomara ningún elemento mancilloso que pudiera afectar la probidad de su familia. No había duda de que el afectado mayor de la desmesurada alegría de la joven Yudelka, más que la abuela, era su padre; por ser un político con influencia en una parte de la sociedad, con un nombre que cuidar y con una incidencia en las masas urbanas que debía mantener inalterada, lográndolo a base de una imagen de prudencia y mesura que no debía ser mellada por un nuevo tema en su agenda, como este affaire familiar.
Desde que salió la noticia y hasta ese momento, Aura Collado Rodríguez no había estado con su hijo, y le preocupaba mucho verlo triste y abatido, apoyado al espaldar del sofá, tratando en vano de acomodarse; mientras ella seguía viendo el videoclip sin poder evitar que en su hombro izquierdo sintiera el goteo continuo de un sudor frío que resbalaba de la frente de Fausto, quien estaba atribulado, intranquilo y agitado, convertido en un manojo de nervios. Ella tuvo que chequearlo y animarlo, calibrando su salud durante horas; procurando alguna fórmula efectiva contra el decaimiento, pues ese percance sentimental, como otros que había vivido en el pasado, les provocaban un malestar psicológico y una postración extraordinaria con sudores y alta fiebre incluida.
Finalmente, Aura lo sintió desfallecer en su hombro, tumbado por el sueño, obligado a descansar un largo rato, hasta después del mediodía, cuando sintió que entraba a la habitación el abogado Julio de la Rosa, uno de los principales colaboradores de la administración gubernativa de su hijo, a quien saludó informándole:
-Fausto ya está dormido.
¡Oh, qué pena! –dijo Julio
-Me agarró el vestido y sentí que se desmayaba. Cayó sobre mí aturdido por la pena que le produjo el bullicio del videoclip en Facebook –agregó Aura.
El licenciado Julio de la Rosa era un viejo allegado de la familia. Amigo íntimo del gobernante, también de 62 años; pero de estatura mediana, moreno y grueso; de evidentes rasgos afro antillanos, y por demás señas, licenciado en derecho, abogado de oficio, tenedor de un máster en Gestión Tributaria, realizado en México, y poseedor de un post grado en Tecnologías de la Comunicación Social, de hechura local. Se desempeñaba como primer secretario, designado tras el manifiesto de inauguración del gobierno provincial y fue escogido por su capacidad, su experiencia y su condición de hombre de Estado.
Aura Collado Rodríguez se sintió cómoda en el inicio de este diálogo con este leal colaborador de la gestión administrativa de su hijo, inquiriéndole su parecer sobre la situación creada:
-¿Qué opinión te merece este caso?
Julio se puso pensativo; se le hacía difícil emitir un juicio que pudiera herir la susceptibilidad de la dama, pero tan pronto pudo, frotándose los ojos y ladeando la cabeza para mirarla, dijo:
-No sé, estimada amiga. Es un asunto enojoso que tenemos que afrontar con sumo cuidado, aunque de inmediato tengo la impresión que ello no afectará el curso normal del gobierno provincial.
Durante dos horas hablaron de éste y otros temas conexos, coincidiendo en calificar de insensato e imprudente el comportamiento de la señorita Yudelka Gómez Batista…
-Creo que todo esto es resultado de una vida ausente de ideología y compromiso social; su nieta no ha tenido la menor idea de las consecuencias de sus actos, y las evidencias dicen claramente que ha sido objeto de un seguimiento sutil de parte de los adversarios -aseveró el secretario.
A juicio de Julio de la Rosa los hechos indicaban que detrás del escándalo, de manera soterrada, estaban los adversarios del partido dominante, buscando destrozar la línea de socialización pública impregnada a la acción gubernativa firmemente sostenida para propiciar una afortunada solución a los viejos contratiempos del desarrollo urbano y de los servicios caros y deficientes que se ofrecían a los usuarios. Y se le ocurrió agregar:
“Fausto debe hilar fino, pues no hay duda que detrás de todo esto, está la mano de un adversario que se resiste al cambio social”.
-Hay que hacer algo para sacar el tema de las redes- recomendó Aura Collado Rodríguez.
Como conocía con amplitud la situación, el licenciado Julio de la Rosa estaba de acuerdo en que era necesario apartar el tema farandulero del primer plano noticioso, originando con urgencia una primicia noticiosa novedosa, efectista e impresionante sobre la comunidad, como pudiera ser la rebaja de arbitrios, o la dotación de bombillas a los postes de luz de todas las plazas, parques y avenidas, en el marco de una buena estrategia de iluminación preventiva contra la delincuencia.
-Cuando despierte le informaré tu punto de vista -dijo Aura.
El primer secretario le manifestó que consideraba puntual hacer un encuentro del consejo ejecutivo de la gobernación para encarar el alboroto público. Era un momento en que se necesitaba más que nunca tener claridad de pensamiento y no depender de los vaivenes de las emociones del corazón, que nublan el entendimiento y el buen juicio.
-Bien, apreciada amiga. Urge reconquistar el dominio de la situación y se requiere cabeza fría, sumo cuidado, pues intuimos que ahí hay muchos intereses metidos –argumentó el licenciado Julio Rosa.
Agregó que urgía buscar una solución con la participación de la gente, antes de que esa coyuntura pudiera ser aprovechada por los adversarios para desestabilizar el programa del primer ejecutivo en marcha, suscitando ruidos publicitarios sobre el accionar caprichoso de la tierna y sensual joven Yudelka, quien esa mañana ya había admitido por su cuenta de twitter, no sólo la autenticidad del difundido videoclip, sino también que dio su consentimiento y que la elaboración del mismo fue parte de un proceso de filmación ejecutado por el novio, que abarcó escenas en lugares públicos, de las que se sentía avergonzada y arrepentida, más que por su difusión en sí, por el impacto de su contenido inadecuado entre jóvenes y adolescentes.
De la Rosa se despidió de la señora Aura Collado Rodríguez y montó su vehículo, una yipeta blindada de fabricación americana, color negro. Recorrió de un extremo a otro la ciudad y llegó a su destino: la casona gubernativa, en la avenida Sabana Larga del ensanche Ozama de la provincia de Santo Domingo. Unos minutos después entró a su oficina, donde estuvo trabajando unas tres horas, hasta el atardecer, cuando hizo acto de presencia el doctor Fausto Gómez Collado y convocó a una reunión del Consejo Ejecutivo, con el cual estuvo reunido por espacio de treinta y cinco minutos, que fueron suficientes para establecer el contenido de su alocución por los medios informativos gubernamentales dos horas después, en un discurso que pronunciaría con firmeza y autoridad notables.
El gobernante habló de su desempeño urbanístico-social y de los esfuerzos desplegados para edificar una sólida y moderna estructura tecnológica para iluminar adecuadamente la ciudad, pero obvió referirse de manera directa al sonado caso del videoclip estelarizado por su hija, erigido en el plato del día en la comidilla pública. Tocó sin embargo de soslayo el tema, cuando criticó “el exceso de noticias indeseadas en las redes sociales sobre aspectos que han desdeñado el derecho a la intimidad de las personas, originando desasosiego por el uso perverso e irresponsable de las primicias divulgadas”. Su breve perorata fue de diecisiete minutos… la más breve que se recuerde de un gobernante en el presente siglo. Apenas dedicó ochenta y siete segundos en sugerir un reglamento legislativo para impedir el desborde noticioso en las redes sociales y el uso inadecuado de tecnologías informativas de última generación. El resto de sus palabras plantearon una serie de medidas para encarar los problemas regionales, mencionando un mega proyecto de viviendas para la parte sur de la región, así como la construcción de un parque artificial como el de Hong Kong con instalaciones modernas y un paisaje natural sobre el río Ozama, además de una zonas comercial al norte de la provincia.
Mientras Fausto hablaba, su madre realizaba un gran esfuerzo por prestar atención a sus palabras, pero no pudo evitar la evocación de varios momentos de alegría, y a su vez de gran tristeza en la vida de Fausto, cuando tenía 37 años y estaba en el inicio de su carrera política. Hasta ese momento, sin lugar a duda, lo del videoclip había sido la contante y sonante rodando por los medios informativos, con más énfasis que el angustioso divorcio catorce años atrás, que le costó a Fausto una desolación extrema; pero mientras más atención ponía en escucharlo, con mayor claridad le llegaba el recuerdo de un Fausto relativamente joven, siendo ya un abogado exitoso, con bufete establecido en una de las principales arterias comerciales de la ciudad de Santo Domingo, que había sido cónyuge de la señora Piedad Batista Ventura, con quien procreó dos de sus hijos: Antonio, de 18 años y Cinthia, de 14; y comenzó a criar a Yudelka, hija adoptiva y reconocida por ambos.
Recordaba el momento en que el doctor Fausto Gómez Collado se abría paso dominante como dirigente de una organización política emergente que había calado con los mejores auspicios en los sectores más jóvenes de la población, alcanzando un escaño congresional en la Cámara Legislativa, donde forjaría un nombre político por su excelente historial en la autoría de códigos y normas de la seguridad social, durante dos períodos parlamentarios. Desde entonces la gente lo asumía como el candidato potencial para dirigir el Gobierno de la región, pues su tasa de rechazo para optar por ese cargo era mínima, no teniendo ningún antecedente de tropiezo personal trascendente. Sin embargo, su primer revés no sería en el plano político, sino en la esfera marital, como resultado de una relación disoluta que le causó gran pena familiar. En la ocasión, la madre fue para Fausto Gómez Collado su absoluto consuelo, su consejera y asesora, que lo apartó de la mirada pública, de las recepciones oficiales del Congreso y el Gobierno, de las actividades masivas, manteniéndolo a conveniente y prudente distancia de los electores para evitar que su desánimo se tornara pegadizo y produjera desaliento entre sus más cercanos seguidores.
El restablecimiento de la estabilidad emocional, pudo lograrlo gracias al empeño de su madre; a sus palabras cariñosas, a su recomendación de que se tomara una temporada de descanso fuera del país; y el legislador Fausto Gómez Collado pudo viajar en aquel momento a Francia en una simulada misión legislativa, supuestamente representando su región en una conferencia internacional medioambientalista, donde buscaba en realidad ocultar su estado anímico menoscabado y conseguir un poco de paz y recreación visual.
La medicina efectiva para superar su crisis pasional sería el disfrute de la visión maravillosa de París: las riberas del Sena, El bulevar Saint-Michel, los monumentos de El Arco del Triunfo y la Torre Eiffel, el impresionista Museo del Louvre, las casas de la moda, y el encanto del Bulevar de los Italianos, situado en el noveno distrito de la ciudad del amor y la luz. En su breve paso por Europa llenó cuanto pudo su urgencia de recreo y alegría. En el noroeste de Italia, experimentó el placer de recorrer en góndolas el escultórico Gran Canal de Venecia, cruzando los cuatro puentes que dividen la ciudad en dos partes, desde la estación de Santa Lucía hasta la Plaza de San Marcos, apreciando maravillado cada detalle de esos tesoros arquitectónicos que constituyen un ostentoso atractivo turístico y una efectiva delicia visual. Y a su retorno por la vía de los Estados Unidos, se encaramó a esquiar en las montañas nevadas de Vermont.
Catorce años trascurrieron desde aquellos angustiosos momentos. La señora Aura Collado Rodríguez, sumida en el recuerdo, mientras aplaudía el discurso de la ocasión, estaba haciendo una ponderada analogía, relacionando dos períodos de vivencias diferentes, pero tan parecidos, donde hubo que combinar los componentes curativos de la aflicción y el tormento con el descanso y el recreo. Sentada en un sillón en el grandioso salón de grabaciones de la casona gubernativa recordaba la contienda silenciosa que tuvo que librar cuando su hijo fue legislador, ocurriéndosele pensar en que ahora su gabinete debía inducirlo a tomar un apropiado descanso en el ámbito local; por ejemplo, yendo a la hacienda familiar al norte del país, dejando la sede gubernativa y los asuntos administrativos, durante dos semanas, bajo la directriz del primer secretario, quedando sólo en sus manos el tratamiento de las resoluciones intransferibles. El lugar ideal para el descanso era la hacienda de Villa María, con seis hectáreas de extensión, una antigua herencia familiar situada a 224 kilómetros de la metrópolis capitalina, donde el gobernante podría descansar a sus anchas, con la ventaja para él de que la conocía al dedillo desde niño, porque allí pasó todas las vacaciones de su infancia, y allí había nacido su hermana Charo, además de que era también la cuna de su madre. En el prado y en toda la senda de la carretera, llena de grama y rodeada de árboles, transcurrió para ellos un tiempo inolvidable de alegría y placer.
Muy pronto se materializó el pensamiento de Aura Collado Rodríguez y el licenciado de la Rosa quedó al frente del día a día administrativo, comprometido a cumplir el acostumbrado activismo que el estadista Fausto Gómez Collado había impreso a su calendario de labores con presteza y acierto, de modo especial en lo tocante a la ejecución presupuestaria de los programas de salud comunitaria y seguridad pública regional. Una tarde de mediados de febrero, Julio acompañó y despidió al gobernante y su familia hasta la escalerilla del helicóptero que los transportaría hasta Villa María. Con ellos iban su secretaria personal y dos escoltas civiles. La gran tarea de Julio de la Rosa sería ahora disminuir el ruido del videoclip, que acaparó la atención pública por el protagonismo de la hija del gobernante; y su primer paso fue controlar y reorientar el gasto publicitario oficial, disponiendo el pago adelantado de una promoción sobre la iluminación de las áreas urbanas, que sería un modo exitoso de combatir la delincuencia. También se esforzaría en distraer la atención pública y aminorar la estridencia verbal sobre un asunto superfluo que logró ocupar de manera notoria la palestra pública. Se planteó por igual, en su prioridad esencial, iniciar formalmente los trabajos de edificación de una zona industrial al oeste de la ciudad, compuesta de una fábrica de carrocerías de vehículos y piezas de autos, así como de una industria de electrodomésticos, para crear fuentes de empleos, en función de una promesa de campaña que debía de cumplir. Para su gestión, era prioritario asimismo mantener en los medios informativos una campaña de respaldo al desarrollo del turismo en algunas áreas de la provincia, resaltando además un proyecto hotelero para ser levantado en la zona turística de la parte norte de la región, con lo cual esta actividad económica fortalecería la generación de divisas en euros y dólares en beneficio de la gobernación.
Aquel día a media tarde, Fausto Gómez Collado llegó a la hacienda de Villa María, en compañía de su madre y de sus hijos Antonio y Luisa, que no habían visto aún la remodelación hecha a la casa y los jardines, convertidos en una maravillosa obra de arquitectura por la mente creativa y talentosa del ingeniero y escultor Luigui Guarini, su viejo amigo italiano, que había sido una de las grandes conquistas que había sumado a su gestión gubernativa en materia de asesoría y planificación urbanística. Aura, que nació en la hacienda, la miraba sorprendida, sin reconocerla, y le inquirió a su hijo:
-¡Diablo! ¿Qué es esto?
“¡Bellísima!”, fue su escueta respuesta, y juntos se quedaron contemplando el paisaje.
La casa entera fue diseñada de manera audaz con todas las comodidades del momento. Ubicada en los altos de una colina con una larga entrada de camino asfaltado, con grama a su alrededor y un ancho portón eléctrico, garaje múltiple y en su interior, una sala suntuosa con muebles diversos, los principales de caoba pura; y amplios salones de estar, con vistas a la carretera y al mar. La señora Aura Collado Rodríguez estaba maravillada, especialmente observando la biblioteca digitalizada que era un oasis para el aprendizaje, compuesta por una cantidad enorme de libros digitales, un televisor pantalla gigante, con múltiples videos y enciclopedias digitales, en formato PDF, y un espacio cibernético, integrado por lectores digitales, mesas con laptops y gadgets de lectura; además de un mueble guardador de videos y chips.
A las 7:00 de la noche, cayendo el atardecer, Fausto y sus hijos, asociaron sus miradas contemplando fascinados el horizonte por donde se avistaba una espesura armoniosa con un encanto particular en la cúspide de la colina. Miraban hacia allá por el área donde resaltaba la jardinería de rosas amarillas, blancas y moradas, y por donde sus pupilas danzantes sentían la alegre imagen de la primavera eterna trillando sus ojos, alrededor de la vistosa casa campestre hecha en base a una insuperable combinación de planos y volúmenes, con estilos clásicos y modernos, sustentados en avanzadas técnicas que conjugaron aspectos decorativos y monumentales en madera, caoba, mármol, cerámica y vidriería.
En esa tarea de contemplación, que siguió hasta bien entrada la noche, Aura Collado Rodríguez sintió que una tierna melancolía mecía su pensamiento, y en su memoria aún atascada de tristeza, se desnudaba la intimidad de la conciencia, apareciendo el grabado ilustrado de una niña de talento asombroso contemplando seis décadas atrás, una infinidad de golondrinas, descendiendo en la lejanía, mientras caían en el campo reverdecido de palmeras, almendras y framboyanes. Era la visión de sí misma, en ese lugar exacto, pero en una época bien atrás. Era la nostalgia y la reminiscencia, invocando vivamente un tiempo lejano; era el reencuentro con la niñez en la antigua casona de madera de palma, techo de zinc y piso de cemento, construida por su abuelo Luis Rodríguez en seis hectáreas de tierra baldía, donde aparte de las aves silvestres y los puercos cimarrones que penetraban en el lugar, apenas se podían contar una vaca demacrada y envejecida, más ocho gallinas y dos gallos domésticos. En su mente estaba el vivo recuerdo de aquel domicilio alzado casualmente en la época en que los infantes de la marina estadounidense invadieron esas y otras tierras, y sus soldados las aprovecharon para construir el ferrocarril y un puente de vigas metálicas sobre el río de la comunidad de Hojas Anchas. Ella nació allí, del vientre de María Rodríguez, una bella morena de origen haitiano nativa de un pueblito cercano llamado El Limón, que llegó al lugar embarazada y murió aún joven asesinada por su marido, dejándola huérfana, atendida por una prima lejana en Villa María.
Fausto se acercó a su madre para despedir la noche, le dio un beso, y volvió sobre sus pasos, deteniéndose en la puerta del dormitorio cuando la escuchó decir:
-Tú y la gente que desfila cortesana para rendir honores a tu cargo, no tienen la menor idea de las penas y desgracias que albergaron este lugar, donde murió baleada tu abuela y un suceso dramático ensombreció mi vida a los catorce años.
Fausto arqueó las cejas y la miró sorprendido. Estaba visiblemente fatigado por las tantas horas sin sueño y por el deseo de dormir; pero aun así, se interesó en escucharla.
-¿De qué me habla mujer?
-Te lo diré luego, hijo. No quiero abusar de ti. No has descansado nada y es justo que tus primeras horas en la hacienda sean para reposar y descansar -dijo Aura Collado Rodríguez.
Hizo una pausa en su nostálgico inventario de subsistencia y encaminó a Fausto Gómez hasta el final del pasillo. En el trayecto sólo se refirió al asunto de la devastación forestal que advirtió en la zona y a la necesidad de llamar con urgencia al Ministerio de Medio Ambiente para que conociera la situación y se abocara a idear un programa para la reconstrucción del campo estragado por la tala de árboles y la extracción de arena del río que se había hecho durante mucho tiempo, provocando un desorden ecológico y una aguda escasez de agua en esa región. Al final de la madrugada, cuando surgió el primer rayo de luz en el horizonte, Aura se levantó tambaleándose, agarrándose de una silla para incorporarse y abrir la ventana; pero alcanzando a disfrutar la puesta del sol, aproximadamente a las cinco de la mañana. Y se mantuvo ahí un buen rato, en un maravilloso y solemne ejercicio de contemplación, hasta que decidió reencontrarse con su nieto Antonio en la casa, para emprender una inspección conjunta sobre el estado real del medio ambiente en la región.
Aura fijó detenidamente sus ojos en la desolación de la carretera y la montaña y recordó la inolvidable época de las vacaciones escolares de Fausto Gómez, el tiempo de su infancia, donde aquel lugar tenía su mayor atractivo en la hilera de árboles de caucho en las aceras, cuyas ramas pasaban de un lado a otro de la autopista, en un hecho contrastante con la desertificación que visualizaba ahora. Se decía a sí misma: “¡Qué tiempos aquellos en que el paisaje armonizaba con los caudalosos ríos cuyas límpidas aguas fluían con movilidad indescriptible! ¡Qué diferencia entre los ríos fluidos y hondos del ayer y los arroyuelos secanos en que éstos se habían convertido por descuido de la clase dirigente y la falta de conciencia de la gente, en menos de 30 años!” En su recuerdo veía a Fausto junto a decenas de niños del campo jugando a la “Gallinita ciega”, a “Arroz con leche” y al “Matarile rile ron”; en pantalones cortos, los chicos, y las hembritas, con sus vestidos de seda y sus trenzas enrolladas. Poco quedaba de la antigua Villa Alegría, apreciándose un pedregal en serie sobre el lecho de lo que una vez fuera el Charco de la India, que iba muriendo junto a la bella leyenda del ser misterioso con rostro de mujer y figura de delfina, zigzagueando en el fondo del río con la gracia de un pez espiga inalcanzable, en un espacio natural para el recreo y la natación humana. En ese momento se veía una playa muerta y seca, con piedras gigantescas y solitarias; sin manglares, ni los verdosos juncos que recreaban a los bañistas y divertían a los niños; era una playa en estado de extinción.
Aura tomó nota mental del secadal y de la necesidad de aumentar la presencia de peces, aves y otros animales domésticos y silvestres, con el fin de poder garantizarle a la gente una vida como Dios manda, tal y como quería que fuere el supremo creador de la naturaleza; y de regreso a la casa, contó a Fausto, que la escuchaba deleitado, todo lo visto; y éste, se sintió orgulloso de tener una madre extraordinaria, sensible y soñadora, que sobreponiéndose al abatimiento familiar, tenía tiempo para tomar nota de la situación de una zona embestida por la alteración del equilibrio ecológico; y comprendió en ese instante, que sus vacaciones allí tendrían un resultado auspicioso, porque ya en su primer día de descanso se sentía mejorado, tras recibir una lección cívica, como efectiva terapia contra el rosario de desgracias que les perseguían.
Capítulo III
PASIONES DESBORDADAS
Aura Collado era la nieta de Luis Rodríguez, un pequeño propietario o campesino afortunado que compró la tierra de Villa María para resguardar el futuro de su hija María Rodríguez, que había sido engendrada en una contrariada y ocasional relación con una inmigrante haitiana que vivió varios años con un estatus migratorio ilegal en la sección El Limón del municipio santiaguero de Villa González; la cual -evitando ser repatriada- regresó al territorio de Haití, dejándole la custodia de la recién nacida, hasta tanto pudiese regularizar su estatus con un visado de residencia. El viejo agricultor tendría entonces unos 73 años y había enviudado mucho tiempo atrás, siendo un hombre solitario que convirtió a su pequeña María en la razón de su vida, ocupándose de criarla y educarla, mientras cultivaba y hacía prosperar una tierra que había sido del ingenio Amistad, adquirida por él en una subasta del Banco Central, durante el proceso de privatización de bienes de la industria del azúcar, realizado por la corporación azucarera dizque para estimular la iniciativa y la inversión privada nacional y extranjera.
Luis Rodríguez se ocupó de la instrucción de su hija y escogió a una prima suya para que la supervisara y monitoreara en los asuntos domésticos y escolares, manteniéndole una estrecha y cuidadosa vigilancia, porque era una adolescente impetuosa, con sus hormonas revueltas, que fue creciendo con desbordante coquetería y exacerbado pudor, convirtiéndose desde los 14 años en una chica muy apetecida entre los hombres de la región por su belleza mulata y por el impulso travieso de una sonrisa magnética que mantenía siempre delineada en sus labios, la cual le fluía de manera espontánea al saludar, poniendo de relieve su inmenso carisma y encanto juvenil. Desde su nacimiento, el agricultor se esforzó en mejorar sus ingresos y en hacer ahorros sustanciosos para garantizarle calidad de vida y un futuro mejor; redoblando por ello la acción agrícola, con una grandiosa cosecha de flores y cítricos en cada verano, que alentaba con su devoción cristiana y con un culto quincenal a la efigie de San Antonio, el santo católico que era su intercesor para conseguirle a su hija un marido amoroso y productivo; fallando en cierto modo en el intento, por la inestabilidad de la chica que desde la adolescencia más remota tuvo amores breves y erráticos, entregándose finalmente a un desconocido suyo, que jamás había oído mencionar, originándole una profunda decepción porque tronchó su deseo de casarla con la bendición sacerdotal.
María Rodríguez huyó del hogar con un joven de San José de Las Matas, que dijo llamarse Manuel de Jesús Collado de la Torre, sin una orientación clara de hacia dónde iba ni de qué viviría, teniendo que regresar a la hacienda más pronto de lo planeado, llevando consigo a su marido; esto fue un día en que su padre estaba en lo alto de la colina, cabalgando un mulo de faena diaria, tras recorrer palmo a palmo la hacienda, supervisando una cosecha de naranjas, cuando su sobrina lo fue a buscar para darle la noticia de que la chica había regresado.
“¡Cómo! ¿Regresó? Estoy cansado de las insensateces de María. Dile que se vaya. Es una ingrata, desvergonzada. No quiero verla ni escuchar pamplinas”, le dijo.
Luis Rodríguez estaba airado, tremolando en su ánimo la ponzoña de un profundo pesar ocasionado por la actuación desafortunada de su hija. Su relación marital era para él una burla al recato que debía mostrar una chica de una familia con vergüenza. Y atrapado por ese confuso sentimiento, por primera vez en su vida rechazó a la hija amada. Su sobrina temblorosa por el asombro y el miedo que originaba su resabio, tartamudeó mientras le explicaba que la pareja había llegado para quedarse, pues traía consigo dos maletas que ella entró en la antigua habitación de María. El viejo dejó sin concluir su tarea de cada mañana, regresó de prisa a la casa encontrándose con el desagradable espectáculo de ver en su sala a un forastero sentado en una butaca, cargando en sus piernas a María, quien abanicaba su rostro con un pedazo de cartón. No pudiendo contener su enojo y con ganas de golpearla, se le acercó y le soltó una fuerte cachetada en su mejilla izquierda, mientras le agarraba el cuello al desconocido que tronchó su ilusión de verla casada como Dios manda, apretándolo con furia descomunal, casi impropia de su edad.
El viejo espetó ásperas palabras de disgusto por la presencia de ambos y les advirtió que sólo muerto podía permitir que el mundanal se asentara en sus predios, voceando a viva voz, amenazando con matarlos a fuerza de cartuchos de escopeta, si se empeñaban en permanecer allí; haciéndoles saber que no le temblaría el pulso si tuviese que disparar su arma de fuego contra quien fuere, porque no iba a tolerar una tomadura de pelo. Así se expresó, aunque en el fondo, el viejo sentía una melancolía aprisionando su corazón, pues su hija era todo para él. No había nada más importante. Era un hombre viudo y prácticamente solo, consciente de que en cualquier momento su única compañía -que era su sobrina-, terminaría marchándose de esas tierras para irse a la casa de su madre, donde les esperaban ella y un fracatán de hermanos.
El joven Manuel de Jesús Collado de la Torre y su mujer, optaron por marcharse sin rechistar por el mismo camino que llegaron a Villa María, regresando con su arrogancia reducida y su moral arrollada por la firme actitud del anciano, que había marcado al joven marido con el mote de ocioso, al no conocérsele profesión ni oficio. El rostro de su hija era un manifiesto de contrariedad y sorpresa, había subestimado a su padre confiada en su ternura y tolerancia, considerándose ser la única persona que podía doblegar su carácter sólido como el acero.
-Lamento que no confíe en mi –le dijo al despedirse.
Pasaron diez meses sin comunicación directa pero el padre estuvo atento a lo que sucedía en la comunidad de Quebrada Honda, a cinco kilómetros de distancia de su hacienda, donde María se había ido a vivir con su marido, experimentando allí apuros económicos inimaginables, enflaqueciendo peligrosamente, faltándole “las tres calientes”, ya que en su nuevo hogar no había de nada; apenas estaban comiendo con dificultad una vez al día, y dormían en un estrecho dormitorio de una casa alquilada por un familiar, donde sólo había espacio para su cama y sus maletas. Su marido no tenía trabajo, llevando demasiado tiempo desocupado y con el espíritu abatido, enclaustrado en aquella habitación. En ese estado de pobreza jamás padecido, María Rodríguez fue preñada; subsistiendo en condición espantosa los dos primeros meses de su embarazo, perdiendo peso vertiginosamente por la falta de apetito y la anemia que puso en riesgo su vida y la de la criatura que estaba en su vientre. Al enterarse, Luis Rodríguez sintió un vértigo de angustia, sabiéndola encinta y en grave situación de peligro; y en demostración elocuente de su afecto, arremansado en su corazón, viajó a Quebrada Honda en su búsqueda; transportándola a la finca e instalándola en la cómoda pieza principal, con todo y marido.
Rápidamente, el médico de la zona, conocido como el doctor Mendoza, se encargó de la chica, visitándola diariamente, poniéndole suero, inyecciones de vitaminas B, y obligándole a tragar un jarabe desagradable pero reconstituyente, para que recuperase el apetito. Y así esa chiquilla frágil y alicaída se preparó físicamente para soportar los rigores de la maternidad con entereza y calma. Una mañana de abril, dos meses después, llegó al mundo una linda bebé que recibió el nombre bautismal de Aura Collado Rodríguez, que vendría a ser la rosa más preciada del jardín, con el destino marcado de convertirse con los años en una mujer poderosa.
El nacimiento de Aura Collado Rodríguez fue la alegría de la Villa. El viejo arreció la labor en el campo levantándose cada madrugada de lunes a viernes a ordeñar sus dos vacas de pura raza, cuyo alimento fue durante un tiempo exclusivo de la madre y la recién nacida, por el agotamiento prematuro de la leche materna. María Rodríguez y su prima fijaron su atención en mantener los pañales limpios y planchados y en bordar sus ropas y zapatos, y Manuel de Jesús Collado comenzó a trabajar en la hacienda, dándole una mano al viejo, levantando las cercas, limpiando los equipos, sembrando las semillas, recogiendo los frutos y en el ordeño diario. También inició la costumbre de regar la jardinería y los árboles cercanos a la casa. La joven pareja comenzó a vivir un tiempo de tranquilidad absoluta desde el nacimiento de Aura en el antiguo caserón, al pie del cerro de la hacienda, próximo a la polvorienta carretera.
Allí solo el viejo estaba inquieto. Tenía 75 años cuando nació Aura y comenzó a preocuparse por darle a la hacienda un manejo productivo. Sin embargo, también le intranquilizaba el haberse enterado de que su yerno tenía una vocación secreta por el juego, asaltándole la duda sobre el destino de la propiedad si cayera en sus manos, ya que pudiera perderse en una apuesta gallística, o en una hipoteca innecesaria. Comprendió entonces que sería un grave error dejar sus predios al azar, al mando de una administración arriesgada, y con esa premonición fija en su pensamiento, quiso poner todo en orden, por si acaso algo pudiera ocurrirle. Y una mañana viajó a Barrabás, sección cercana a sus predios, donde el abogado César Céspedes, con quien hizo los arreglos pertinentes para que a su muerte la hacienda pasara a ser propiedad de su nieta, con el derecho de su madre a ejercer una administración compartida con éste, hasta que la chica cumpliera los 18 años. “La tierra y los bienes de Villa María son intransferibles y sólo se podrán vender o subastar cuando Aura Collado Rodríguez cumpla la mayoría de edad. Hasta entonces serán administrados de modo compartido por María Rodríguez y el abogado notario”, indicó don Luis en el acto notarial registrado por el licenciado César Céspedes.
Aura fue creciendo bajo el cuidado de sus padres y su abuelo; asistió a la escuela a los 3 años de edad, sobresaliendo por su asombrosa capacidad para el aprendizaje. A los cinco años, memorizaba casi todas las capitales y las principales ciudades de los países de los cinco continentes, revelando discernimiento en torno a la Atlántida y sus leyendas, y sus compañeritos de escuela decían que ella era una enciclopedia verbal, recitando los nombres de las aves, de los peces, de los animales mamíferos, de los insectos, y de cada partecita del cuerpo humano. Amaba la pintura y en su adolescencia aprendió a dibujar veleros y bodegones, haciéndolo con una profesionalidad impecable. Conoció asimismo los cuentos clásicos más famosos del mundo, pasando horas enteras declamándolos como poesía en la escuela, o ante su abuelo. Sentía predilección por los relatos árabes “Las mil y una noches” y “Alí Babá y sus cuarenta ladrones”, así como por el famoso “El Gato con Botas”. A los cinco años, Aura distinguió la música clásica de la popular; y según su abuelo, a esa edad también era sensible a la Quinta Sinfonía de Beethoven, la cual aprendió a silbar de memoria frente al televisor cada tarde, viendo sus programas favoritos de muñequitos animados, después de realizar sus tareas escolares. Y a los 13 años ya era bachiller, siendo su abuelo el padrino de su graduación. Pero su vida de alegría varió drásticamente cuando ocurrió su muerte, que recordaría cada día por venir.
Entonces su prima fue la última persona en verlo con vida y la primera en ver su cadáver. Lo encontró muerto debajo de una mata de mango, tirado en el suelo boca arriba, con una mano escarbando en el bolsillo de su camisa…había sido víctima de un ataque al corazón. La chica sufrió desde entonces de continuas pesadillas, soñando que don Luis la invitaba a subir a una nave gigantesca llena de gatos y caballos dorados levitando dentro de un arcoíris de fuego. Era un sueño aterrador y fijo, que estaría repitiendo noche por noche, hasta cinco días después del entierro, cuando una vieja curandera del Sur, que María buscó en la sección El Limón, comenzó un ensalmo curativo dentro del gran espectáculo ritual con invocaciones a la Virgen de los Milagros, en que se convirtió el velatorio.
A la semana del novenario, el doctor César Céspedes, abogado de Villa María, informó a la familia Collado Rodríguez que por disposición de su cliente fenecido, según dejó constar en un acto notarial, la jovencita Aura Collado Rodríguez había sido convertida en heredera absoluta de su hacienda y de sus bienes; decisión que la madre aceptó complacida ya que su única ambición era la felicidad de la chica, su educación y su comodidad. El marido, en cambio, reaccionó con enojo; reprochando la falta de confianza de su extinto suegro, y manifestando frente a su mujer el desaliento que sentía al no poder disponer de esas tierras cuya venta lo hubiese puesto, junto a su familia, camino a la ciudad en busca de un destino mejor.
Con la desaparición del anciano, todo en la hacienda comenzó a complicarse. Manuel de Jesús Collado de la Torre continuaba inconforme, irascible, amurallado de intolerancia, emitiendo insultos y atropellos a su mujer y su hija, cautivo de celos sin fundamento que originaban conflictos y amenazas, hasta que fueron cada vez mayores y la relación marital se convirtió en un tormento irresistible, cediendo paso al rompimiento definitivo, a pocos meses del fallecimiento de Luis Rodríguez. Abandonó la hacienda y a su mujer, y en cierto modo también sus obligaciones paternales, desatendiendo sus deberes de solventar las necesidades económicas y la educación de Aura, quien estaba en pleno dominio de su energía juvenil y quería realizar una carrera universitaria. Sin duda, la obstinación en celar, la sospecha y la suspicacia, mellaron toda posibilidad de restablecer la empatía amorosa entre Manuel de Jesús Collado y María Rodríguez, quien comprendió rápidamente que ya no tenía porvenir con este hombre, poniendo todo su tesón en la prioridad de un proyecto de futuro con su hija. Animada por esa idea, no quiso regresar a la azarosa vida de angustias, daños físicos y morales, que la agobiaron en los últimos meses de su relación marital, que fueron como un siglo de pesares en su vida. Hermosa y atractiva aún, teniendo 30 años de edad, aceptó iniciar un noviazgo respetuoso con un profesor del liceo secundario de la zona que le propuso matrimonio bajo la bendición de la Iglesia.
María salía poco de la hacienda, sólo a misa los domingos en el pueblo más cercano, encontrando en su recorrido por las calles y el parque, la admiración de los hombres que posaban sus miradas maliciosas sobre los duros pechos fermentados por la eternidad del placer, como magia para la virilidad insatisfecha. María pasó cuatro meses felices y en completa calma, un poco preocupada por la falta de recursos para disponer el envío de Aura a una de las universidades de la gran ciudad, a realizar sus estudios en ciencias de la salud. Estaba viviendo de un pequeño negocio de préstamos puntuales a determinados comerciantes amigos, que siempre pagaban sus réditos con atrasos; no recibía un solo centavo de Manuel de Jesús y apenas le entraban unos pesos por concepto de la renta mensual de un criadero de cerdos, pero fue en este tiempo que afortunadamente conoció al agrónomo Mario Santiago Vargas y comenzó a sostener con él un vínculo sentimental afianzado en la comprensión y la ternura, basado en un proyecto matrimonial con fecha fija el 14 de febrero del año siguiente, durante la celebración de la fiesta de San Valentín. María estaba ocupada en sus preparativos matrimoniales y el novio, por su parte, en la compra de mobiliarios y dar apoyo a la educación de Aura, a quien entregó una carta dirigida al inspector regional de Educación, que fue su compañero de aula en la universidad, para que la tomara en cuenta en los programas de becas para maestros, ya que ella había abandonado su sueño de ser médica, queriendo optar por una licenciatura en educación, para oficiar de profesora de la enseñanza primaria.
De su lado, Manuel de Jesús Collado seguía empeorando, volvió a ser un hombre sin oficio, envenenándose el alma, excitando de rabia el corazón; en un estado de vivencia infernal y delirante, desde que tuvo la certeza de la provisión de un nuevo amor en la vida de María, que le había cerrado el camino de regreso a sus brazos. Seguía amando a esa mujer de mala manera. Ella había tomado en su corazón. Era imposible borrar las horas felices que vivió a su lado, recibiendo los mayores placeres que pudiera recordar, incluyendo su hija.
Por eso, ardiendo de celos, angustiado y sin calma, sólo pensaba en matarla. No la concebía en brazos de otro, porque eso -a su juicio-, era una afrenta inconcebible. Con ese pensamiento retorcido, totalmente obnubilado, se mantenía todo el tiempo ansiando la ocurrencia de un suceso calamitoso que malograra su vida o la de ella, para impedir a cualquier precio la formalización del amor pautada para el 14 de febrero, a través de un nuevo matrimonio de María en la Oficialía Civil y la Iglesia. Su decisión en definitiva era impedir la cristalización de las bodas de María Rodríguez, su mujer durante 17 años. Era una idea fija, clavada en su mente. Una encendida obsesión, ardiendo en su corazón. Una terquedad chiflante, detenida en lo más hondo de su pensamiento. Una tragedia inevitable hincando su sentimiento, en la soledad del olvido. La mente perturbada de Manuel de Jesús Collado constituía un escollo peligroso para los planes de Mario Santiago Vargas y María Rodríguez, quienes cruzaban desafiantes un territorio volcánico de pasión sin freno.
Fue así como lentamente se había construido a expensas de la subversión, un túnel de rabia por el cual Manuel de Jesús Collado introducía enloquecido la imagen de su adorable ex compañera grabada en su cerebro, y su instinto animal lo desviaría del cauce normal del raciocinio, hilvanando la tragedia, en momento en que un diluvio enfogonado de sentimientos empapaba los corazones de la pareja enamorada, que se mantenían felices al margen de la calamidad que les asechaba como destino, en el final de un laberinto sin salida.
En plena época de Navidad, y en vísperas de las celebraciones por la venida de un año nuevo, la copa del resentimiento se rebosaría en el alma de Manuel de Jesús Collado, enterado de que los novios festejaban en el pueblo, con ritmos antillanos de sones y merengues, la espera del cañonazo de fin de año y el grato momento de reunirse con sus amigos, para compartir sus planes, cuando ya sólo faltaba un mes, 14 días y unas horas para sus bodas. Esa noche, mientras la gente estaba en el bar, y otra parte aglomerada en el parque, Manuel de Jesús Collado entró a la hacienda como un ladrón llevándose consigo sólo la escopeta del difunto don Luis Rodríguez, y se marchó de inmediato hacia el lugar de la fiesta, con el talante de un verdugo implacable, montado sobre un espigado y fuerte caballo pinto; escuchándose a lo lejos el merengue Caña Brava, en la voz de Joseíto Mateo, que salía con nitidez musical de la vellonera; y casi de inmediato, un pegajoso son cantado por el trío Los Matamoros.
Sus oídos no se concentraban en la música, porque sólo tenía oídos para escuchar el bramido del viento soplando fuerte, y sus ojos de lobo enrojecidos de furia, miraban la multitud abigarrada en el parque, aunque no lograban divisar con exactitud las caras que buscaban, ni fuera ni dentro, en el bar lleno de clientes. El baile estaba en su mejor momento; la orquestación era insuperable, la gente vibraba con el tañer de la tumbadora, con el nítido y suave sonido del piano, de las trompetas, los saxofones, el trombón y las guitarras. Entre las parejas, Mario Santiago Vargas y María Rodríguez constituían el centro de la fiesta. Él enlazaba el fino talle de la amada, aprisionando con sus fuertes brazos el bello cuerpo de la mujer, próximo a ser suya el día de San Valentín, bajo el compromiso de amarla y respetarla hasta que la muerte los separe. Y ella se recostaba amorosa en su pecho, sintiéndose abrigada, protegida de la brisa que entraba al bar murmurando sobre su pelo. Sus labios cosquilleaban el oído derecho de Mario Santiago Vargas, que la sentía sensual, provocadora y coqueta; y le correspondía suavemente cada beso con otro suyo más vehemente, más dulce y ardiente en su garganta, en su boca, y en todo su cuerpo.
La pareja estuvo contenta; en algunos momentos sus labios se aproximaban sin tocarse, cuando de pronto, se rompió el silencio con la llegada de Manuel enceguecido por los celos y creando una planicie por donde la sangre rumorosa se convertiría en una nueva sinfonía de la muerte, como jamás imaginó Beethoven. No hubo palabras… ni narradores que pudieran describir un suceso súbito, insospechado, absurdo, que puso fin a la esperanza: tres disparos de escopeta dentro del Bar y frente a centenares de personas sorprendidas, que miraron dos cuerpos caer bañados en sangre, y al matador suicidado, convirtieron en añicos las promesas y las ilusiones de amor, calidez y ternura aquella noche. Un chaparrón de aguas celestiales mojó al instante la gente aglomerada, atónita y aturdida, y una comunidad angelical descendió del firmamento a ofrecer con su ensoñadora presencia, el testimonio más elocuente de condena a las bajas pasiones. La lluvia intensa limpió el bar cubierto de sangre, y cuneta abajo se desplazó, simbolizando la romería de todos los enamorados del mundo, bailoteando efusivos en una revuelta de falos colosales que ingresaron en las profundidades de la noche.
Así terminó el ceremonial pavoroso del ultraje en el drama donde se confrontan las criaturas de la pasión y el rencor contra la desobediencia endiablada del capricho, bajo la perversidad fisgona del gentío. Una abundancia de lluvia cayó sobre el pavimento; era el clamor de los santos convirtiendo en un lodazal el lugar consagrado para velar los difuntos cuyo trepidar en fidelidad disimulada permanecería latente en cada rincón del lugar. En la orfandad y la tristeza quedó una jovencita, aturdida y desamparada, sola con 16 años, víctima de la irracionalidad de su padre consumido por las bajas pasiones.
Aura Collado Rodríguez se mantuvo aletargada durante los nueve días de rezos encabezados por una vecindad que recitó repetidamente el Padre Nuestro. Su prima se encargó de velar por su salud quebrantada, porque a duras penas consumió alimentos, especialmente durante el servicio nocturno de galletas con queso y café. Y durante ese largo ceremonial, miró sin ver a los curiosos que concurrieron a la vela en aparente manifestación de duelo, pero aprovechando cada momento posible para llevar a cabo sin disimulo, diálogos soterrados y narraciones de cuentos e historias de humor que se hicieron al compás de los efectos provocados por los tragos de ron y otras bebidas espirituosas.
Capítulo IV
Ambos callaron. Estaban experimentando con inclemente espanto aquella experiencia de infelicidad y tristeza. Era difícil sobreponerse al decaimiento anímico que les afectaba, aunque eran parte de una familia de fuerte carácter y esta no era la primera vez que pasaban por un mal momento al que debían imponerse con un criterio claro de “poner a mal tiempo buena cara”, como aconsejaba la filosofía del buen vivir. Fausto Gómez Collado era un mulato maduro, de 62 años, relativamente apuesto, alto, con vientre permanentemente enfajado, cabellos y bozo encanecidos; divorciado y con tres hijos: Yudelka, Antonio y Cinthia, de 21, 18 y 14 años. Se caracterizaba por ser extremadamente educado, de firmes convicciones ideológicas y con un buen temperamento para la cosa pública, aun mostrando cierta debilidad en el ámbito familiar. En su juventud, solía tocar la guitarra al mejor estilo de George Harrison, cantante y músico de Los Beatles; y por su afición al rock sinfónico y melodioso, se le consideraba un ser tierno y romántico. Sin embargo, a raíz de su primer revés sentimental, su gusto giró de manera sustancial; primero, hacia la música pop; luego, y con acento inequívoco, hacia el requintar musical de Juan Luis Guerra y Romeo Santos, en la nueva sonoridad bachatera, pero sin renegar jamás de las delicias roqueras de su tiempo de ternura.
Para madre e hijo, la aflicción tocaba nueva vez la puerta familiar, aunque cebándose de manera directa en la persona de la joven Yudelka, pues lo que se había dicho de ella, les mortificaba en la intimidad de sus mentes, tambaleando sus pensamientos, su serenidad y calma. Era parecido a lo que ocurrió con Aura en su juventud; que sintió en carne propia la reducción de su robustez de espíritu, la mengua de su carácter firme y de su consistencia ideológica; pero en esa coyuntura crítica, pudo cerrar todo resquicio al pánico y al terror, poniendo un granito de arena en su cometido de transformar la percepción social sobre su vida, para que no asomara ningún elemento mancilloso que pudiera afectar la probidad de su familia. No había duda de que el afectado mayor de la desmesurada alegría de la joven Yudelka, más que la abuela, era su padre; por ser un político con influencia en una parte de la sociedad, con un nombre que cuidar y con una incidencia en las masas urbanas que debía mantener inalterada, lográndolo a base de una imagen de prudencia y mesura que no debía ser mellada por un nuevo tema en su agenda, como este affaire familiar.
Desde que salió la noticia y hasta ese momento, Aura Collado Rodríguez no había estado con su hijo, y le preocupaba mucho verlo triste y abatido, apoyado al espaldar del sofá, tratando en vano de acomodarse; mientras ella seguía viendo el videoclip sin poder evitar que en su hombro izquierdo sintiera el goteo continuo de un sudor frío que resbalaba de la frente de Fausto, quien estaba atribulado, intranquilo y agitado, convertido en un manojo de nervios. Ella tuvo que chequearlo y animarlo, calibrando su salud durante horas; procurando alguna fórmula efectiva contra el decaimiento, pues ese percance sentimental, como otros que había vivido en el pasado, les provocaban un malestar psicológico y una postración extraordinaria con sudores y alta fiebre incluida.
Finalmente, Aura lo sintió desfallecer en su hombro, tumbado por el sueño, obligado a descansar un largo rato, hasta después del mediodía, cuando sintió que entraba a la habitación el abogado Julio de la Rosa, uno de los principales colaboradores de la administración gubernativa de su hijo, a quien saludó informándole:
-Fausto ya está dormido.
¡Oh, qué pena! –dijo Julio
-Me agarró el vestido y sentí que se desmayaba. Cayó sobre mí aturdido por la pena que le produjo el bullicio del videoclip en Facebook –agregó Aura.
El licenciado Julio de la Rosa era un viejo allegado de la familia. Amigo íntimo del gobernante, también de 62 años; pero de estatura mediana, moreno y grueso; de evidentes rasgos afro antillanos, y por demás señas, licenciado en derecho, abogado de oficio, tenedor de un máster en Gestión Tributaria, realizado en México, y poseedor de un post grado en Tecnologías de la Comunicación Social, de hechura local. Se desempeñaba como primer secretario, designado tras el manifiesto de inauguración del gobierno provincial y fue escogido por su capacidad, su experiencia y su condición de hombre de Estado.
Aura Collado Rodríguez se sintió cómoda en el inicio de este diálogo con este leal colaborador de la gestión administrativa de su hijo, inquiriéndole su parecer sobre la situación creada:
-¿Qué opinión te merece este caso?
Julio se puso pensativo; se le hacía difícil emitir un juicio que pudiera herir la susceptibilidad de la dama, pero tan pronto pudo, frotándose los ojos y ladeando la cabeza para mirarla, dijo:
-No sé, estimada amiga. Es un asunto enojoso que tenemos que afrontar con sumo cuidado, aunque de inmediato tengo la impresión que ello no afectará el curso normal del gobierno provincial.
Durante dos horas hablaron de éste y otros temas conexos, coincidiendo en calificar de insensato e imprudente el comportamiento de la señorita Yudelka Gómez Batista…
-Creo que todo esto es resultado de una vida ausente de ideología y compromiso social; su nieta no ha tenido la menor idea de las consecuencias de sus actos, y las evidencias dicen claramente que ha sido objeto de un seguimiento sutil de parte de los adversarios -aseveró el secretario.
A juicio de Julio de la Rosa los hechos indicaban que detrás del escándalo, de manera soterrada, estaban los adversarios del partido dominante, buscando destrozar la línea de socialización pública impregnada a la acción gubernativa firmemente sostenida para propiciar una afortunada solución a los viejos contratiempos del desarrollo urbano y de los servicios caros y deficientes que se ofrecían a los usuarios. Y se le ocurrió agregar:
“Fausto debe hilar fino, pues no hay duda que detrás de todo esto, está la mano de un adversario que se resiste al cambio social”.
-Hay que hacer algo para sacar el tema de las redes- recomendó Aura Collado Rodríguez.
Como conocía con amplitud la situación, el licenciado Julio de la Rosa estaba de acuerdo en que era necesario apartar el tema farandulero del primer plano noticioso, originando con urgencia una primicia noticiosa novedosa, efectista e impresionante sobre la comunidad, como pudiera ser la rebaja de arbitrios, o la dotación de bombillas a los postes de luz de todas las plazas, parques y avenidas, en el marco de una buena estrategia de iluminación preventiva contra la delincuencia.
-Cuando despierte le informaré tu punto de vista -dijo Aura.
El primer secretario le manifestó que consideraba puntual hacer un encuentro del consejo ejecutivo de la gobernación para encarar el alboroto público. Era un momento en que se necesitaba más que nunca tener claridad de pensamiento y no depender de los vaivenes de las emociones del corazón, que nublan el entendimiento y el buen juicio.
-Bien, apreciada amiga. Urge reconquistar el dominio de la situación y se requiere cabeza fría, sumo cuidado, pues intuimos que ahí hay muchos intereses metidos –argumentó el licenciado Julio Rosa.
Agregó que urgía buscar una solución con la participación de la gente, antes de que esa coyuntura pudiera ser aprovechada por los adversarios para desestabilizar el programa del primer ejecutivo en marcha, suscitando ruidos publicitarios sobre el accionar caprichoso de la tierna y sensual joven Yudelka, quien esa mañana ya había admitido por su cuenta de twitter, no sólo la autenticidad del difundido videoclip, sino también que dio su consentimiento y que la elaboración del mismo fue parte de un proceso de filmación ejecutado por el novio, que abarcó escenas en lugares públicos, de las que se sentía avergonzada y arrepentida, más que por su difusión en sí, por el impacto de su contenido inadecuado entre jóvenes y adolescentes.
De la Rosa se despidió de la señora Aura Collado Rodríguez y montó su vehículo, una yipeta blindada de fabricación americana, color negro. Recorrió de un extremo a otro la ciudad y llegó a su destino: la casona gubernativa, en la avenida Sabana Larga del ensanche Ozama de la provincia de Santo Domingo. Unos minutos después entró a su oficina, donde estuvo trabajando unas tres horas, hasta el atardecer, cuando hizo acto de presencia el doctor Fausto Gómez Collado y convocó a una reunión del Consejo Ejecutivo, con el cual estuvo reunido por espacio de treinta y cinco minutos, que fueron suficientes para establecer el contenido de su alocución por los medios informativos gubernamentales dos horas después, en un discurso que pronunciaría con firmeza y autoridad notables.
El gobernante habló de su desempeño urbanístico-social y de los esfuerzos desplegados para edificar una sólida y moderna estructura tecnológica para iluminar adecuadamente la ciudad, pero obvió referirse de manera directa al sonado caso del videoclip estelarizado por su hija, erigido en el plato del día en la comidilla pública. Tocó sin embargo de soslayo el tema, cuando criticó “el exceso de noticias indeseadas en las redes sociales sobre aspectos que han desdeñado el derecho a la intimidad de las personas, originando desasosiego por el uso perverso e irresponsable de las primicias divulgadas”. Su breve perorata fue de diecisiete minutos… la más breve que se recuerde de un gobernante en el presente siglo. Apenas dedicó ochenta y siete segundos en sugerir un reglamento legislativo para impedir el desborde noticioso en las redes sociales y el uso inadecuado de tecnologías informativas de última generación. El resto de sus palabras plantearon una serie de medidas para encarar los problemas regionales, mencionando un mega proyecto de viviendas para la parte sur de la región, así como la construcción de un parque artificial como el de Hong Kong con instalaciones modernas y un paisaje natural sobre el río Ozama, además de una zonas comercial al norte de la provincia.
Mientras Fausto hablaba, su madre realizaba un gran esfuerzo por prestar atención a sus palabras, pero no pudo evitar la evocación de varios momentos de alegría, y a su vez de gran tristeza en la vida de Fausto, cuando tenía 37 años y estaba en el inicio de su carrera política. Hasta ese momento, sin lugar a duda, lo del videoclip había sido la contante y sonante rodando por los medios informativos, con más énfasis que el angustioso divorcio catorce años atrás, que le costó a Fausto una desolación extrema; pero mientras más atención ponía en escucharlo, con mayor claridad le llegaba el recuerdo de un Fausto relativamente joven, siendo ya un abogado exitoso, con bufete establecido en una de las principales arterias comerciales de la ciudad de Santo Domingo, que había sido cónyuge de la señora Piedad Batista Ventura, con quien procreó dos de sus hijos: Antonio, de 18 años y Cinthia, de 14; y comenzó a criar a Yudelka, hija adoptiva y reconocida por ambos.
Recordaba el momento en que el doctor Fausto Gómez Collado se abría paso dominante como dirigente de una organización política emergente que había calado con los mejores auspicios en los sectores más jóvenes de la población, alcanzando un escaño congresional en la Cámara Legislativa, donde forjaría un nombre político por su excelente historial en la autoría de códigos y normas de la seguridad social, durante dos períodos parlamentarios. Desde entonces la gente lo asumía como el candidato potencial para dirigir el Gobierno de la región, pues su tasa de rechazo para optar por ese cargo era mínima, no teniendo ningún antecedente de tropiezo personal trascendente. Sin embargo, su primer revés no sería en el plano político, sino en la esfera marital, como resultado de una relación disoluta que le causó gran pena familiar. En la ocasión, la madre fue para Fausto Gómez Collado su absoluto consuelo, su consejera y asesora, que lo apartó de la mirada pública, de las recepciones oficiales del Congreso y el Gobierno, de las actividades masivas, manteniéndolo a conveniente y prudente distancia de los electores para evitar que su desánimo se tornara pegadizo y produjera desaliento entre sus más cercanos seguidores.
El restablecimiento de la estabilidad emocional, pudo lograrlo gracias al empeño de su madre; a sus palabras cariñosas, a su recomendación de que se tomara una temporada de descanso fuera del país; y el legislador Fausto Gómez Collado pudo viajar en aquel momento a Francia en una simulada misión legislativa, supuestamente representando su región en una conferencia internacional medioambientalista, donde buscaba en realidad ocultar su estado anímico menoscabado y conseguir un poco de paz y recreación visual.
La medicina efectiva para superar su crisis pasional sería el disfrute de la visión maravillosa de París: las riberas del Sena, El bulevar Saint-Michel, los monumentos de El Arco del Triunfo y la Torre Eiffel, el impresionista Museo del Louvre, las casas de la moda, y el encanto del Bulevar de los Italianos, situado en el noveno distrito de la ciudad del amor y la luz. En su breve paso por Europa llenó cuanto pudo su urgencia de recreo y alegría. En el noroeste de Italia, experimentó el placer de recorrer en góndolas el escultórico Gran Canal de Venecia, cruzando los cuatro puentes que dividen la ciudad en dos partes, desde la estación de Santa Lucía hasta la Plaza de San Marcos, apreciando maravillado cada detalle de esos tesoros arquitectónicos que constituyen un ostentoso atractivo turístico y una efectiva delicia visual. Y a su retorno por la vía de los Estados Unidos, se encaramó a esquiar en las montañas nevadas de Vermont.
Catorce años trascurrieron desde aquellos angustiosos momentos. La señora Aura Collado Rodríguez, sumida en el recuerdo, mientras aplaudía el discurso de la ocasión, estaba haciendo una ponderada analogía, relacionando dos períodos de vivencias diferentes, pero tan parecidos, donde hubo que combinar los componentes curativos de la aflicción y el tormento con el descanso y el recreo. Sentada en un sillón en el grandioso salón de grabaciones de la casona gubernativa recordaba la contienda silenciosa que tuvo que librar cuando su hijo fue legislador, ocurriéndosele pensar en que ahora su gabinete debía inducirlo a tomar un apropiado descanso en el ámbito local; por ejemplo, yendo a la hacienda familiar al norte del país, dejando la sede gubernativa y los asuntos administrativos, durante dos semanas, bajo la directriz del primer secretario, quedando sólo en sus manos el tratamiento de las resoluciones intransferibles. El lugar ideal para el descanso era la hacienda de Villa María, con seis hectáreas de extensión, una antigua herencia familiar situada a 224 kilómetros de la metrópolis capitalina, donde el gobernante podría descansar a sus anchas, con la ventaja para él de que la conocía al dedillo desde niño, porque allí pasó todas las vacaciones de su infancia, y allí había nacido su hermana Charo, además de que era también la cuna de su madre. En el prado y en toda la senda de la carretera, llena de grama y rodeada de árboles, transcurrió para ellos un tiempo inolvidable de alegría y placer.
Muy pronto se materializó el pensamiento de Aura Collado Rodríguez y el licenciado de la Rosa quedó al frente del día a día administrativo, comprometido a cumplir el acostumbrado activismo que el estadista Fausto Gómez Collado había impreso a su calendario de labores con presteza y acierto, de modo especial en lo tocante a la ejecución presupuestaria de los programas de salud comunitaria y seguridad pública regional. Una tarde de mediados de febrero, Julio acompañó y despidió al gobernante y su familia hasta la escalerilla del helicóptero que los transportaría hasta Villa María. Con ellos iban su secretaria personal y dos escoltas civiles. La gran tarea de Julio de la Rosa sería ahora disminuir el ruido del videoclip, que acaparó la atención pública por el protagonismo de la hija del gobernante; y su primer paso fue controlar y reorientar el gasto publicitario oficial, disponiendo el pago adelantado de una promoción sobre la iluminación de las áreas urbanas, que sería un modo exitoso de combatir la delincuencia. También se esforzaría en distraer la atención pública y aminorar la estridencia verbal sobre un asunto superfluo que logró ocupar de manera notoria la palestra pública. Se planteó por igual, en su prioridad esencial, iniciar formalmente los trabajos de edificación de una zona industrial al oeste de la ciudad, compuesta de una fábrica de carrocerías de vehículos y piezas de autos, así como de una industria de electrodomésticos, para crear fuentes de empleos, en función de una promesa de campaña que debía de cumplir. Para su gestión, era prioritario asimismo mantener en los medios informativos una campaña de respaldo al desarrollo del turismo en algunas áreas de la provincia, resaltando además un proyecto hotelero para ser levantado en la zona turística de la parte norte de la región, con lo cual esta actividad económica fortalecería la generación de divisas en euros y dólares en beneficio de la gobernación.
Aquel día a media tarde, Fausto Gómez Collado llegó a la hacienda de Villa María, en compañía de su madre y de sus hijos Antonio y Luisa, que no habían visto aún la remodelación hecha a la casa y los jardines, convertidos en una maravillosa obra de arquitectura por la mente creativa y talentosa del ingeniero y escultor Luigui Guarini, su viejo amigo italiano, que había sido una de las grandes conquistas que había sumado a su gestión gubernativa en materia de asesoría y planificación urbanística. Aura, que nació en la hacienda, la miraba sorprendida, sin reconocerla, y le inquirió a su hijo:
-¡Diablo! ¿Qué es esto?
“¡Bellísima!”, fue su escueta respuesta, y juntos se quedaron contemplando el paisaje.
La casa entera fue diseñada de manera audaz con todas las comodidades del momento. Ubicada en los altos de una colina con una larga entrada de camino asfaltado, con grama a su alrededor y un ancho portón eléctrico, garaje múltiple y en su interior, una sala suntuosa con muebles diversos, los principales de caoba pura; y amplios salones de estar, con vistas a la carretera y al mar. La señora Aura Collado Rodríguez estaba maravillada, especialmente observando la biblioteca digitalizada que era un oasis para el aprendizaje, compuesta por una cantidad enorme de libros digitales, un televisor pantalla gigante, con múltiples videos y enciclopedias digitales, en formato PDF, y un espacio cibernético, integrado por lectores digitales, mesas con laptops y gadgets de lectura; además de un mueble guardador de videos y chips.
A las 7:00 de la noche, cayendo el atardecer, Fausto y sus hijos, asociaron sus miradas contemplando fascinados el horizonte por donde se avistaba una espesura armoniosa con un encanto particular en la cúspide de la colina. Miraban hacia allá por el área donde resaltaba la jardinería de rosas amarillas, blancas y moradas, y por donde sus pupilas danzantes sentían la alegre imagen de la primavera eterna trillando sus ojos, alrededor de la vistosa casa campestre hecha en base a una insuperable combinación de planos y volúmenes, con estilos clásicos y modernos, sustentados en avanzadas técnicas que conjugaron aspectos decorativos y monumentales en madera, caoba, mármol, cerámica y vidriería.
En esa tarea de contemplación, que siguió hasta bien entrada la noche, Aura Collado Rodríguez sintió que una tierna melancolía mecía su pensamiento, y en su memoria aún atascada de tristeza, se desnudaba la intimidad de la conciencia, apareciendo el grabado ilustrado de una niña de talento asombroso contemplando seis décadas atrás, una infinidad de golondrinas, descendiendo en la lejanía, mientras caían en el campo reverdecido de palmeras, almendras y framboyanes. Era la visión de sí misma, en ese lugar exacto, pero en una época bien atrás. Era la nostalgia y la reminiscencia, invocando vivamente un tiempo lejano; era el reencuentro con la niñez en la antigua casona de madera de palma, techo de zinc y piso de cemento, construida por su abuelo Luis Rodríguez en seis hectáreas de tierra baldía, donde aparte de las aves silvestres y los puercos cimarrones que penetraban en el lugar, apenas se podían contar una vaca demacrada y envejecida, más ocho gallinas y dos gallos domésticos. En su mente estaba el vivo recuerdo de aquel domicilio alzado casualmente en la época en que los infantes de la marina estadounidense invadieron esas y otras tierras, y sus soldados las aprovecharon para construir el ferrocarril y un puente de vigas metálicas sobre el río de la comunidad de Hojas Anchas. Ella nació allí, del vientre de María Rodríguez, una bella morena de origen haitiano nativa de un pueblito cercano llamado El Limón, que llegó al lugar embarazada y murió aún joven asesinada por su marido, dejándola huérfana, atendida por una prima lejana en Villa María.
Fausto se acercó a su madre para despedir la noche, le dio un beso, y volvió sobre sus pasos, deteniéndose en la puerta del dormitorio cuando la escuchó decir:
-Tú y la gente que desfila cortesana para rendir honores a tu cargo, no tienen la menor idea de las penas y desgracias que albergaron este lugar, donde murió baleada tu abuela y un suceso dramático ensombreció mi vida a los catorce años.
Fausto arqueó las cejas y la miró sorprendido. Estaba visiblemente fatigado por las tantas horas sin sueño y por el deseo de dormir; pero aun así, se interesó en escucharla.
-¿De qué me habla mujer?
-Te lo diré luego, hijo. No quiero abusar de ti. No has descansado nada y es justo que tus primeras horas en la hacienda sean para reposar y descansar -dijo Aura Collado Rodríguez.
Hizo una pausa en su nostálgico inventario de subsistencia y encaminó a Fausto Gómez hasta el final del pasillo. En el trayecto sólo se refirió al asunto de la devastación forestal que advirtió en la zona y a la necesidad de llamar con urgencia al Ministerio de Medio Ambiente para que conociera la situación y se abocara a idear un programa para la reconstrucción del campo estragado por la tala de árboles y la extracción de arena del río que se había hecho durante mucho tiempo, provocando un desorden ecológico y una aguda escasez de agua en esa región. Al final de la madrugada, cuando surgió el primer rayo de luz en el horizonte, Aura se levantó tambaleándose, agarrándose de una silla para incorporarse y abrir la ventana; pero alcanzando a disfrutar la puesta del sol, aproximadamente a las cinco de la mañana. Y se mantuvo ahí un buen rato, en un maravilloso y solemne ejercicio de contemplación, hasta que decidió reencontrarse con su nieto Antonio en la casa, para emprender una inspección conjunta sobre el estado real del medio ambiente en la región.
Aura fijó detenidamente sus ojos en la desolación de la carretera y la montaña y recordó la inolvidable época de las vacaciones escolares de Fausto Gómez, el tiempo de su infancia, donde aquel lugar tenía su mayor atractivo en la hilera de árboles de caucho en las aceras, cuyas ramas pasaban de un lado a otro de la autopista, en un hecho contrastante con la desertificación que visualizaba ahora. Se decía a sí misma: “¡Qué tiempos aquellos en que el paisaje armonizaba con los caudalosos ríos cuyas límpidas aguas fluían con movilidad indescriptible! ¡Qué diferencia entre los ríos fluidos y hondos del ayer y los arroyuelos secanos en que éstos se habían convertido por descuido de la clase dirigente y la falta de conciencia de la gente, en menos de 30 años!” En su recuerdo veía a Fausto junto a decenas de niños del campo jugando a la “Gallinita ciega”, a “Arroz con leche” y al “Matarile rile ron”; en pantalones cortos, los chicos, y las hembritas, con sus vestidos de seda y sus trenzas enrolladas. Poco quedaba de la antigua Villa Alegría, apreciándose un pedregal en serie sobre el lecho de lo que una vez fuera el Charco de la India, que iba muriendo junto a la bella leyenda del ser misterioso con rostro de mujer y figura de delfina, zigzagueando en el fondo del río con la gracia de un pez espiga inalcanzable, en un espacio natural para el recreo y la natación humana. En ese momento se veía una playa muerta y seca, con piedras gigantescas y solitarias; sin manglares, ni los verdosos juncos que recreaban a los bañistas y divertían a los niños; era una playa en estado de extinción.
Aura tomó nota mental del secadal y de la necesidad de aumentar la presencia de peces, aves y otros animales domésticos y silvestres, con el fin de poder garantizarle a la gente una vida como Dios manda, tal y como quería que fuere el supremo creador de la naturaleza; y de regreso a la casa, contó a Fausto, que la escuchaba deleitado, todo lo visto; y éste, se sintió orgulloso de tener una madre extraordinaria, sensible y soñadora, que sobreponiéndose al abatimiento familiar, tenía tiempo para tomar nota de la situación de una zona embestida por la alteración del equilibrio ecológico; y comprendió en ese instante, que sus vacaciones allí tendrían un resultado auspicioso, porque ya en su primer día de descanso se sentía mejorado, tras recibir una lección cívica, como efectiva terapia contra el rosario de desgracias que les perseguían.
Capítulo III
PASIONES DESBORDADAS
Aura Collado era la nieta de Luis Rodríguez, un pequeño propietario o campesino afortunado que compró la tierra de Villa María para resguardar el futuro de su hija María Rodríguez, que había sido engendrada en una contrariada y ocasional relación con una inmigrante haitiana que vivió varios años con un estatus migratorio ilegal en la sección El Limón del municipio santiaguero de Villa González; la cual -evitando ser repatriada- regresó al territorio de Haití, dejándole la custodia de la recién nacida, hasta tanto pudiese regularizar su estatus con un visado de residencia. El viejo agricultor tendría entonces unos 73 años y había enviudado mucho tiempo atrás, siendo un hombre solitario que convirtió a su pequeña María en la razón de su vida, ocupándose de criarla y educarla, mientras cultivaba y hacía prosperar una tierra que había sido del ingenio Amistad, adquirida por él en una subasta del Banco Central, durante el proceso de privatización de bienes de la industria del azúcar, realizado por la corporación azucarera dizque para estimular la iniciativa y la inversión privada nacional y extranjera.
Luis Rodríguez se ocupó de la instrucción de su hija y escogió a una prima suya para que la supervisara y monitoreara en los asuntos domésticos y escolares, manteniéndole una estrecha y cuidadosa vigilancia, porque era una adolescente impetuosa, con sus hormonas revueltas, que fue creciendo con desbordante coquetería y exacerbado pudor, convirtiéndose desde los 14 años en una chica muy apetecida entre los hombres de la región por su belleza mulata y por el impulso travieso de una sonrisa magnética que mantenía siempre delineada en sus labios, la cual le fluía de manera espontánea al saludar, poniendo de relieve su inmenso carisma y encanto juvenil. Desde su nacimiento, el agricultor se esforzó en mejorar sus ingresos y en hacer ahorros sustanciosos para garantizarle calidad de vida y un futuro mejor; redoblando por ello la acción agrícola, con una grandiosa cosecha de flores y cítricos en cada verano, que alentaba con su devoción cristiana y con un culto quincenal a la efigie de San Antonio, el santo católico que era su intercesor para conseguirle a su hija un marido amoroso y productivo; fallando en cierto modo en el intento, por la inestabilidad de la chica que desde la adolescencia más remota tuvo amores breves y erráticos, entregándose finalmente a un desconocido suyo, que jamás había oído mencionar, originándole una profunda decepción porque tronchó su deseo de casarla con la bendición sacerdotal.
María Rodríguez huyó del hogar con un joven de San José de Las Matas, que dijo llamarse Manuel de Jesús Collado de la Torre, sin una orientación clara de hacia dónde iba ni de qué viviría, teniendo que regresar a la hacienda más pronto de lo planeado, llevando consigo a su marido; esto fue un día en que su padre estaba en lo alto de la colina, cabalgando un mulo de faena diaria, tras recorrer palmo a palmo la hacienda, supervisando una cosecha de naranjas, cuando su sobrina lo fue a buscar para darle la noticia de que la chica había regresado.
“¡Cómo! ¿Regresó? Estoy cansado de las insensateces de María. Dile que se vaya. Es una ingrata, desvergonzada. No quiero verla ni escuchar pamplinas”, le dijo.
Luis Rodríguez estaba airado, tremolando en su ánimo la ponzoña de un profundo pesar ocasionado por la actuación desafortunada de su hija. Su relación marital era para él una burla al recato que debía mostrar una chica de una familia con vergüenza. Y atrapado por ese confuso sentimiento, por primera vez en su vida rechazó a la hija amada. Su sobrina temblorosa por el asombro y el miedo que originaba su resabio, tartamudeó mientras le explicaba que la pareja había llegado para quedarse, pues traía consigo dos maletas que ella entró en la antigua habitación de María. El viejo dejó sin concluir su tarea de cada mañana, regresó de prisa a la casa encontrándose con el desagradable espectáculo de ver en su sala a un forastero sentado en una butaca, cargando en sus piernas a María, quien abanicaba su rostro con un pedazo de cartón. No pudiendo contener su enojo y con ganas de golpearla, se le acercó y le soltó una fuerte cachetada en su mejilla izquierda, mientras le agarraba el cuello al desconocido que tronchó su ilusión de verla casada como Dios manda, apretándolo con furia descomunal, casi impropia de su edad.
El viejo espetó ásperas palabras de disgusto por la presencia de ambos y les advirtió que sólo muerto podía permitir que el mundanal se asentara en sus predios, voceando a viva voz, amenazando con matarlos a fuerza de cartuchos de escopeta, si se empeñaban en permanecer allí; haciéndoles saber que no le temblaría el pulso si tuviese que disparar su arma de fuego contra quien fuere, porque no iba a tolerar una tomadura de pelo. Así se expresó, aunque en el fondo, el viejo sentía una melancolía aprisionando su corazón, pues su hija era todo para él. No había nada más importante. Era un hombre viudo y prácticamente solo, consciente de que en cualquier momento su única compañía -que era su sobrina-, terminaría marchándose de esas tierras para irse a la casa de su madre, donde les esperaban ella y un fracatán de hermanos.
El joven Manuel de Jesús Collado de la Torre y su mujer, optaron por marcharse sin rechistar por el mismo camino que llegaron a Villa María, regresando con su arrogancia reducida y su moral arrollada por la firme actitud del anciano, que había marcado al joven marido con el mote de ocioso, al no conocérsele profesión ni oficio. El rostro de su hija era un manifiesto de contrariedad y sorpresa, había subestimado a su padre confiada en su ternura y tolerancia, considerándose ser la única persona que podía doblegar su carácter sólido como el acero.
-Lamento que no confíe en mi –le dijo al despedirse.
Pasaron diez meses sin comunicación directa pero el padre estuvo atento a lo que sucedía en la comunidad de Quebrada Honda, a cinco kilómetros de distancia de su hacienda, donde María se había ido a vivir con su marido, experimentando allí apuros económicos inimaginables, enflaqueciendo peligrosamente, faltándole “las tres calientes”, ya que en su nuevo hogar no había de nada; apenas estaban comiendo con dificultad una vez al día, y dormían en un estrecho dormitorio de una casa alquilada por un familiar, donde sólo había espacio para su cama y sus maletas. Su marido no tenía trabajo, llevando demasiado tiempo desocupado y con el espíritu abatido, enclaustrado en aquella habitación. En ese estado de pobreza jamás padecido, María Rodríguez fue preñada; subsistiendo en condición espantosa los dos primeros meses de su embarazo, perdiendo peso vertiginosamente por la falta de apetito y la anemia que puso en riesgo su vida y la de la criatura que estaba en su vientre. Al enterarse, Luis Rodríguez sintió un vértigo de angustia, sabiéndola encinta y en grave situación de peligro; y en demostración elocuente de su afecto, arremansado en su corazón, viajó a Quebrada Honda en su búsqueda; transportándola a la finca e instalándola en la cómoda pieza principal, con todo y marido.
Rápidamente, el médico de la zona, conocido como el doctor Mendoza, se encargó de la chica, visitándola diariamente, poniéndole suero, inyecciones de vitaminas B, y obligándole a tragar un jarabe desagradable pero reconstituyente, para que recuperase el apetito. Y así esa chiquilla frágil y alicaída se preparó físicamente para soportar los rigores de la maternidad con entereza y calma. Una mañana de abril, dos meses después, llegó al mundo una linda bebé que recibió el nombre bautismal de Aura Collado Rodríguez, que vendría a ser la rosa más preciada del jardín, con el destino marcado de convertirse con los años en una mujer poderosa.
El nacimiento de Aura Collado Rodríguez fue la alegría de la Villa. El viejo arreció la labor en el campo levantándose cada madrugada de lunes a viernes a ordeñar sus dos vacas de pura raza, cuyo alimento fue durante un tiempo exclusivo de la madre y la recién nacida, por el agotamiento prematuro de la leche materna. María Rodríguez y su prima fijaron su atención en mantener los pañales limpios y planchados y en bordar sus ropas y zapatos, y Manuel de Jesús Collado comenzó a trabajar en la hacienda, dándole una mano al viejo, levantando las cercas, limpiando los equipos, sembrando las semillas, recogiendo los frutos y en el ordeño diario. También inició la costumbre de regar la jardinería y los árboles cercanos a la casa. La joven pareja comenzó a vivir un tiempo de tranquilidad absoluta desde el nacimiento de Aura en el antiguo caserón, al pie del cerro de la hacienda, próximo a la polvorienta carretera.
Allí solo el viejo estaba inquieto. Tenía 75 años cuando nació Aura y comenzó a preocuparse por darle a la hacienda un manejo productivo. Sin embargo, también le intranquilizaba el haberse enterado de que su yerno tenía una vocación secreta por el juego, asaltándole la duda sobre el destino de la propiedad si cayera en sus manos, ya que pudiera perderse en una apuesta gallística, o en una hipoteca innecesaria. Comprendió entonces que sería un grave error dejar sus predios al azar, al mando de una administración arriesgada, y con esa premonición fija en su pensamiento, quiso poner todo en orden, por si acaso algo pudiera ocurrirle. Y una mañana viajó a Barrabás, sección cercana a sus predios, donde el abogado César Céspedes, con quien hizo los arreglos pertinentes para que a su muerte la hacienda pasara a ser propiedad de su nieta, con el derecho de su madre a ejercer una administración compartida con éste, hasta que la chica cumpliera los 18 años. “La tierra y los bienes de Villa María son intransferibles y sólo se podrán vender o subastar cuando Aura Collado Rodríguez cumpla la mayoría de edad. Hasta entonces serán administrados de modo compartido por María Rodríguez y el abogado notario”, indicó don Luis en el acto notarial registrado por el licenciado César Céspedes.
Aura fue creciendo bajo el cuidado de sus padres y su abuelo; asistió a la escuela a los 3 años de edad, sobresaliendo por su asombrosa capacidad para el aprendizaje. A los cinco años, memorizaba casi todas las capitales y las principales ciudades de los países de los cinco continentes, revelando discernimiento en torno a la Atlántida y sus leyendas, y sus compañeritos de escuela decían que ella era una enciclopedia verbal, recitando los nombres de las aves, de los peces, de los animales mamíferos, de los insectos, y de cada partecita del cuerpo humano. Amaba la pintura y en su adolescencia aprendió a dibujar veleros y bodegones, haciéndolo con una profesionalidad impecable. Conoció asimismo los cuentos clásicos más famosos del mundo, pasando horas enteras declamándolos como poesía en la escuela, o ante su abuelo. Sentía predilección por los relatos árabes “Las mil y una noches” y “Alí Babá y sus cuarenta ladrones”, así como por el famoso “El Gato con Botas”. A los cinco años, Aura distinguió la música clásica de la popular; y según su abuelo, a esa edad también era sensible a la Quinta Sinfonía de Beethoven, la cual aprendió a silbar de memoria frente al televisor cada tarde, viendo sus programas favoritos de muñequitos animados, después de realizar sus tareas escolares. Y a los 13 años ya era bachiller, siendo su abuelo el padrino de su graduación. Pero su vida de alegría varió drásticamente cuando ocurrió su muerte, que recordaría cada día por venir.
Entonces su prima fue la última persona en verlo con vida y la primera en ver su cadáver. Lo encontró muerto debajo de una mata de mango, tirado en el suelo boca arriba, con una mano escarbando en el bolsillo de su camisa…había sido víctima de un ataque al corazón. La chica sufrió desde entonces de continuas pesadillas, soñando que don Luis la invitaba a subir a una nave gigantesca llena de gatos y caballos dorados levitando dentro de un arcoíris de fuego. Era un sueño aterrador y fijo, que estaría repitiendo noche por noche, hasta cinco días después del entierro, cuando una vieja curandera del Sur, que María buscó en la sección El Limón, comenzó un ensalmo curativo dentro del gran espectáculo ritual con invocaciones a la Virgen de los Milagros, en que se convirtió el velatorio.
A la semana del novenario, el doctor César Céspedes, abogado de Villa María, informó a la familia Collado Rodríguez que por disposición de su cliente fenecido, según dejó constar en un acto notarial, la jovencita Aura Collado Rodríguez había sido convertida en heredera absoluta de su hacienda y de sus bienes; decisión que la madre aceptó complacida ya que su única ambición era la felicidad de la chica, su educación y su comodidad. El marido, en cambio, reaccionó con enojo; reprochando la falta de confianza de su extinto suegro, y manifestando frente a su mujer el desaliento que sentía al no poder disponer de esas tierras cuya venta lo hubiese puesto, junto a su familia, camino a la ciudad en busca de un destino mejor.
Con la desaparición del anciano, todo en la hacienda comenzó a complicarse. Manuel de Jesús Collado de la Torre continuaba inconforme, irascible, amurallado de intolerancia, emitiendo insultos y atropellos a su mujer y su hija, cautivo de celos sin fundamento que originaban conflictos y amenazas, hasta que fueron cada vez mayores y la relación marital se convirtió en un tormento irresistible, cediendo paso al rompimiento definitivo, a pocos meses del fallecimiento de Luis Rodríguez. Abandonó la hacienda y a su mujer, y en cierto modo también sus obligaciones paternales, desatendiendo sus deberes de solventar las necesidades económicas y la educación de Aura, quien estaba en pleno dominio de su energía juvenil y quería realizar una carrera universitaria. Sin duda, la obstinación en celar, la sospecha y la suspicacia, mellaron toda posibilidad de restablecer la empatía amorosa entre Manuel de Jesús Collado y María Rodríguez, quien comprendió rápidamente que ya no tenía porvenir con este hombre, poniendo todo su tesón en la prioridad de un proyecto de futuro con su hija. Animada por esa idea, no quiso regresar a la azarosa vida de angustias, daños físicos y morales, que la agobiaron en los últimos meses de su relación marital, que fueron como un siglo de pesares en su vida. Hermosa y atractiva aún, teniendo 30 años de edad, aceptó iniciar un noviazgo respetuoso con un profesor del liceo secundario de la zona que le propuso matrimonio bajo la bendición de la Iglesia.
María salía poco de la hacienda, sólo a misa los domingos en el pueblo más cercano, encontrando en su recorrido por las calles y el parque, la admiración de los hombres que posaban sus miradas maliciosas sobre los duros pechos fermentados por la eternidad del placer, como magia para la virilidad insatisfecha. María pasó cuatro meses felices y en completa calma, un poco preocupada por la falta de recursos para disponer el envío de Aura a una de las universidades de la gran ciudad, a realizar sus estudios en ciencias de la salud. Estaba viviendo de un pequeño negocio de préstamos puntuales a determinados comerciantes amigos, que siempre pagaban sus réditos con atrasos; no recibía un solo centavo de Manuel de Jesús y apenas le entraban unos pesos por concepto de la renta mensual de un criadero de cerdos, pero fue en este tiempo que afortunadamente conoció al agrónomo Mario Santiago Vargas y comenzó a sostener con él un vínculo sentimental afianzado en la comprensión y la ternura, basado en un proyecto matrimonial con fecha fija el 14 de febrero del año siguiente, durante la celebración de la fiesta de San Valentín. María estaba ocupada en sus preparativos matrimoniales y el novio, por su parte, en la compra de mobiliarios y dar apoyo a la educación de Aura, a quien entregó una carta dirigida al inspector regional de Educación, que fue su compañero de aula en la universidad, para que la tomara en cuenta en los programas de becas para maestros, ya que ella había abandonado su sueño de ser médica, queriendo optar por una licenciatura en educación, para oficiar de profesora de la enseñanza primaria.
De su lado, Manuel de Jesús Collado seguía empeorando, volvió a ser un hombre sin oficio, envenenándose el alma, excitando de rabia el corazón; en un estado de vivencia infernal y delirante, desde que tuvo la certeza de la provisión de un nuevo amor en la vida de María, que le había cerrado el camino de regreso a sus brazos. Seguía amando a esa mujer de mala manera. Ella había tomado en su corazón. Era imposible borrar las horas felices que vivió a su lado, recibiendo los mayores placeres que pudiera recordar, incluyendo su hija.
Por eso, ardiendo de celos, angustiado y sin calma, sólo pensaba en matarla. No la concebía en brazos de otro, porque eso -a su juicio-, era una afrenta inconcebible. Con ese pensamiento retorcido, totalmente obnubilado, se mantenía todo el tiempo ansiando la ocurrencia de un suceso calamitoso que malograra su vida o la de ella, para impedir a cualquier precio la formalización del amor pautada para el 14 de febrero, a través de un nuevo matrimonio de María en la Oficialía Civil y la Iglesia. Su decisión en definitiva era impedir la cristalización de las bodas de María Rodríguez, su mujer durante 17 años. Era una idea fija, clavada en su mente. Una encendida obsesión, ardiendo en su corazón. Una terquedad chiflante, detenida en lo más hondo de su pensamiento. Una tragedia inevitable hincando su sentimiento, en la soledad del olvido. La mente perturbada de Manuel de Jesús Collado constituía un escollo peligroso para los planes de Mario Santiago Vargas y María Rodríguez, quienes cruzaban desafiantes un territorio volcánico de pasión sin freno.
Fue así como lentamente se había construido a expensas de la subversión, un túnel de rabia por el cual Manuel de Jesús Collado introducía enloquecido la imagen de su adorable ex compañera grabada en su cerebro, y su instinto animal lo desviaría del cauce normal del raciocinio, hilvanando la tragedia, en momento en que un diluvio enfogonado de sentimientos empapaba los corazones de la pareja enamorada, que se mantenían felices al margen de la calamidad que les asechaba como destino, en el final de un laberinto sin salida.
En plena época de Navidad, y en vísperas de las celebraciones por la venida de un año nuevo, la copa del resentimiento se rebosaría en el alma de Manuel de Jesús Collado, enterado de que los novios festejaban en el pueblo, con ritmos antillanos de sones y merengues, la espera del cañonazo de fin de año y el grato momento de reunirse con sus amigos, para compartir sus planes, cuando ya sólo faltaba un mes, 14 días y unas horas para sus bodas. Esa noche, mientras la gente estaba en el bar, y otra parte aglomerada en el parque, Manuel de Jesús Collado entró a la hacienda como un ladrón llevándose consigo sólo la escopeta del difunto don Luis Rodríguez, y se marchó de inmediato hacia el lugar de la fiesta, con el talante de un verdugo implacable, montado sobre un espigado y fuerte caballo pinto; escuchándose a lo lejos el merengue Caña Brava, en la voz de Joseíto Mateo, que salía con nitidez musical de la vellonera; y casi de inmediato, un pegajoso son cantado por el trío Los Matamoros.
Sus oídos no se concentraban en la música, porque sólo tenía oídos para escuchar el bramido del viento soplando fuerte, y sus ojos de lobo enrojecidos de furia, miraban la multitud abigarrada en el parque, aunque no lograban divisar con exactitud las caras que buscaban, ni fuera ni dentro, en el bar lleno de clientes. El baile estaba en su mejor momento; la orquestación era insuperable, la gente vibraba con el tañer de la tumbadora, con el nítido y suave sonido del piano, de las trompetas, los saxofones, el trombón y las guitarras. Entre las parejas, Mario Santiago Vargas y María Rodríguez constituían el centro de la fiesta. Él enlazaba el fino talle de la amada, aprisionando con sus fuertes brazos el bello cuerpo de la mujer, próximo a ser suya el día de San Valentín, bajo el compromiso de amarla y respetarla hasta que la muerte los separe. Y ella se recostaba amorosa en su pecho, sintiéndose abrigada, protegida de la brisa que entraba al bar murmurando sobre su pelo. Sus labios cosquilleaban el oído derecho de Mario Santiago Vargas, que la sentía sensual, provocadora y coqueta; y le correspondía suavemente cada beso con otro suyo más vehemente, más dulce y ardiente en su garganta, en su boca, y en todo su cuerpo.
La pareja estuvo contenta; en algunos momentos sus labios se aproximaban sin tocarse, cuando de pronto, se rompió el silencio con la llegada de Manuel enceguecido por los celos y creando una planicie por donde la sangre rumorosa se convertiría en una nueva sinfonía de la muerte, como jamás imaginó Beethoven. No hubo palabras… ni narradores que pudieran describir un suceso súbito, insospechado, absurdo, que puso fin a la esperanza: tres disparos de escopeta dentro del Bar y frente a centenares de personas sorprendidas, que miraron dos cuerpos caer bañados en sangre, y al matador suicidado, convirtieron en añicos las promesas y las ilusiones de amor, calidez y ternura aquella noche. Un chaparrón de aguas celestiales mojó al instante la gente aglomerada, atónita y aturdida, y una comunidad angelical descendió del firmamento a ofrecer con su ensoñadora presencia, el testimonio más elocuente de condena a las bajas pasiones. La lluvia intensa limpió el bar cubierto de sangre, y cuneta abajo se desplazó, simbolizando la romería de todos los enamorados del mundo, bailoteando efusivos en una revuelta de falos colosales que ingresaron en las profundidades de la noche.
Así terminó el ceremonial pavoroso del ultraje en el drama donde se confrontan las criaturas de la pasión y el rencor contra la desobediencia endiablada del capricho, bajo la perversidad fisgona del gentío. Una abundancia de lluvia cayó sobre el pavimento; era el clamor de los santos convirtiendo en un lodazal el lugar consagrado para velar los difuntos cuyo trepidar en fidelidad disimulada permanecería latente en cada rincón del lugar. En la orfandad y la tristeza quedó una jovencita, aturdida y desamparada, sola con 16 años, víctima de la irracionalidad de su padre consumido por las bajas pasiones.
Aura Collado Rodríguez se mantuvo aletargada durante los nueve días de rezos encabezados por una vecindad que recitó repetidamente el Padre Nuestro. Su prima se encargó de velar por su salud quebrantada, porque a duras penas consumió alimentos, especialmente durante el servicio nocturno de galletas con queso y café. Y durante ese largo ceremonial, miró sin ver a los curiosos que concurrieron a la vela en aparente manifestación de duelo, pero aprovechando cada momento posible para llevar a cabo sin disimulo, diálogos soterrados y narraciones de cuentos e historias de humor que se hicieron al compás de los efectos provocados por los tragos de ron y otras bebidas espirituosas.
Capítulo IV
RENOVACIÓN DEL SUEÑO Y LA ESPERANZA
Cuando se repuso la rutina en la hacienda, Aura había hecho conciencia del significado de la orfandad y de sus obligaciones para no perecer arrollada por la pesadumbre, el ocio y el hambre que comenzó a sentir en una tierra que cayó en un estado de crisis desde la muerte de don Luis Rodríguez, el único que tuvo la oportunidad y el empeño de trabajarla con sentido de prosperidad para darle a su familia un mejor futuro. De nuevo todo estuvo como al principio, cuando el abuelo adquirió la villa, porque la difunta María Rodríguez, después que Manuel de Jesús se fue, no tuvo la previsión ni la autoridad para trabajar la tierra, ni para nombrar un administrador que se dedicara a cuidarla y multiplicar los bienes dejados por el abuelo. María se había visto en la obligación de violentar una de las cláusulas del acto notarial sobre el manejo de la hacienda. Alquiló parte del terreno y vendió a bajo precio la poca ganadería y los animales de carga, en perjuicio del derecho adquirido por su hija en su niñez. Sin embargo, Aura con el tiempo pudo comprender que su madre se vio precisada a actuar de esa manera influida por los efectos de las precariedades económicas, y posiblemente confiada en que cuando se plasmara su proyectado matrimonio, tuviera tiempo para comenzar a recuperar los predios y bienes afectados. Sabía porque se lo dijo su abuelo, que su madre se acostumbró a desenvolverse un poco a la ligera, pero en ese momento estuvo consciente de que jamás ella quiso conspirar contra su economía, pues María no tenía dentro de la familia un motivo que la hiciera alimentar algún sentimiento inferior al amor.
Ella apreció en ese momento que la hacienda de Villa María estaba peor de lo que había imaginado. Sin duda a falta de un buen administrador desde la muerte de su abuelo y la salida de su padre. Pero también, por no haber allí quien la trabajara y cuidara las zonas sembradas de cítricos, plátanos y cocos; o que atendiese el jardín tapiado de rosas, ya que los capullos blancos y amarillos, sin excepción, se tornaron mustios y marchitos; y los escarabajos no cesaron de atacar sin control los frutales, causando graves destrozos, mientras que los frutos terminaron pudriéndose, urgidos de una mano recolectora que estuviera a tiempo en los árboles y sobre la crecida y descuidada yerba.
Nunca la hacienda se vio con tantas cucarachas, gusanos y alimañas por doquier. Las culebras, arañas, ciempiés, ranas, sapos, tarántulas y alacranes, fueron tanto que la villa se convirtió en un peligro comunitario, donde se sentía de igual manera a un montón de mosquitos inundando el charco tras el patio, poniendo en peligro la vida humana, originando el bien fundado temor de que pudiera surgir un brote de paludismo o de dengue. En esas circunstancias, Aura estuvo impotente, sin poder hacer nada para detener el croar y trajín de las ranas que se multiplicaron durante la primavera abundantemente en los estanques, recorriéndolos a saltos con su bocaza grande y su lengua larga y viscosa; y ante el cuadro calamitoso que presentaba la hacienda, ella se partió los sesos pensando en la búsqueda de recursos, intentando sin un soplo económico efectuar alguna maniobra para detener la inercia, que aumentó desde el comienzo de su soledad, cuando se percató de que su prima la iba a abandonar, yéndose hacia la comunidad de El Limón, donde sus otros parientes. Sola y sin dinero, reinició las diligencias truncas con la muerte de Mario Vargas, el asesinado novio de su madre: de agenciarse un empleo en el magisterio, porque tenía la capacidad y el empeño para obtener un nombramiento de maestra rural, especialmente en una escuela primaria de un pueblo cercano; y porque detentaba el requisito de un título de bachiller y una preparación académica respetable, además de un curso realizado en la disciplina de pedagogía para el desarrollo rural a nivel técnico.
Durante buen tiempo asistió una y otra vez al despacho del inspector regional de Educación, dejando allí su currículo, y solicitando, por otro lado, el respaldo de los dirigentes políticos del partido oficial; pero sólo pudo conseguir frustración y decepción, pues conseguir un empleo en el sector público era una misión ilusa si no se era parte militante de la base clientelar de los partidos que se disputaban el botín de la cosa pública.
Cansada de tocar puertas y esperar inútilmente una misiva del departamento de Educación, resolvió abandonar ese proyecto, pero con el transcurrir de los días aumentaron sus calamidades económicas; pasó un increíble verano recargada de variadas necesidades, complicándose su situación de miseria y en particular, la provisión de comida; desfalleciendo la esperanza, viéndose forzada a realizar el oficio improvisado de lavandera, para conseguir el pan de cada día, pues lo poco que dejó su madre se había agotado, y tuvo que resignarse por un largo tiempo en contener el anhelo de enseñar y estudiar simultáneamente.
La tristeza de Aura se había acentuado, en la medida en que vio disminuida la solidaridad de sus vecinos, ya que se desarrolló a su alrededor una actitud individualista, pues los viejos amigos de la casa apenas la visitaron y nadie se ofreció a ayudarla. En aquella demarcación cada individuo pensaba en sí mismo, en sus propias necesidades existenciales; por lo cual, comenzó a comprender la persona humana y visualizar toda sociedad caribeña como un revoltijo de ambiciones, de ingratitudes y egoísmo, donde cada sujeto encaraba la solución a sus problemas individuales, aunque tuviera que afectar a los demás, por la ausencia total de solidaridad.
En ese estado de ánimo, Aura entró al estadio de la madurez a temprana edad, cuando aún no contaba con el físico, ni el hábito, para acometer una empresa social exitosa; pero debió sobrevivir en la sociedad materialista en que se desenvolvía, con su energía intelectiva y mente prodigiosa, que mostró al público desde que era pequeña, cuando comenzó a pronunciar de memoria los nombres de los seres humanos, santos, animales y cosas que la rodeaban… en el tiempo que puso en evidencia su amplio dominio de las letras, de la naturaleza y de la geografía universal.
La agobiante mengua de la economía doméstica se erigió en su compañera inseparable; tuvo que lavar y planchar, enfrentar un rosario de vicisitudes y llevar consigo un tren de sacrificio esperando el momento de obtener un empleo fijo y una beca para sus estudios universitarios; sin embargo, pasaron los meses en que estuvo doblegada por la amargura, hundida en su desventura, sintiendo el agotamiento doloroso de sus esperanzas de una vida alegre y tranquila, con un empleo público y una hacienda florecida.
Una tarde que grabó para siempre en su corazón, como una estaca clavada en su pecho, conoció un comerciante de ascendiente alemán que despertó nuevamente sus ilusiones en obtener un oficio rentable, que transformara su estado de frustración y pesar. Fue un momento para recordarlo siempre. Ella estaba en la enramada del patio, y desde ese lugar vio a un individuo moviéndose en las afueras de la hacienda, alrededor de una planta de cactus punzantes; éste se detuvo en el portón de salida, tocando el grueso aldabón de la casa. Aura escuchó el chasquido y con mucha precaución se acercó al extraño para saber quién era y qué buscaba.
-Soy Wolfgang Heinrich Hermann, comerciante y estoy de paso vendiendo algunas mercancías –dijo el extraño.
Ella lo saludó con cortesía, lo escuchó con detenimiento y luego, susurró:
-¡Qué nombre más raro! ¿Quieres una taza de café?
El visitante asintió, musitando: “Si, quiero. Puedes llamarme Enrique”; y la chica se dirigió a la cocina, regresando con un vaso de agua y un café caliente que obsequió de manera gentil.
Wolfgang Heinrich Hermann era un vendedor de chucherías, objetos de fantasía, ropas y zapatos para mujeres y niños. Ese día andaba en su camioneta totalmente enlodada y polvorienta, que había hecho un largo recorrido por carreteras maltrechas cruzando por varios pueblos del Norte, haciendo el día a día comercial. Aura se abstuvo de ver y conocer los artículos en venta y sus ofertas, entendiendo que no debía perder el tiempo en hacerlo, porque carecía de dinero.
Desde que murió su madre, todo escaseaba allí. Fueron muy pocas las monedas y papeletas que pasaron por sus manos, y tuvo que usarlas siempre para sus gastos habituales en comida y urgencias caseras.
La conversación fue breve, charlaron sobre el progreso y la abundancia de las ciudades alemanas desde los tiempos de Konrad Adenauer y Billy Brandt, en comparación con el Berlín amurallado y políticamente oprimido de Erich Honecker, que por 44 años estuvo al margen de la civilización occidental y la influencia europea. Wolfgang Heinrich Hermann (Enrique), manifestó su desprecio por los judíos, dejando entrever su orientación neo nazista; y relató su llegada al Caribe como turista y además su posterior naturalización después de establecerse en la ciudad de Santiago, donde logró vivir a sus anchas. Ella experimentó una sensación de desagrado por su relato, y también de perplejidad, por aquella expresión de muesca o sonrisa irónica excesiva en su rostro, que la hizo estremecer de pavor.
Pero logró reponerse casi instantáneamente, al entender que no había agravio alguno en aquel decir anti judío y en aquella grotesca sonrisa, ya que en todo momento, el alemán Enrique se había comportado cordial y gentil en el diálogo. Por eso convino en recibirlo en la fecha del sábado siguiente, cuando le propuso visitarla; no tuvo razón, ni fuerza de voluntad para negarse y creyó también que nada perjudicial sobrevendría con el retorno del forastero, y se justificó a sí misma pensando en que no sería negativo dejar la soledad que la acompañaba desde la tragedia de sus padres. Se dijo que sería bueno hablar con nueva gente y encontrar en ella cierto desahogo a las penas torturantes que la asfixiaban en su aislamiento casi total.
Los días corrieron y llegó el sábado convenido. Enrique entró nuevamente a la hacienda por el jardín, y después de un saludo cálido y antes de que lo invitaran a pasar a la sala o a sentarse en una de las sillas desperdigadas en la terraza, mostrando su extravagante y rara sonrisa, se tomó la confianza de agarrar un taburete de piel de res, colocarlo debajo un árbol y sentarse como si estuviera en su propia casa, forzando con su audacia un diálogo como quiso, el cual se llevó a efecto inmediatamente concluyó el ritual ceremonioso del servicio de un café humeante y sabroso, que duró unos cinco minutos; el tiempo justo que requirió en saborearlo e ingerirlo.
Enrique comenzó a hablar de la buena vida en la ciudad, de las oportunidades de empleos y de educación; y los ojos de Aura adquirieron el brillo intenso de las personas ansiosas por romper las cadenas de la miseria. Lo escuchó con cierto asombro hablar de las facilidades de empleo en las grandes ciudades, y de manera concreta sobre un negocio en la ciudad de Santiago, donde empleaban chicas de buena presencia y con alguna destreza para fungir de cajeras, manejando cajas automáticas depositarias de dinero. Se refería a un centro de diversión situado en la urbanización El Paraíso, en el que había siempre plazas vacantes para chicas necesitadas.
Esta invitación la llenó de esperanza pensando que se aproximaba el momento de poseer una renta mensual para costear sus estudios y de vivir la vida conforme al sueño que siempre había tenido, en un contexto de tranquilidad y alegría, conociendo y compartiendo con jóvenes de su edad, para aprender cosas que ignoraba sobre la naturaleza humana y la vida misma. No ocultó su entusiasmo, se desbordó en júbilo y se preparó para mudarse a Santiago, para superar la tragedia vivida y comenzar una época nueva de paz y bienestar.
El diálogo concluyó como se lo propuso y quiso el alemán; de modo que Aura, sin consultar con nadie más en la comarca, aceptó su propuesta y decidió mudarse a Santiago, confiada en que allí se gestaría un cambio en su favor, porque lejos estaba su pensamiento de que el destino le tenía reservada una nueva y dolorosa prueba de desengaño y de crueldad, como jamás pensó conocer.
Llegó de noche a Santiago, y al instante de su arribo, fue conducida junto a Enrique a una residencia aparentemente familiar, que pronto comprendió que no era otra cosa, que un discreto burdel donde imperaba un orden y una rígida vigilancia, pues en la puerta de acceso estaban dos hombres jóvenes y de mucha fortaleza, pidiendo la cédula de identidad para dejar pasar al interior, porque no se permitía la entrada de niños, ni de personas armadas, o con mal aspecto físico, a ese lugar; donde le esperaba su primer trabajo en la vida, en función de camarera.
Estuvo unos minutos en el salón de estar, esperando a la señora que Enrique estaba procurando, y luego pasaron a un salón bastante holgado, con un largo y vistoso alfombrado rojo, que se asemejaba al usado en eventos artísticos como los premios El Casandra.
Le bastó recoger con sus ojos cada detalle del interior de la casa para comenzar a sentir miedo, pues allí había una sucesión de mesas redondas y cómodas sillas giratorias de metal y, en un apartado rincón, se hallaba una vellonera de neón ordenada para animar el ambiente, de donde emergía una balada en la voz de Antonio Prieto, el inmortal intérprete de “La Novia”, que pintaba claro que aquel sitio no era un negocio cualquiera, sino algo más que un territorio de trabajo.
Aura intentó hablarle a Enrique para expresarle su enojo e insatisfacción, cuando de pronto se alumbró todo el lugar y se escuchó un soplido, como una voz de una mujer:
-Bienvenidos a mi bar, donde están los mejores cueros del mundo, mujeres bonitas y bien formadas, de grandes ligas en el amor -anunció la voz por un altoparlante.
Ahora con la sala iluminada Aura veía claramente a la señora del bar y a una decena de jóvenes cabareteras, con sus ropas sexi, sus corsés y escotes provocativos, sentadas compartiendo tragos con jóvenes galantes y algunos hombres de edad, en un momento de suma alegría. Entre ellas había algunas en jeans y otras en minifaldas, exageradamente maquilladas, pero sin nada familiar en común, a no ser sólo su juventud y belleza.
Esa misma noche, junto a Enrique recorrió a pies dos cuadras vecinas, pasando por un lugar llamado “zona roja”, y allí intensificó su temor, pues pudo contactar que estaba sin duda alguna en el barrio de los burdeles santiagueros, donde, pese a estar acompañada, era insistentemente abordada por clientes reales o potenciales, que requerían información sobre las tarifas de las jóvenes cabareteras.
Pudo ver las siluetas de chicas y chicos acaramelados en las esquinas, bajo las luces multicolores de los avisos de neón; reían y se divertían de manera escandalosa, pavoneándose por las calles con suma coquetería.
Aura se sintió muy enfadada por estar allí y pidió a Enrique regresar, o ir a otro lugar. Volvieron al bar, que a esa hora estaba repleto de paisanos, porque había llegado el conjunto musical de Félix del Rosario y sus magos del ritmo, que comenzaron la fiesta tocando “Mal pelao”, en la voz melódica de Frank Cruz, quien continuó a seguidas con un popurrí de merengues, a dúo con el Negrito Macabí, entre ellos, “La bailadora” y “Ay que negra tengo”, los cuales marcaron una época, por su pegada en el público y su amplia difusión en la radio.
Notó que en el bar se habían sumado nuevas chicas que no vio anteriormente y sus ojos se toparon además con el cuerpo impresionante de un negro alto y robusto, de unos 35 años, que le fue presentado de inmediato con el nombre de Frank Robles, Administrador del sitio, quien ordenaba el despacho de bebidas alcohólicas, de gaseosas y de una que otra “picadera”, mientras varias mozas llegaban ante él con sus bandejas al hombro, tomando los productos para despachar, que luego eran distribuidos de acuerdo a un ordenamiento escrupuloso de pedidos de los clientes ubicados en las diferentes mesas.
Ella atinó a preguntar sobre las condiciones de trabajo, y el administrador le dijo: “No hay un gran sueldo, pero podrás ganar mucho dependiendo de tu empeño, porque de tu entusiasmo y dedicación dependerá que obtengas grandes ganancias”
Fue en ese instante que ella comprendió con claridad que había encontrado su primer trabajo. Frank Robles le explicó las reglas básicas del bar; allí ganaría un sueldo mínimo en pesos, más el 40 por ciento de las propinas y el servicio al cliente.
Aura rápidamente se dio cuenta de que esa “ocupación” sería un engaño, un abuso de confianza que la obligaría a hacer cosas denigrantes, con lo cual se desvanecía su esperanza, se ahogaba su ilusión de un trabajo decente y se apagaba su deseo de vivir alegre y feliz. Comprendió ahí mismo que su vida había tomado el camino de la prostitución involuntaria, que no estaba en condiciones de evitar. Se sintió más sola que nunca, con 16 añitos de vida, con poca o ninguna mundología, y sometida a una especie de secuestro.
Durante un tiempo viviría una experiencia inerrable, que desgajó su virginidad mental y le produciría también un desgarramiento en su conciencia. Sin embargo, en medio de su pena, lograría conocer en aquel sitio infernal de la Urbanización “El Paraíso” (muy casualmente llamada así), a un ser compasivo, un cliente al que confió la triste realidad de su vivencia ignominiosa, y ese individuo se erigió de manera piadosa en su protector, sin sexo; en su tutor indulgente, en su tabla de salvación. Fue éste quien dio a conocer a la prensa la trata de blancas que había en aquel centro recreativo, y fue éste quien presentó la denuncia en torno a su condición de menor, provocando la intervención policial liberadora, junto a otras tres chicas también menores.
Sin embargo, el daño estaba hecho y era mucho mayor de lo que podía nadie imaginarse en ese momento; pues de aquel incidente quedó embarazada, para incrementar su agonía y anhelar morirse de vergüenza.
El abogado César Céspedes viajó a Santiago, a encargarse de preparar el expediente de abuso sexual contra los implicados en el caso de Aura, que resultaron ser el administrador del bar, el alemán Enrique y un par de clientes, acusados por ante la jurisdicción de instrucción local.
El abogado llevó también el caso a los medios de comunicación, que lo divulgaron ampliamente, omitiendo el nombre de Aura y de las otras tres chicas menores que fueron obligadas a prostituirse en el bar, alegando que era un asunto de interés público y considerando la querella como un deber social que ponía al descubierto los tejemanejes de un acto atroz y criminal, pues las relaciones sexuales no consentidas y el abuso a chicas adolescentes, generan dramas dolorosos, que terminaban siendo traumas riesgosos para ellas, por el peligro de ser embarazadas o de contraer enfermedades contagiosas, como el Sida.
Su denuncia originó un amplio repudio en la sociedad, pero no había mecanismo para castigar a los culpables de las apuntadas vejaciones, pues no se contaba para la época con un código de protección a los menores, por lo que finalmente se vio compelido a aceptar un acuerdo con los implicados, una transacción judicial mediante la cual se abocarían al pago de una indemnización por daños y perjuicios.
Aura estuvo varios meses residiendo temporalmente en Santiago, en la casa de una antigua amiga de su madre, que tenía mucho conocimiento de medicina natural y brebajes y se encargó de prepararle un aborto efectivo sin recurrencia clínica, por medio de una pócima de cáscaras de aguacate, logrando interrumpir la vida de un feto en sus entrañas, pero sin poder evitar que trascendiera lo acontecido, y que por ello, durante un buen tiempo, tuviera que hacer frente a la intransigencia implacable de la sociedad y a la naturaleza animal agazapada en la débil conciencia de sus coterráneos.
Capítulo V
CONOCIENDO LA SOLIDARIDAD Y EL AMOR
No obstante la rebeldía de Aura ante la exageración indolente de los hechos recientes ocurridos en la ciudad de Santiago, y su firme rechazo a la marginación social que sentía, fue inútil su esfuerzo por eludir el flujo de enredos en aquella comunidad rural anarquizada por la holganza y el chisme. Le había tocado ser parte de una sociedad que era el prototipo inequívoco de la fatuidad y la altivez, donde casi todos sus habitantes carecían de humildad, lo cual chocaba con el caudal inmenso de sencillez y modestia que habitaba en su interior. Con apenas 16 años había madurado de prisa en un tiempo de pesares, rehuyendo el esquinazo pérfido de alguna gente sin horizonte, apertrechándose de firmeza y habilidad para conquistar su sueño, y reasumiendo la conducción de su vida con serenidad y entusiasmo. De tal manera que en su interior se produjo un estallido de confianza, de recuperación de la iniciativa y el optimismo, despertando sus ojos con una llama encendida de esperanza, con su color verde asemejándose a un pozo de alegría y de ternura, despidiendo de sus pupilas la amargura y renovando el sentido de la vida, para ser finalmente una flamante rosa en primavera.
A su retorno a Villa María comenzó a tratar al profesor Juan Flores, un ilustre educador y pastor adventista nacido en el municipio de Sánchez, provincia de Samaná, a quien sólo conocía entonces por referencia de su madre, que había hablado con él brevemente en la ceremonia de su presentación a los funcionarios, profesores, alumnos y demás relacionados con la escuela, que llevó a cabo el director, licenciado Pedro López, en su primer día de trabajo, luego de su llegada al pueblo. Había oído expresarse a su madre con palabras de elogios sobre el avezado maestro que la había impresionado con sus finos modales y su apariencia bondadosa; pues decía sentirse agradecida por el gesto de cortesía que éste tuvo en su primer contacto con la escuela, regalándole a todos los presentes “El Camino a Cristo”, el libro de inspiración divina más conocido después de la biblia, conteniendo los sueños proféticos y reconfortantes consejos de la escritora estadounidense Elena G. de White, considerado un éxito de librería.
De acuerdo a la percepción de la chica, la madre no se había equivocado cuando calificó al educador de ser humano íntegro y caballeroso. Esa cualidad también se la había mostrado desde que lo viera a su regreso de Santiago, siendo con ella afable y amigable, tendiéndole una mano solidaria cuando otros que conocía de toda una vida, les negaban una sonrisa, o un simple saludo. Gracias a él y al abogado Céspedes fue que pudo reanudar su empeño por lograr un puesto de maestra de primaria, aprovechando una visita sorpresiva a la región del ministro de Educación, quien estaría allí de paso, deteniéndose por unas horas en la casa del pastor Flores, a poca distancia de la hacienda, donde estaría siendo recibido por el director.
Nadie en el pueblo sabía de esa visita improvisada e inesperada del representante del gobierno. De haberse conocido a tiempo la noticia, ella se hubiera preparado convenientemente, contando con el apoyo de Céspedes, quien era un viejo amigo y cachanchán del funcionario desde su época de estudiante; pero por suerte, ese día se produjo la coincidencia de que ambos se enteraron de su llegada casi de manera simultánea. A él se lo informó el propio ministro, en un acto que traducía un manifiesto de afectividad hacia el amigo, sin sujeción a protocolo, ni a jerarquías sociales coyunturales. Y ella lo supo, en cambio, de una manera tan casual, que retumbaría en su memoria con nitidez y precisión toda su vida. Ese día se había desplazado -de modo inusual- desde su casa hasta el pueblo de Barrabás, situado a unos trescientos metros de distancia de la hacienda, pensando en proveerse de café y azúcar en la pulpería más cercana; vio su limusina azul pasar a su lado tocando bocina, pero no pudo reconocerlo porque el auto llevaba los cristales entintados y el polvo le impidió ver la numeración de la placa oficial. Al poco rato, pasaron a su lado dos vecinos del lugar, señalando uno de ellos en alta voz: “En ese flamante carro va el mismísimo ministro de Educación haciendo bulla”.
Ante esa novedad, cruzó por su cabeza el recuerdo de las fracasadas diligencias hechas por el difunto Mario Santiago Vargas en el Ministerio de Educación, en la capital; y rápidamente, sin pensarlo mucho, dio marcha atrás; dejando inconclusa su gestión de compra y regresando a la hacienda, dándose allí un buen baño y poniéndose una ropa presentable para ir a buscar al licenciado Céspedes, primero; y luego al ministro, caminando entre los caseríos de pobres y los árboles de sombra a la orilla de la carretera, eludiendo el sol abrasante y el calor inevitable, hasta llegar donde éste estaba, en la casa que había alquilado el profesor Flores, quien al verlo llegar los proveyó de unas toallas limpias para que se secaran el sudor y se pusieran presentables. Ella agradeció la gentileza del pastor, recordando la observación de su madre sobre su afabilidad y reciedumbre; mas sería mucho tiempo después que se relacionarían y ella se familiarizaría con el “Espíritu de Profecía” y el santuario del cielo, que también les regaló, y que ha sido la obra cumbre de la señora De White, basada en la doctrina de la segunda venida de Jesucristo.
Ella jamás olvidaría aquella mañana anubarrada de ese verano, cuando vio al ministro de apellido Gil, que era un moreno pálido, de mediana estatura y traje gris impecable, ocupando un asiento en el centro de la estrecha sala de la casa de madera de palma del pastor Flores y conversando con varios de los presentes. Le satisfizo plenamente que cuando la vio llegar y sintió la presencia de Céspedes, el ministro dio un brinco en su silla, dirigiéndose hacia ellos con una ancha sonrisa en los labios, saludándola muy cortés, abriendo de par en par sus brazos, para darle un efusivo saludo a Céspedes, de quien dijo -para que todos oyeran- que era su amigo de antaño.
-¿Qué tal César? Tú me has abandonado –dijo el ministro.
-No lo creas, Pedro –respondió Céspedes.
-Dime, ¿en qué te puedo servir? –preguntó el ministro.
El abogado Céspedes volvió a abrazarlo con alegría; eran dos viejos amigos con largo tiempo sin verse, y no cesaban de darse apretones de manos, de reciprocarse simpatías y evocar antiguos recuerdos. Hubo aquí efusividad vibrante, alegría indescriptible, fogosidad, entusiasmo, de todo. Al cabo de unos minutos, entre recuerdo y recuerdo, el ministro miró sonriente de nuevo a la chica y ésta comenzó a exponer su sueño de maestra, su deseo de ser incorporada al magisterio, mientras el funcionario la escuchó sereno y tranquilo, pero asombrado de su verbosidad y elocuencia juvenil, así como de su excelente currículo. Al final, guardó en el bolsillo izquierdo del interior de su chaqueta, el acta de nacimiento y la certificación de bachiller que ella le entregó; y en un papel que le pasaron, anotó el número telefónico para localizarla; prometiéndole que sería recomendada para un puesto de profesora de primaria, obviando su condición de adolescente, ya que aún le faltaba un tiempo para la mayoría de edad.
Su designación sería una promesa relampagueante y fallida, imposible de materializar debido a la radical oposición de la Asociación de Padres y Amigos de la Escuela, que amenazó con el retiro masivo de los niños, en caso de concretarse; considerándola como una afrenta a la ética municipal, en virtud de la presumible trascendencia de los hechos conocidos de Santiago. Esa protesta llegó a la más alta instancia del poder, tumbando el visto bueno del ministro, dejando a la desdichada chica sin otra alternativa que olvidar ese sueño, dedicándose por un tiempo al trabajo doméstico de lavado y planchado de ropas, inclusive de muchas familias impugnantes. Se mantuvo unos meses aislada, en bajo perfil, hasta que llegó el día del cumpleaños de una de sus primas, con quien había compartido desde niña en la hacienda, siendo entonces ella su niñera, instructora y amiga considerada. Aprovechando esa circunstancia y necesitando un nuevo aire para escurrírsele a la tristeza y al aburrimiento, se preparó para irse a la sección de El Limón, recordando que la última vez que estuvo allí, fue cuando viajó con su abuelo, teniendo no más de ocho años de edad; de modo que sólo le quedaba un vago recuerdo, y sería reconfortante comenzar a conocer la familia, para renovar los afectos, insuflándole a su espíritu un poco de alegría y entusiasmo durante este evento de cumpleaños.
El día del agasajo había llegado y esperaba que esa fiesta fuese un festejo inolvidable. Se inició a las siete de la noche de un 19 de marzo y allí estaba ella, junto a la homenajeada, contemplándola asombrada, viéndola lucir como nunca: graciosa, radiante, reluciente, correctamente maquillada, rodeada de familiares y amigos, trasformada en el centro de atracción de un colmenar humano agolpado en la sala de baile, coreando la canción “El regalo mejor”, del maestro Ramón Rafael Casado Soler, que la escribió preso en una de las ergástulas de la tiranía más cruel del Caribe: Celebro tu cumpleaños/tan pronto vi asomar el sol/ y en este día glorioso/ pido tu dicha al Señor/ porque lo he considerado/ como un regalo mejor/Toma un abrazo, que yo te doy/ con mucha sinceridad./ Toma mi abrazo, tu amigo soy/ y mucha felicidad. Y de inmediato, el “Happy Birthday”, dando inicio formal a la fiesta.
Cuando se repuso la rutina en la hacienda, Aura había hecho conciencia del significado de la orfandad y de sus obligaciones para no perecer arrollada por la pesadumbre, el ocio y el hambre que comenzó a sentir en una tierra que cayó en un estado de crisis desde la muerte de don Luis Rodríguez, el único que tuvo la oportunidad y el empeño de trabajarla con sentido de prosperidad para darle a su familia un mejor futuro. De nuevo todo estuvo como al principio, cuando el abuelo adquirió la villa, porque la difunta María Rodríguez, después que Manuel de Jesús se fue, no tuvo la previsión ni la autoridad para trabajar la tierra, ni para nombrar un administrador que se dedicara a cuidarla y multiplicar los bienes dejados por el abuelo. María se había visto en la obligación de violentar una de las cláusulas del acto notarial sobre el manejo de la hacienda. Alquiló parte del terreno y vendió a bajo precio la poca ganadería y los animales de carga, en perjuicio del derecho adquirido por su hija en su niñez. Sin embargo, Aura con el tiempo pudo comprender que su madre se vio precisada a actuar de esa manera influida por los efectos de las precariedades económicas, y posiblemente confiada en que cuando se plasmara su proyectado matrimonio, tuviera tiempo para comenzar a recuperar los predios y bienes afectados. Sabía porque se lo dijo su abuelo, que su madre se acostumbró a desenvolverse un poco a la ligera, pero en ese momento estuvo consciente de que jamás ella quiso conspirar contra su economía, pues María no tenía dentro de la familia un motivo que la hiciera alimentar algún sentimiento inferior al amor.
Ella apreció en ese momento que la hacienda de Villa María estaba peor de lo que había imaginado. Sin duda a falta de un buen administrador desde la muerte de su abuelo y la salida de su padre. Pero también, por no haber allí quien la trabajara y cuidara las zonas sembradas de cítricos, plátanos y cocos; o que atendiese el jardín tapiado de rosas, ya que los capullos blancos y amarillos, sin excepción, se tornaron mustios y marchitos; y los escarabajos no cesaron de atacar sin control los frutales, causando graves destrozos, mientras que los frutos terminaron pudriéndose, urgidos de una mano recolectora que estuviera a tiempo en los árboles y sobre la crecida y descuidada yerba.
Nunca la hacienda se vio con tantas cucarachas, gusanos y alimañas por doquier. Las culebras, arañas, ciempiés, ranas, sapos, tarántulas y alacranes, fueron tanto que la villa se convirtió en un peligro comunitario, donde se sentía de igual manera a un montón de mosquitos inundando el charco tras el patio, poniendo en peligro la vida humana, originando el bien fundado temor de que pudiera surgir un brote de paludismo o de dengue. En esas circunstancias, Aura estuvo impotente, sin poder hacer nada para detener el croar y trajín de las ranas que se multiplicaron durante la primavera abundantemente en los estanques, recorriéndolos a saltos con su bocaza grande y su lengua larga y viscosa; y ante el cuadro calamitoso que presentaba la hacienda, ella se partió los sesos pensando en la búsqueda de recursos, intentando sin un soplo económico efectuar alguna maniobra para detener la inercia, que aumentó desde el comienzo de su soledad, cuando se percató de que su prima la iba a abandonar, yéndose hacia la comunidad de El Limón, donde sus otros parientes. Sola y sin dinero, reinició las diligencias truncas con la muerte de Mario Vargas, el asesinado novio de su madre: de agenciarse un empleo en el magisterio, porque tenía la capacidad y el empeño para obtener un nombramiento de maestra rural, especialmente en una escuela primaria de un pueblo cercano; y porque detentaba el requisito de un título de bachiller y una preparación académica respetable, además de un curso realizado en la disciplina de pedagogía para el desarrollo rural a nivel técnico.
Durante buen tiempo asistió una y otra vez al despacho del inspector regional de Educación, dejando allí su currículo, y solicitando, por otro lado, el respaldo de los dirigentes políticos del partido oficial; pero sólo pudo conseguir frustración y decepción, pues conseguir un empleo en el sector público era una misión ilusa si no se era parte militante de la base clientelar de los partidos que se disputaban el botín de la cosa pública.
Cansada de tocar puertas y esperar inútilmente una misiva del departamento de Educación, resolvió abandonar ese proyecto, pero con el transcurrir de los días aumentaron sus calamidades económicas; pasó un increíble verano recargada de variadas necesidades, complicándose su situación de miseria y en particular, la provisión de comida; desfalleciendo la esperanza, viéndose forzada a realizar el oficio improvisado de lavandera, para conseguir el pan de cada día, pues lo poco que dejó su madre se había agotado, y tuvo que resignarse por un largo tiempo en contener el anhelo de enseñar y estudiar simultáneamente.
La tristeza de Aura se había acentuado, en la medida en que vio disminuida la solidaridad de sus vecinos, ya que se desarrolló a su alrededor una actitud individualista, pues los viejos amigos de la casa apenas la visitaron y nadie se ofreció a ayudarla. En aquella demarcación cada individuo pensaba en sí mismo, en sus propias necesidades existenciales; por lo cual, comenzó a comprender la persona humana y visualizar toda sociedad caribeña como un revoltijo de ambiciones, de ingratitudes y egoísmo, donde cada sujeto encaraba la solución a sus problemas individuales, aunque tuviera que afectar a los demás, por la ausencia total de solidaridad.
En ese estado de ánimo, Aura entró al estadio de la madurez a temprana edad, cuando aún no contaba con el físico, ni el hábito, para acometer una empresa social exitosa; pero debió sobrevivir en la sociedad materialista en que se desenvolvía, con su energía intelectiva y mente prodigiosa, que mostró al público desde que era pequeña, cuando comenzó a pronunciar de memoria los nombres de los seres humanos, santos, animales y cosas que la rodeaban… en el tiempo que puso en evidencia su amplio dominio de las letras, de la naturaleza y de la geografía universal.
La agobiante mengua de la economía doméstica se erigió en su compañera inseparable; tuvo que lavar y planchar, enfrentar un rosario de vicisitudes y llevar consigo un tren de sacrificio esperando el momento de obtener un empleo fijo y una beca para sus estudios universitarios; sin embargo, pasaron los meses en que estuvo doblegada por la amargura, hundida en su desventura, sintiendo el agotamiento doloroso de sus esperanzas de una vida alegre y tranquila, con un empleo público y una hacienda florecida.
Una tarde que grabó para siempre en su corazón, como una estaca clavada en su pecho, conoció un comerciante de ascendiente alemán que despertó nuevamente sus ilusiones en obtener un oficio rentable, que transformara su estado de frustración y pesar. Fue un momento para recordarlo siempre. Ella estaba en la enramada del patio, y desde ese lugar vio a un individuo moviéndose en las afueras de la hacienda, alrededor de una planta de cactus punzantes; éste se detuvo en el portón de salida, tocando el grueso aldabón de la casa. Aura escuchó el chasquido y con mucha precaución se acercó al extraño para saber quién era y qué buscaba.
-Soy Wolfgang Heinrich Hermann, comerciante y estoy de paso vendiendo algunas mercancías –dijo el extraño.
Ella lo saludó con cortesía, lo escuchó con detenimiento y luego, susurró:
-¡Qué nombre más raro! ¿Quieres una taza de café?
El visitante asintió, musitando: “Si, quiero. Puedes llamarme Enrique”; y la chica se dirigió a la cocina, regresando con un vaso de agua y un café caliente que obsequió de manera gentil.
Wolfgang Heinrich Hermann era un vendedor de chucherías, objetos de fantasía, ropas y zapatos para mujeres y niños. Ese día andaba en su camioneta totalmente enlodada y polvorienta, que había hecho un largo recorrido por carreteras maltrechas cruzando por varios pueblos del Norte, haciendo el día a día comercial. Aura se abstuvo de ver y conocer los artículos en venta y sus ofertas, entendiendo que no debía perder el tiempo en hacerlo, porque carecía de dinero.
Desde que murió su madre, todo escaseaba allí. Fueron muy pocas las monedas y papeletas que pasaron por sus manos, y tuvo que usarlas siempre para sus gastos habituales en comida y urgencias caseras.
La conversación fue breve, charlaron sobre el progreso y la abundancia de las ciudades alemanas desde los tiempos de Konrad Adenauer y Billy Brandt, en comparación con el Berlín amurallado y políticamente oprimido de Erich Honecker, que por 44 años estuvo al margen de la civilización occidental y la influencia europea. Wolfgang Heinrich Hermann (Enrique), manifestó su desprecio por los judíos, dejando entrever su orientación neo nazista; y relató su llegada al Caribe como turista y además su posterior naturalización después de establecerse en la ciudad de Santiago, donde logró vivir a sus anchas. Ella experimentó una sensación de desagrado por su relato, y también de perplejidad, por aquella expresión de muesca o sonrisa irónica excesiva en su rostro, que la hizo estremecer de pavor.
Pero logró reponerse casi instantáneamente, al entender que no había agravio alguno en aquel decir anti judío y en aquella grotesca sonrisa, ya que en todo momento, el alemán Enrique se había comportado cordial y gentil en el diálogo. Por eso convino en recibirlo en la fecha del sábado siguiente, cuando le propuso visitarla; no tuvo razón, ni fuerza de voluntad para negarse y creyó también que nada perjudicial sobrevendría con el retorno del forastero, y se justificó a sí misma pensando en que no sería negativo dejar la soledad que la acompañaba desde la tragedia de sus padres. Se dijo que sería bueno hablar con nueva gente y encontrar en ella cierto desahogo a las penas torturantes que la asfixiaban en su aislamiento casi total.
Los días corrieron y llegó el sábado convenido. Enrique entró nuevamente a la hacienda por el jardín, y después de un saludo cálido y antes de que lo invitaran a pasar a la sala o a sentarse en una de las sillas desperdigadas en la terraza, mostrando su extravagante y rara sonrisa, se tomó la confianza de agarrar un taburete de piel de res, colocarlo debajo un árbol y sentarse como si estuviera en su propia casa, forzando con su audacia un diálogo como quiso, el cual se llevó a efecto inmediatamente concluyó el ritual ceremonioso del servicio de un café humeante y sabroso, que duró unos cinco minutos; el tiempo justo que requirió en saborearlo e ingerirlo.
Enrique comenzó a hablar de la buena vida en la ciudad, de las oportunidades de empleos y de educación; y los ojos de Aura adquirieron el brillo intenso de las personas ansiosas por romper las cadenas de la miseria. Lo escuchó con cierto asombro hablar de las facilidades de empleo en las grandes ciudades, y de manera concreta sobre un negocio en la ciudad de Santiago, donde empleaban chicas de buena presencia y con alguna destreza para fungir de cajeras, manejando cajas automáticas depositarias de dinero. Se refería a un centro de diversión situado en la urbanización El Paraíso, en el que había siempre plazas vacantes para chicas necesitadas.
Esta invitación la llenó de esperanza pensando que se aproximaba el momento de poseer una renta mensual para costear sus estudios y de vivir la vida conforme al sueño que siempre había tenido, en un contexto de tranquilidad y alegría, conociendo y compartiendo con jóvenes de su edad, para aprender cosas que ignoraba sobre la naturaleza humana y la vida misma. No ocultó su entusiasmo, se desbordó en júbilo y se preparó para mudarse a Santiago, para superar la tragedia vivida y comenzar una época nueva de paz y bienestar.
El diálogo concluyó como se lo propuso y quiso el alemán; de modo que Aura, sin consultar con nadie más en la comarca, aceptó su propuesta y decidió mudarse a Santiago, confiada en que allí se gestaría un cambio en su favor, porque lejos estaba su pensamiento de que el destino le tenía reservada una nueva y dolorosa prueba de desengaño y de crueldad, como jamás pensó conocer.
Llegó de noche a Santiago, y al instante de su arribo, fue conducida junto a Enrique a una residencia aparentemente familiar, que pronto comprendió que no era otra cosa, que un discreto burdel donde imperaba un orden y una rígida vigilancia, pues en la puerta de acceso estaban dos hombres jóvenes y de mucha fortaleza, pidiendo la cédula de identidad para dejar pasar al interior, porque no se permitía la entrada de niños, ni de personas armadas, o con mal aspecto físico, a ese lugar; donde le esperaba su primer trabajo en la vida, en función de camarera.
Estuvo unos minutos en el salón de estar, esperando a la señora que Enrique estaba procurando, y luego pasaron a un salón bastante holgado, con un largo y vistoso alfombrado rojo, que se asemejaba al usado en eventos artísticos como los premios El Casandra.
Le bastó recoger con sus ojos cada detalle del interior de la casa para comenzar a sentir miedo, pues allí había una sucesión de mesas redondas y cómodas sillas giratorias de metal y, en un apartado rincón, se hallaba una vellonera de neón ordenada para animar el ambiente, de donde emergía una balada en la voz de Antonio Prieto, el inmortal intérprete de “La Novia”, que pintaba claro que aquel sitio no era un negocio cualquiera, sino algo más que un territorio de trabajo.
Aura intentó hablarle a Enrique para expresarle su enojo e insatisfacción, cuando de pronto se alumbró todo el lugar y se escuchó un soplido, como una voz de una mujer:
-Bienvenidos a mi bar, donde están los mejores cueros del mundo, mujeres bonitas y bien formadas, de grandes ligas en el amor -anunció la voz por un altoparlante.
Ahora con la sala iluminada Aura veía claramente a la señora del bar y a una decena de jóvenes cabareteras, con sus ropas sexi, sus corsés y escotes provocativos, sentadas compartiendo tragos con jóvenes galantes y algunos hombres de edad, en un momento de suma alegría. Entre ellas había algunas en jeans y otras en minifaldas, exageradamente maquilladas, pero sin nada familiar en común, a no ser sólo su juventud y belleza.
Esa misma noche, junto a Enrique recorrió a pies dos cuadras vecinas, pasando por un lugar llamado “zona roja”, y allí intensificó su temor, pues pudo contactar que estaba sin duda alguna en el barrio de los burdeles santiagueros, donde, pese a estar acompañada, era insistentemente abordada por clientes reales o potenciales, que requerían información sobre las tarifas de las jóvenes cabareteras.
Pudo ver las siluetas de chicas y chicos acaramelados en las esquinas, bajo las luces multicolores de los avisos de neón; reían y se divertían de manera escandalosa, pavoneándose por las calles con suma coquetería.
Aura se sintió muy enfadada por estar allí y pidió a Enrique regresar, o ir a otro lugar. Volvieron al bar, que a esa hora estaba repleto de paisanos, porque había llegado el conjunto musical de Félix del Rosario y sus magos del ritmo, que comenzaron la fiesta tocando “Mal pelao”, en la voz melódica de Frank Cruz, quien continuó a seguidas con un popurrí de merengues, a dúo con el Negrito Macabí, entre ellos, “La bailadora” y “Ay que negra tengo”, los cuales marcaron una época, por su pegada en el público y su amplia difusión en la radio.
Notó que en el bar se habían sumado nuevas chicas que no vio anteriormente y sus ojos se toparon además con el cuerpo impresionante de un negro alto y robusto, de unos 35 años, que le fue presentado de inmediato con el nombre de Frank Robles, Administrador del sitio, quien ordenaba el despacho de bebidas alcohólicas, de gaseosas y de una que otra “picadera”, mientras varias mozas llegaban ante él con sus bandejas al hombro, tomando los productos para despachar, que luego eran distribuidos de acuerdo a un ordenamiento escrupuloso de pedidos de los clientes ubicados en las diferentes mesas.
Ella atinó a preguntar sobre las condiciones de trabajo, y el administrador le dijo: “No hay un gran sueldo, pero podrás ganar mucho dependiendo de tu empeño, porque de tu entusiasmo y dedicación dependerá que obtengas grandes ganancias”
Fue en ese instante que ella comprendió con claridad que había encontrado su primer trabajo. Frank Robles le explicó las reglas básicas del bar; allí ganaría un sueldo mínimo en pesos, más el 40 por ciento de las propinas y el servicio al cliente.
Aura rápidamente se dio cuenta de que esa “ocupación” sería un engaño, un abuso de confianza que la obligaría a hacer cosas denigrantes, con lo cual se desvanecía su esperanza, se ahogaba su ilusión de un trabajo decente y se apagaba su deseo de vivir alegre y feliz. Comprendió ahí mismo que su vida había tomado el camino de la prostitución involuntaria, que no estaba en condiciones de evitar. Se sintió más sola que nunca, con 16 añitos de vida, con poca o ninguna mundología, y sometida a una especie de secuestro.
Durante un tiempo viviría una experiencia inerrable, que desgajó su virginidad mental y le produciría también un desgarramiento en su conciencia. Sin embargo, en medio de su pena, lograría conocer en aquel sitio infernal de la Urbanización “El Paraíso” (muy casualmente llamada así), a un ser compasivo, un cliente al que confió la triste realidad de su vivencia ignominiosa, y ese individuo se erigió de manera piadosa en su protector, sin sexo; en su tutor indulgente, en su tabla de salvación. Fue éste quien dio a conocer a la prensa la trata de blancas que había en aquel centro recreativo, y fue éste quien presentó la denuncia en torno a su condición de menor, provocando la intervención policial liberadora, junto a otras tres chicas también menores.
Sin embargo, el daño estaba hecho y era mucho mayor de lo que podía nadie imaginarse en ese momento; pues de aquel incidente quedó embarazada, para incrementar su agonía y anhelar morirse de vergüenza.
El abogado César Céspedes viajó a Santiago, a encargarse de preparar el expediente de abuso sexual contra los implicados en el caso de Aura, que resultaron ser el administrador del bar, el alemán Enrique y un par de clientes, acusados por ante la jurisdicción de instrucción local.
El abogado llevó también el caso a los medios de comunicación, que lo divulgaron ampliamente, omitiendo el nombre de Aura y de las otras tres chicas menores que fueron obligadas a prostituirse en el bar, alegando que era un asunto de interés público y considerando la querella como un deber social que ponía al descubierto los tejemanejes de un acto atroz y criminal, pues las relaciones sexuales no consentidas y el abuso a chicas adolescentes, generan dramas dolorosos, que terminaban siendo traumas riesgosos para ellas, por el peligro de ser embarazadas o de contraer enfermedades contagiosas, como el Sida.
Su denuncia originó un amplio repudio en la sociedad, pero no había mecanismo para castigar a los culpables de las apuntadas vejaciones, pues no se contaba para la época con un código de protección a los menores, por lo que finalmente se vio compelido a aceptar un acuerdo con los implicados, una transacción judicial mediante la cual se abocarían al pago de una indemnización por daños y perjuicios.
Aura estuvo varios meses residiendo temporalmente en Santiago, en la casa de una antigua amiga de su madre, que tenía mucho conocimiento de medicina natural y brebajes y se encargó de prepararle un aborto efectivo sin recurrencia clínica, por medio de una pócima de cáscaras de aguacate, logrando interrumpir la vida de un feto en sus entrañas, pero sin poder evitar que trascendiera lo acontecido, y que por ello, durante un buen tiempo, tuviera que hacer frente a la intransigencia implacable de la sociedad y a la naturaleza animal agazapada en la débil conciencia de sus coterráneos.
Capítulo V
CONOCIENDO LA SOLIDARIDAD Y EL AMOR
No obstante la rebeldía de Aura ante la exageración indolente de los hechos recientes ocurridos en la ciudad de Santiago, y su firme rechazo a la marginación social que sentía, fue inútil su esfuerzo por eludir el flujo de enredos en aquella comunidad rural anarquizada por la holganza y el chisme. Le había tocado ser parte de una sociedad que era el prototipo inequívoco de la fatuidad y la altivez, donde casi todos sus habitantes carecían de humildad, lo cual chocaba con el caudal inmenso de sencillez y modestia que habitaba en su interior. Con apenas 16 años había madurado de prisa en un tiempo de pesares, rehuyendo el esquinazo pérfido de alguna gente sin horizonte, apertrechándose de firmeza y habilidad para conquistar su sueño, y reasumiendo la conducción de su vida con serenidad y entusiasmo. De tal manera que en su interior se produjo un estallido de confianza, de recuperación de la iniciativa y el optimismo, despertando sus ojos con una llama encendida de esperanza, con su color verde asemejándose a un pozo de alegría y de ternura, despidiendo de sus pupilas la amargura y renovando el sentido de la vida, para ser finalmente una flamante rosa en primavera.
A su retorno a Villa María comenzó a tratar al profesor Juan Flores, un ilustre educador y pastor adventista nacido en el municipio de Sánchez, provincia de Samaná, a quien sólo conocía entonces por referencia de su madre, que había hablado con él brevemente en la ceremonia de su presentación a los funcionarios, profesores, alumnos y demás relacionados con la escuela, que llevó a cabo el director, licenciado Pedro López, en su primer día de trabajo, luego de su llegada al pueblo. Había oído expresarse a su madre con palabras de elogios sobre el avezado maestro que la había impresionado con sus finos modales y su apariencia bondadosa; pues decía sentirse agradecida por el gesto de cortesía que éste tuvo en su primer contacto con la escuela, regalándole a todos los presentes “El Camino a Cristo”, el libro de inspiración divina más conocido después de la biblia, conteniendo los sueños proféticos y reconfortantes consejos de la escritora estadounidense Elena G. de White, considerado un éxito de librería.
De acuerdo a la percepción de la chica, la madre no se había equivocado cuando calificó al educador de ser humano íntegro y caballeroso. Esa cualidad también se la había mostrado desde que lo viera a su regreso de Santiago, siendo con ella afable y amigable, tendiéndole una mano solidaria cuando otros que conocía de toda una vida, les negaban una sonrisa, o un simple saludo. Gracias a él y al abogado Céspedes fue que pudo reanudar su empeño por lograr un puesto de maestra de primaria, aprovechando una visita sorpresiva a la región del ministro de Educación, quien estaría allí de paso, deteniéndose por unas horas en la casa del pastor Flores, a poca distancia de la hacienda, donde estaría siendo recibido por el director.
Nadie en el pueblo sabía de esa visita improvisada e inesperada del representante del gobierno. De haberse conocido a tiempo la noticia, ella se hubiera preparado convenientemente, contando con el apoyo de Céspedes, quien era un viejo amigo y cachanchán del funcionario desde su época de estudiante; pero por suerte, ese día se produjo la coincidencia de que ambos se enteraron de su llegada casi de manera simultánea. A él se lo informó el propio ministro, en un acto que traducía un manifiesto de afectividad hacia el amigo, sin sujeción a protocolo, ni a jerarquías sociales coyunturales. Y ella lo supo, en cambio, de una manera tan casual, que retumbaría en su memoria con nitidez y precisión toda su vida. Ese día se había desplazado -de modo inusual- desde su casa hasta el pueblo de Barrabás, situado a unos trescientos metros de distancia de la hacienda, pensando en proveerse de café y azúcar en la pulpería más cercana; vio su limusina azul pasar a su lado tocando bocina, pero no pudo reconocerlo porque el auto llevaba los cristales entintados y el polvo le impidió ver la numeración de la placa oficial. Al poco rato, pasaron a su lado dos vecinos del lugar, señalando uno de ellos en alta voz: “En ese flamante carro va el mismísimo ministro de Educación haciendo bulla”.
Ante esa novedad, cruzó por su cabeza el recuerdo de las fracasadas diligencias hechas por el difunto Mario Santiago Vargas en el Ministerio de Educación, en la capital; y rápidamente, sin pensarlo mucho, dio marcha atrás; dejando inconclusa su gestión de compra y regresando a la hacienda, dándose allí un buen baño y poniéndose una ropa presentable para ir a buscar al licenciado Céspedes, primero; y luego al ministro, caminando entre los caseríos de pobres y los árboles de sombra a la orilla de la carretera, eludiendo el sol abrasante y el calor inevitable, hasta llegar donde éste estaba, en la casa que había alquilado el profesor Flores, quien al verlo llegar los proveyó de unas toallas limpias para que se secaran el sudor y se pusieran presentables. Ella agradeció la gentileza del pastor, recordando la observación de su madre sobre su afabilidad y reciedumbre; mas sería mucho tiempo después que se relacionarían y ella se familiarizaría con el “Espíritu de Profecía” y el santuario del cielo, que también les regaló, y que ha sido la obra cumbre de la señora De White, basada en la doctrina de la segunda venida de Jesucristo.
Ella jamás olvidaría aquella mañana anubarrada de ese verano, cuando vio al ministro de apellido Gil, que era un moreno pálido, de mediana estatura y traje gris impecable, ocupando un asiento en el centro de la estrecha sala de la casa de madera de palma del pastor Flores y conversando con varios de los presentes. Le satisfizo plenamente que cuando la vio llegar y sintió la presencia de Céspedes, el ministro dio un brinco en su silla, dirigiéndose hacia ellos con una ancha sonrisa en los labios, saludándola muy cortés, abriendo de par en par sus brazos, para darle un efusivo saludo a Céspedes, de quien dijo -para que todos oyeran- que era su amigo de antaño.
-¿Qué tal César? Tú me has abandonado –dijo el ministro.
-No lo creas, Pedro –respondió Céspedes.
-Dime, ¿en qué te puedo servir? –preguntó el ministro.
El abogado Céspedes volvió a abrazarlo con alegría; eran dos viejos amigos con largo tiempo sin verse, y no cesaban de darse apretones de manos, de reciprocarse simpatías y evocar antiguos recuerdos. Hubo aquí efusividad vibrante, alegría indescriptible, fogosidad, entusiasmo, de todo. Al cabo de unos minutos, entre recuerdo y recuerdo, el ministro miró sonriente de nuevo a la chica y ésta comenzó a exponer su sueño de maestra, su deseo de ser incorporada al magisterio, mientras el funcionario la escuchó sereno y tranquilo, pero asombrado de su verbosidad y elocuencia juvenil, así como de su excelente currículo. Al final, guardó en el bolsillo izquierdo del interior de su chaqueta, el acta de nacimiento y la certificación de bachiller que ella le entregó; y en un papel que le pasaron, anotó el número telefónico para localizarla; prometiéndole que sería recomendada para un puesto de profesora de primaria, obviando su condición de adolescente, ya que aún le faltaba un tiempo para la mayoría de edad.
Su designación sería una promesa relampagueante y fallida, imposible de materializar debido a la radical oposición de la Asociación de Padres y Amigos de la Escuela, que amenazó con el retiro masivo de los niños, en caso de concretarse; considerándola como una afrenta a la ética municipal, en virtud de la presumible trascendencia de los hechos conocidos de Santiago. Esa protesta llegó a la más alta instancia del poder, tumbando el visto bueno del ministro, dejando a la desdichada chica sin otra alternativa que olvidar ese sueño, dedicándose por un tiempo al trabajo doméstico de lavado y planchado de ropas, inclusive de muchas familias impugnantes. Se mantuvo unos meses aislada, en bajo perfil, hasta que llegó el día del cumpleaños de una de sus primas, con quien había compartido desde niña en la hacienda, siendo entonces ella su niñera, instructora y amiga considerada. Aprovechando esa circunstancia y necesitando un nuevo aire para escurrírsele a la tristeza y al aburrimiento, se preparó para irse a la sección de El Limón, recordando que la última vez que estuvo allí, fue cuando viajó con su abuelo, teniendo no más de ocho años de edad; de modo que sólo le quedaba un vago recuerdo, y sería reconfortante comenzar a conocer la familia, para renovar los afectos, insuflándole a su espíritu un poco de alegría y entusiasmo durante este evento de cumpleaños.
El día del agasajo había llegado y esperaba que esa fiesta fuese un festejo inolvidable. Se inició a las siete de la noche de un 19 de marzo y allí estaba ella, junto a la homenajeada, contemplándola asombrada, viéndola lucir como nunca: graciosa, radiante, reluciente, correctamente maquillada, rodeada de familiares y amigos, trasformada en el centro de atracción de un colmenar humano agolpado en la sala de baile, coreando la canción “El regalo mejor”, del maestro Ramón Rafael Casado Soler, que la escribió preso en una de las ergástulas de la tiranía más cruel del Caribe: Celebro tu cumpleaños/tan pronto vi asomar el sol/ y en este día glorioso/ pido tu dicha al Señor/ porque lo he considerado/ como un regalo mejor/Toma un abrazo, que yo te doy/ con mucha sinceridad./ Toma mi abrazo, tu amigo soy/ y mucha felicidad. Y de inmediato, el “Happy Birthday”, dando inicio formal a la fiesta.
Desde el principio de la noche hasta el filo de la madrugada, disfrutaron largas horas de rumba. Se bailó con dos orquestas, y todavía a las 3.00 de la mañana, gozaron frenéticamente los merengues de Johnny Ventura y su Combo Show, quienes amenizaron la celebración con su peculiar sonido, enloqueciendo a los concurrentes en cada set musical, con su variedad rítmica en los boleros y merengues, que fueron tarareados de manera entusiasta, sobre todo sus temas: “El baile del pingüino” y “El tabaco”, los cuales danzaron y bailaron con electrizantes contorsiones corporales llenos de sensualidad y erotismo. Fue ahí, escuchando las melodías en las voces de Fausto Rey y Anthony Ríos, que eran los boleristas del combo; y bailando los encendidos merengues entonados por Luisito Martí y Johnny Ventura, que ella conoció al hombre que gravitaría en su vida hasta la hora de su muerte: Pitágoras Gómez y Martínez; edad: 27 años; oficio: comerciante de quincallería y objetos de fantasía; lugar de residencia: Los Hidalgos. Era joven atlético, de nariz aguileña, pelo castaño y ojos verdes.
Con la intensidad del crepúsculo bailaron sin parar; y no bien llegó la medianoche, cuando él la pilló de sorpresa y rozó sus labios con un beso suave, tratándola con retozona ternura. En su rostro se reflejó el ingenuo rubor de una chica capturada por la intensa atracción del caballero que la acompañaba, olvidando por unos instantes que le parecieron más dulces que la miel de caña, su agonía y su desconsuelo. Con el alba, se estableció un vínculo de afecto convertido luego en soporte de un sentimiento de amor maravilloso. Esa madrugada él le dijo: “Para ti mi beso ha sido sorpresivo, pero vibramos de emoción y ternura. No tengas duda de que esto es una muestra clara de que verdaderamente existe el amor repentino, el denominado flechazo. Como dice un proverbio: el amor, o llega rápido o no llega nunca”.
Ella asintió y corrigió al mismo tiempo: “No conozco dicho proverbio, jamás lo había oído, pero me gusta”. Anexándole como complemento otro proverbio, de origen africano: “Si quieres llegar rápido camina solo, si quieres llegar lejos camina con otros”. Y añadiendo: “Yo quiero caminar contigo”. Durante un par de meses se vieron diariamente. Aura había roto su cautiverio, decidida a darle el frente al desprecio grotesco de quienes sin derecho ni razón se habían convertido en sus censores morales, pretendiendo avasallarla y sumirla en un obsesivo entretenimiento en su refugio materno. Volvió al ámbito social de brazos del joven Pitágoras Gómez y Martínez, con el animado consentimiento de la madre, Luisa Martínez Cruz y de su hermana Miriam, a quienes conoció en la casa de éste, en Los Hidalgos, localidad norteña.
Esa casa era una edificación costosa, de fachada al estilo victoriano, de indudable superioridad arquitectónica, lo cual daba una clara idea del buen gusto burgués de aquella familia, cuya cabeza fue el extinto cacaotero norteño, Pitágoras Antonio Gómez Martínez, quien consolidó su posición social tras el enlace matrimonial con su prima Luisa. La vivienda era una, de las pocas del lugar, que tenía dos salones para recreación en ajedrez, dominó y tenis de mesa, y también una antigua piscina terapéutica, con un sistema de luces subacuáticas y aplicaciones hidroterápicas para los baños medicinales del esposo enfermo mediante hidropulsores para masajear y tonificar sus piernas y sus pies, permitiéndole relajar sus músculos, las articulaciones de su columna vertebral, sus caderas, rodillos y tobillos, aliviando claramente su reumatismo crónico.
Desde que se vieron, Luisa y Aura simpatizaron. Aura no se asustó por el hecho de que su futura suegra ofreciera la impresión de ser una cascarrabias, poco sociable, y de que turbara y sobresaltara su hablar un tanto libertino y su timbre vocinglero; pues Aura captó desde un principio que pese a su verbo mordaz e incisivo, la señora era en realidad una masa de pan, una persona agradable, como habría de comprobarlo con el tiempo.
-Estoy muy contenta de conocerte, chiquilla. Mi hijo debe de quererte mucho, porque se nota muy entusiasmado, lo siento como nunca lo había visto.
Ella le respondió: “Me agrada, señora. Creo que es usted como una piedra preciosa que sabré valorar.
-Bienvenida sea a esa familia -dijo Luisa.
La relación de Aura con el joven comerciante fue la comidilla pública. No fueron pocos los que se mostraron asombrados, boquiabiertos, porque a poco de conocerla, hiciera público su voluntad de casarse, como en efectivo lo hizo días después, en unas bodas que fueron realizadas con inusitada premura en una oficialía civil de la región. Desde el día de las nupcias, moraron en la residencia de doña Luisa, mientras que a la hacienda, luego de un cierre temporal, se le designó un administrador, a iniciativa del flamante marido, y con el concurso diligente de la oficina de abogados de César Céspedes, que sugirió el nombre del perito agrónomo Milton Martínez, que fue aceptado con beneplácito, porque amén de serio, era parte de la familia, por ser sobrino lejano de la señora Luisa.
Desde el primer día, el agrónomo Milton se dedicó a estudiar el suelo, reconociendo la calidad de la tierra que medio siglo atrás estuvo destinada a la siembra de caña de azúcar y algodón. Apreció que no requeriría amplios recursos para restaurarla y que podía lograr un cambio tangible aplicándole algunas técnicas agrícolas para ponerla en condiciones de ser una excelente productora de cítricos, piñas y lechosa, y con el apoyo de la propietaria, decidió invertir en el montaje de una estructura de invernadero, pensando que este proyecto era lo mejor para una producción masiva y barata de los rubros señalados, contando con el apoyo entusiasta de su esposa Martha y sus hijos adolescentes, los mellizos Alfredo y Andrés.
Fue su mujer el primer ser viviente que le preguntó qué tipo de conservatorio agrícola pensaba instalar y fue a ésta que le confió: “Será una estructura de dos invernaderos tropicalizados, con sistema de riego, ventilación y drenaje para cultivar hortalizas, melones, tomates, berenjenas, lechugas, pepinos y flores”. El agrónomo montó los invernaderos en una nave de 500 metros cuadrados, con un galpón operado por hidroponía para cultivar todo el año, y sobre esta base, diseñó y ejecutó un plan de rescate de la tierra, con la sumada suerte de una provechosa temporada de lluvia durante la primavera, que propició una buena cosecha; y de otro lado, en las áreas conexas, favoreció además el rápido crecimiento de muchísimas matas de guayabos, hicacos y mangos, así como de esbeltos cocoteros con penachos de grandes palmas.
Martha se encargó de los asuntos domésticos de la hacienda y asumió también el control de la restauración de la jardinería y la flora, regándole agua en la mañana a las raíces de los árboles, las hojas y la diversidad de flores y rosas sembradas. Muy pronto el jardín se llenó de bellas orquídeas, nardos y claveles, y las mariposas con su belleza y su canto llegaron de toda parte del mundo, encontrando en sus pétalos un motivo de regocijo comparable al éxtasis que sentían los vecinos al pasar por los alrededores, palpando el mundo mágico y la emanación de un perfume embriagador sin par en todo el área.
Por igual, se ocupó de la colocación de un palomar con capacidad para refugiar un centenar de palomas y pichones y de su ubicación ordenada en varios nidos sobre los árboles, que albergaron además pájaros carpinteros, rolas y tórtolas cotizadas, para contrarrestar la persecución de los cazadores con tirapiedras, cuando éstos se introducían clandestinamente en la parcela, trocándose en el dolor de cabeza de los mellizos Alfredo y Andrés, de 15 y 13 años, quienes no sólo se encargaron de ser celosos guardianes de los predios sembrados, sino y sobre todo, cuidadores de perdices, pajuiles, garzas y otras aves.
Los mellizos, con inigualable esmero, protegieron también a los lagartos, que eran muy buenos aliados del género humano y vegetal, según les decía su padre; pero así como resguardaron a este tipo de reptiles, con esa misma intensidad supieron cuidar las lechuzas, las ranas, los sapos y las diversas especies que aumentaron el encanto de la llanura del lugar, y sólo los insectos fueron objeto de su exterminio, de tal suerte que se distinguieron como excelentes cazadores de moscas y mosquitos.
La sabiduría y la buena fe del agrónomo Milton Martínez, mas su dedicación al desarrollo agropecuario, se manifestaron en la pronta obtención de una copiosa cosecha de tomates y de melones, de berenjenas, pepinos y lechugas, así como en la compra de las primeras reses de engorde para el mercado interior; y así surgió la base de sustentación económica de varios de los negocios de los esposos Gómez Collado, establecidos en Los Hidalgos y en otros puntos de la zona metropolitana, los cuales estuvieron en manos de Milton Martínez y de cuantos regentes se sumaron al poderoso consorcio agropecuario, escogidos por sus credenciales profesionales o por su reputación de personas serias y honradas. La bonanza les cayó “como anillo al dedo”. Poco a poco, en la medida que mejoró su condición económica, también mejoró su condición social, sus relaciones públicas, su vínculo con el entorno; y la sumatoria de nuevos amigos, trajo por ende, un cambio auspicioso en el trato con el vecindario, desapareciendo de manera notoria los antiguos chismes de Villa María, donde fueron vencidas las objeciones iniciales que tuvo Aura y comenzó a ser considerada como una hada madrina, o una especie de matrona de la comunidad, objeto de respeto y admiración, de comprensión y tolerancia.
Los hermanos Gómez Martínez nacieron en el municipio de los Hidalgos, un vergel encantado donde abundaba el café y el cacao, con un significativo desarrollo socioeconómico; un pueblo pequeño, donde las principales familias -productores y exportadores-, progresaron por la bonanza de aquella tierra, poseyendo buenas residencias y bienes; aunque su parentela, había sido una prole sin grandes pertenencias materiales, pero con mucha simpatía y apoyo de la gente adinerada, que la trató siempre a su nivel. No eran unos jodidos, contaron de herencia con dos hectáreas de tierra y un comercio de quincallería, donde Aura había decidido invertir los recursos logrados con la venta de la producción agropecuaria de su hacienda para instaurar una tienda de novedades que manejaría con el aliento y el sostén de su suegra y de sus cuñadas.
El arduo trabajo de los esposos Gómez-Collado marcó su ascenso social y económico. A los dos años de casados ya habían comprado tres amplios solares, donde edificaron dos apartamentos; uno en la ciudad, y otro, en un área turística con acceso al mar. Pitágoras Gómez y Martínez y Aura Collado y Rodríguez vivieron en un estadio de placidez y ternura, gozando la función del amor con emociones sentidas en un mundo mágico fundado por sentimientos y pasiones en su diario vivir.
Aura había contado entre sus escasos amigos, diversas anécdotas de reminiscencias asombrosas: Que todas las madrugadas iba con su marido al río, situado detrás de la casa, agitados de emociones, disfrutando debajo de los álamos de la frescura del agua que con lento fluído rozaba sus cuerpos desnudos. Y evocaba que al término de sus labores diarias, en la tardecita, también se sentaban en el patio, debajo una mata de mangos de color anaranjado, poblada de hojas verdiamarillentas de fuerte textura, de muy agradable olor difundido por sus racimos colgantes, a contemplar -en ese estado de mansedad y calma- la ida de la luz del sol y la puesta de las primeras estrellas en el lejano horizonte, en la época en que no germinaba de la lluvia su maravillosa penumbra. Contaba asimismo, que en las madrugadas y atardeceres, la vivencia en el pueblo de Los Hidalgos era para los enamorados como la experimentación de una sensación de vértigo indescriptible; era como sentir un soplo de pasiones estimulando las caricias, conmocionando el corazón con la sentida reincidencia de besos silenciosos, liados al fuego ardiente, al gozo sin disimulo y a la exhalación onírica en los corazones y espíritus revueltos.
En ese mundo poético, doña Luisa se sentía una extraña, acogiéndose con turbación y desconcierto a las manifestaciones desmesuradas de pasión conyugal; y por el amor de su hijo y la expresa simpatía de su yerna, disimuló cuanto pudo su irritación, reprimiéndose el pensamiento y el interior de su pecho, donde habitaba el enojo pugnando desbordarse en lágrimas por vía de sus ojos. Había enmudecido, quedando en completo silencio en los últimos tiempos, recelando del acaparamiento de su vástago, por parte de Aura, y resistiéndose a creer que aquello fuese amor. No quedándole una opción que huir de ese desagradable escenario amatorio, que impedía poder compartir con su vástago como hubiera querido, le pidió consejos a su hija sobre el qué hacer inmediato, consciente de que no era prudente una queja, o formulación de una crítica, toda vez que tanto Pitágoras como Aura habían cumplido siempre sus obligaciones matrimoniales, sus deberes familiares, prodigándole incluso atención especial al bienestar suyo y de su hija. La recomendación de Miriam, una chica en apariencia sensata y ecuánime, fue que tuviera paciencia y tolerancia; pidiéndole encarecidamente no contrariar la relación marital, frenándose el ímpetu y cualquier deseo de entrometerse en los asuntos que no eran suyos, sino de una pareja que demostraba estar satisfecha y feliz.
Luisa pensó mucho lo que más convenía en el momento, convenciéndose, tras un análisis interior, de que lo mejor para todos era que se tomara unas vacaciones lejos de aquel ambiente, encontrando pronto una excusa en la necesidad de viajar a Santo Domingo a asistir una hermana que había hospitalizada por un quebranto de apendicitis; y esa travesía originalmente transitoria, se extendería durante 15 años, ausentándola de grandes acontecimientos sucesivos, como sería la prolongación familiar.
A poco de la ida de Luisa, Aura fue embarazada, enterándose el mundo que llevaba en su vientre una criatura surgida de la pasión y el amor. Fue una preñez dificultosa, con frecuentes malestares que hicieron temer que se malograra la criatura. El médico informó al marido de los riesgos que corrían tanto ella como la criatura, aconsejándole someterse a un reposo intensivo y prolongado, bajo la supervisión médica constante y con una enfermera permanente a su servicio, dedicada a su exclusivo cuidado. Después de escuchar el diagnóstico clínico, el marido cumplió las indicaciones sugeridas, confiando además a su hermana Miriam el cuidado de Aura durante los meses que faltaban para el alumbramiento, con lo cual se haría efectivo el descanso, agregando para mayor seguridad su traslado a la hacienda de Villa María, donde fue recibida con manifiesto agrado y todos sus habitantes se pusieron a su servicio. En breve tiempo se advirtió una sorprendente mejoría en el estado de salud de Aura Collado, que comenzó a sentir apetito, comiendo muchas frutas, tomando abundante leche, alimentándose pensando en su bebé. No obstante el cambio operado, ni ella ni su médico pudieron evitar que se adelantara la hora del nacimiento de una niña de cuatro libras y media de peso, que recibió el nombre de Charo. La sietemesina fue retenida en incubadora durante tres días y luego pasó a los brazos de su madre y de su tía Miriam quien se jactaría siempre en haber sido la primera persona en cargarla con fervor, mecerla con alegría y posarla en sus hombros con animación y regocijo, considerándola como a su propia hija. Crecería con un gran parecido a su padre, aunque sus ojos eran más azulados y sus cabellos suaves y brillantes como el color dorado del maíz. Era fruto del fuego y la ternura de dos seres que vivían fundamentalmente para quererse.
Charo tenía un encanto especial. Era la primogénita de Aura, pero de igual manera la primera nieta de Luisa Martínez y primera sobrina de Miriam. A juicio de todos, llegó al mundo para ampliar y consolidar la unidad familiar. Durante su crecimiento, su tía Miriam desarrolló un cambio radical en su trato social y en su conducta familiar, pues su vocación materna sería la clave para la interrupción del recurrente accionar sexual que la empequeñecía. Y, regenerando su persona, serenó sus hábitos, creó una conciencia de vida, una renovación interior, mediante lo cual sepultó sus bajas pasiones. Su madre Luisa Martínez acogió con agrado su transformación, otorgándole un voto de confianza y manifestándole su deseo de que prosiguiera, sin desvío, el carril del recato y la moderación.
Capítulo VI
INFIDELIDAD Y CONVENIENCIA MARITAL
Miriam Gómez, con 36 años, se había casado sin amor con el veterinario Alberto Mena González, atemorizada por el paso del tiempo. Era bioanalista, de profesión, aun cuando tenía poca experiencia en el oficio, porque la precaria salud de su madre constituyó un freno a su destreza laboral, ya que tuvo que darle un seguimiento permanente al tratamiento médico que se le aplicaba a doña Luisa. Al casarse, decidió trabajar desde su casa, suponiendo que obtendría la comodidad para hacerse de un moderno laboratorio de Bioanálisis, para aportar desde allí un poco al desarrollo científico y tecnológico de la región con el uso de ese medio de investigación.
Había establecido un maridaje de conveniencia no necesariamente material. A sus años se hallaba prácticamente sola y afligida. Era doloroso ser una solterona sin futuro pasional y vivir en un incesante estado de amargura, con la ilusión escoriada y vacía de muchas de las fantasías y deseos de una mujer; teniendo en su mente sólo la gestación de un hijo sin amor, con un marido que decía estar en plenas facultades físicas para derrochar la máxima energía en el gozo carnal; pero el tiempo pasaba deprisa sin señal de preñez, y luego de dos años de matrimonio, la pena y la decepción hicieron crisis en su mente, percatándose de que junto a su marido le sería imposible materializar su anhelo; viéndose forzada a reclamarle una prueba médica de su fertilidad y a suspender la relación sexual de conveniencia, hasta tanto eso se aclarara; pues quería asegurarse de que él fuera competente; tuviera en capacidad de preñarla, demostrando de manera fehaciente su fertilidad. Sin embargo, al cabo de un tiempo, un diagnóstico de fecundidad indicaba que su marido sufría de aridez inmodificable; era estéril sin arreglo, debido a los efectos de una golpiza que recibiera en una cárcel de un pueblo del sur, donde estuvo recluido durante casi una semana en los años duros del régimen dictatorial, cuando fue apresado junto a decenas de jóvenes estudiantes que incendiaron neumáticos y lanzaron desperdicios en las vías públicas, en protesta contra la represión del gobierno surgido de las elecciones impuestas por la segunda ocupación norteamericana a mediados del siglo anterior.
La vida de Miriam Gómez se ensombreció aún más con el resultado de la prueba de fertilidad del marido, acarreando demasiada frustración y un profundo desencanto; germinando en su pensamiento una especie de odio al situarlo como el responsable principal de su maternidad malograda. Se despreciaba a sí misma por el desatino de haberse casado, y ya no quiso dormir más tiempo a su lado, porque su cercanía le causaba fastidio; a tal punto, que comenzó a magnificar sus defectos, encontrando ridículo su cuerpo desgarbado, su nariz de cotorra, y su mirada anodina; y se irritaba de sólo verlo o sentirlo recorriendo su habitación e imaginándolo con la piyama blanca de rayas rojas y el gorro cubriendo la cabeza, ofreciendo la imagen de un Santicló sin barbas.
Miriam se mantuvo soberbia y obstinada; ya no correspondió más las exigencias amorosas del marido. Llevaba en su psiquis la angustia apocalíptica de la decepción, sin encontrar consuelo a su pesar, ni al hundimiento espiritual y emocional que la abatía. Y en ese estado de ánimo, devino el drástico derrumbe del apostolado moral, que tanto había enorgullecido a su madre; decantando hacia la aventura secreta de la infidelidad con un mozalbete de sólo 19 años, llamado Rubén Ventura,, en quien buscaría el amor frenético y excitante que soñó de quinceañera; entrando a un mundo hasta entonces desconocido, de arrebato y excitación creciente, junto a este chico que le lucía detentador un don impresionante en su competencia reproductiva, al preñarla en la primera ocasión del coito, con la fortuna de que ella logró convencer a su marido de la supuesta falsedad del diagnóstico anterior que lo inhabilitaba para procrear; o de que aquel dictamen correspondía a otro paciente, colándose en su archivo médico por un extravío involuntario de la prueba original. Sin duda que eso era lo que deseaba oír el marido crédulo y bonachón, pues Alberto Mena González, solo atinó a decir:
“Es un milagro de Dios”.
Y meses más tarde, llegó al mundo el niño Luis Alberto, cumpliéndose un sueño de fertilización y maternidad en Miriam, que aprovechó la ocasión para cambiar su rutina, de manera que escudándose en este óptimo pretexto, decidió romper su nexo marital con el joven Rubén Ventura, resistiendo y enfrentando con firmeza sus amenazas de escandalizar al público, atribuyéndose la paternidad del recién nacido. Diciéndole con altivez:
“¡Si hablas te pierdes! ¡Yo misma me encargaré de joderte, aunque termine también jodida! ¡Diré que fui violada, coñazo!”.
El joven tembló de miedo; tanto por la amenaza de muerte, como por la manera firme y categórica con que ella se refirió a una supuesta violación, que de acuerdo a la legislación de protección a la mujer, conllevaría un castigo mínimo de diez años de prisión. Así terminó esa polémica y ardiente relación. Había sido difícil para Miriam quebrar el vínculo con el joven Rubén Ventura, que tanto gozo le había producido, siendo su disfrute mayor haber engendrado un hijo; pero no tenía el propósito de volver atrás, por su propensión al chantaje y porque ella había llegado a la conclusión de que necesitaba colmar sus bajas pasiones en una relación más segura, con un hombre más maduro -o al menos un poco reflexivo- que le asegurara discreción y fidelidad en los secretos, para seguir astutamente pegando los cuernos. Y con esa actitud y convencimiento, buscó durante varios meses un individuo que le gustara lo suficiente, entre una multitud de aspirantes; topándose con la figura recia y vital de Humberto Sosa Sandoval; un moreno musculoso que hacía el oficio de carnicero, con quien continuó su relación adúltera inspirada en su descomunal virilidad que amaría por siempre. De esta asociación con la infidelidad nació su hija Diana Mena Gómez, una niña sordomuda que aprendió temprano a convivir con personas normales, sometida a un proceso de educación especializada, que le dio el dominio del lenguaje combinado de las palabras y la gesticulación. Su sordidez tuvo su origen en la avanzada edad de la madre, que tenía un poco más de los 40 años.
Esa casa era una edificación costosa, de fachada al estilo victoriano, de indudable superioridad arquitectónica, lo cual daba una clara idea del buen gusto burgués de aquella familia, cuya cabeza fue el extinto cacaotero norteño, Pitágoras Antonio Gómez Martínez, quien consolidó su posición social tras el enlace matrimonial con su prima Luisa. La vivienda era una, de las pocas del lugar, que tenía dos salones para recreación en ajedrez, dominó y tenis de mesa, y también una antigua piscina terapéutica, con un sistema de luces subacuáticas y aplicaciones hidroterápicas para los baños medicinales del esposo enfermo mediante hidropulsores para masajear y tonificar sus piernas y sus pies, permitiéndole relajar sus músculos, las articulaciones de su columna vertebral, sus caderas, rodillos y tobillos, aliviando claramente su reumatismo crónico.
Desde que se vieron, Luisa y Aura simpatizaron. Aura no se asustó por el hecho de que su futura suegra ofreciera la impresión de ser una cascarrabias, poco sociable, y de que turbara y sobresaltara su hablar un tanto libertino y su timbre vocinglero; pues Aura captó desde un principio que pese a su verbo mordaz e incisivo, la señora era en realidad una masa de pan, una persona agradable, como habría de comprobarlo con el tiempo.
-Estoy muy contenta de conocerte, chiquilla. Mi hijo debe de quererte mucho, porque se nota muy entusiasmado, lo siento como nunca lo había visto.
Ella le respondió: “Me agrada, señora. Creo que es usted como una piedra preciosa que sabré valorar.
-Bienvenida sea a esa familia -dijo Luisa.
La relación de Aura con el joven comerciante fue la comidilla pública. No fueron pocos los que se mostraron asombrados, boquiabiertos, porque a poco de conocerla, hiciera público su voluntad de casarse, como en efectivo lo hizo días después, en unas bodas que fueron realizadas con inusitada premura en una oficialía civil de la región. Desde el día de las nupcias, moraron en la residencia de doña Luisa, mientras que a la hacienda, luego de un cierre temporal, se le designó un administrador, a iniciativa del flamante marido, y con el concurso diligente de la oficina de abogados de César Céspedes, que sugirió el nombre del perito agrónomo Milton Martínez, que fue aceptado con beneplácito, porque amén de serio, era parte de la familia, por ser sobrino lejano de la señora Luisa.
Desde el primer día, el agrónomo Milton se dedicó a estudiar el suelo, reconociendo la calidad de la tierra que medio siglo atrás estuvo destinada a la siembra de caña de azúcar y algodón. Apreció que no requeriría amplios recursos para restaurarla y que podía lograr un cambio tangible aplicándole algunas técnicas agrícolas para ponerla en condiciones de ser una excelente productora de cítricos, piñas y lechosa, y con el apoyo de la propietaria, decidió invertir en el montaje de una estructura de invernadero, pensando que este proyecto era lo mejor para una producción masiva y barata de los rubros señalados, contando con el apoyo entusiasta de su esposa Martha y sus hijos adolescentes, los mellizos Alfredo y Andrés.
Fue su mujer el primer ser viviente que le preguntó qué tipo de conservatorio agrícola pensaba instalar y fue a ésta que le confió: “Será una estructura de dos invernaderos tropicalizados, con sistema de riego, ventilación y drenaje para cultivar hortalizas, melones, tomates, berenjenas, lechugas, pepinos y flores”. El agrónomo montó los invernaderos en una nave de 500 metros cuadrados, con un galpón operado por hidroponía para cultivar todo el año, y sobre esta base, diseñó y ejecutó un plan de rescate de la tierra, con la sumada suerte de una provechosa temporada de lluvia durante la primavera, que propició una buena cosecha; y de otro lado, en las áreas conexas, favoreció además el rápido crecimiento de muchísimas matas de guayabos, hicacos y mangos, así como de esbeltos cocoteros con penachos de grandes palmas.
Martha se encargó de los asuntos domésticos de la hacienda y asumió también el control de la restauración de la jardinería y la flora, regándole agua en la mañana a las raíces de los árboles, las hojas y la diversidad de flores y rosas sembradas. Muy pronto el jardín se llenó de bellas orquídeas, nardos y claveles, y las mariposas con su belleza y su canto llegaron de toda parte del mundo, encontrando en sus pétalos un motivo de regocijo comparable al éxtasis que sentían los vecinos al pasar por los alrededores, palpando el mundo mágico y la emanación de un perfume embriagador sin par en todo el área.
Por igual, se ocupó de la colocación de un palomar con capacidad para refugiar un centenar de palomas y pichones y de su ubicación ordenada en varios nidos sobre los árboles, que albergaron además pájaros carpinteros, rolas y tórtolas cotizadas, para contrarrestar la persecución de los cazadores con tirapiedras, cuando éstos se introducían clandestinamente en la parcela, trocándose en el dolor de cabeza de los mellizos Alfredo y Andrés, de 15 y 13 años, quienes no sólo se encargaron de ser celosos guardianes de los predios sembrados, sino y sobre todo, cuidadores de perdices, pajuiles, garzas y otras aves.
Los mellizos, con inigualable esmero, protegieron también a los lagartos, que eran muy buenos aliados del género humano y vegetal, según les decía su padre; pero así como resguardaron a este tipo de reptiles, con esa misma intensidad supieron cuidar las lechuzas, las ranas, los sapos y las diversas especies que aumentaron el encanto de la llanura del lugar, y sólo los insectos fueron objeto de su exterminio, de tal suerte que se distinguieron como excelentes cazadores de moscas y mosquitos.
La sabiduría y la buena fe del agrónomo Milton Martínez, mas su dedicación al desarrollo agropecuario, se manifestaron en la pronta obtención de una copiosa cosecha de tomates y de melones, de berenjenas, pepinos y lechugas, así como en la compra de las primeras reses de engorde para el mercado interior; y así surgió la base de sustentación económica de varios de los negocios de los esposos Gómez Collado, establecidos en Los Hidalgos y en otros puntos de la zona metropolitana, los cuales estuvieron en manos de Milton Martínez y de cuantos regentes se sumaron al poderoso consorcio agropecuario, escogidos por sus credenciales profesionales o por su reputación de personas serias y honradas. La bonanza les cayó “como anillo al dedo”. Poco a poco, en la medida que mejoró su condición económica, también mejoró su condición social, sus relaciones públicas, su vínculo con el entorno; y la sumatoria de nuevos amigos, trajo por ende, un cambio auspicioso en el trato con el vecindario, desapareciendo de manera notoria los antiguos chismes de Villa María, donde fueron vencidas las objeciones iniciales que tuvo Aura y comenzó a ser considerada como una hada madrina, o una especie de matrona de la comunidad, objeto de respeto y admiración, de comprensión y tolerancia.
Los hermanos Gómez Martínez nacieron en el municipio de los Hidalgos, un vergel encantado donde abundaba el café y el cacao, con un significativo desarrollo socioeconómico; un pueblo pequeño, donde las principales familias -productores y exportadores-, progresaron por la bonanza de aquella tierra, poseyendo buenas residencias y bienes; aunque su parentela, había sido una prole sin grandes pertenencias materiales, pero con mucha simpatía y apoyo de la gente adinerada, que la trató siempre a su nivel. No eran unos jodidos, contaron de herencia con dos hectáreas de tierra y un comercio de quincallería, donde Aura había decidido invertir los recursos logrados con la venta de la producción agropecuaria de su hacienda para instaurar una tienda de novedades que manejaría con el aliento y el sostén de su suegra y de sus cuñadas.
El arduo trabajo de los esposos Gómez-Collado marcó su ascenso social y económico. A los dos años de casados ya habían comprado tres amplios solares, donde edificaron dos apartamentos; uno en la ciudad, y otro, en un área turística con acceso al mar. Pitágoras Gómez y Martínez y Aura Collado y Rodríguez vivieron en un estadio de placidez y ternura, gozando la función del amor con emociones sentidas en un mundo mágico fundado por sentimientos y pasiones en su diario vivir.
Aura había contado entre sus escasos amigos, diversas anécdotas de reminiscencias asombrosas: Que todas las madrugadas iba con su marido al río, situado detrás de la casa, agitados de emociones, disfrutando debajo de los álamos de la frescura del agua que con lento fluído rozaba sus cuerpos desnudos. Y evocaba que al término de sus labores diarias, en la tardecita, también se sentaban en el patio, debajo una mata de mangos de color anaranjado, poblada de hojas verdiamarillentas de fuerte textura, de muy agradable olor difundido por sus racimos colgantes, a contemplar -en ese estado de mansedad y calma- la ida de la luz del sol y la puesta de las primeras estrellas en el lejano horizonte, en la época en que no germinaba de la lluvia su maravillosa penumbra. Contaba asimismo, que en las madrugadas y atardeceres, la vivencia en el pueblo de Los Hidalgos era para los enamorados como la experimentación de una sensación de vértigo indescriptible; era como sentir un soplo de pasiones estimulando las caricias, conmocionando el corazón con la sentida reincidencia de besos silenciosos, liados al fuego ardiente, al gozo sin disimulo y a la exhalación onírica en los corazones y espíritus revueltos.
En ese mundo poético, doña Luisa se sentía una extraña, acogiéndose con turbación y desconcierto a las manifestaciones desmesuradas de pasión conyugal; y por el amor de su hijo y la expresa simpatía de su yerna, disimuló cuanto pudo su irritación, reprimiéndose el pensamiento y el interior de su pecho, donde habitaba el enojo pugnando desbordarse en lágrimas por vía de sus ojos. Había enmudecido, quedando en completo silencio en los últimos tiempos, recelando del acaparamiento de su vástago, por parte de Aura, y resistiéndose a creer que aquello fuese amor. No quedándole una opción que huir de ese desagradable escenario amatorio, que impedía poder compartir con su vástago como hubiera querido, le pidió consejos a su hija sobre el qué hacer inmediato, consciente de que no era prudente una queja, o formulación de una crítica, toda vez que tanto Pitágoras como Aura habían cumplido siempre sus obligaciones matrimoniales, sus deberes familiares, prodigándole incluso atención especial al bienestar suyo y de su hija. La recomendación de Miriam, una chica en apariencia sensata y ecuánime, fue que tuviera paciencia y tolerancia; pidiéndole encarecidamente no contrariar la relación marital, frenándose el ímpetu y cualquier deseo de entrometerse en los asuntos que no eran suyos, sino de una pareja que demostraba estar satisfecha y feliz.
Luisa pensó mucho lo que más convenía en el momento, convenciéndose, tras un análisis interior, de que lo mejor para todos era que se tomara unas vacaciones lejos de aquel ambiente, encontrando pronto una excusa en la necesidad de viajar a Santo Domingo a asistir una hermana que había hospitalizada por un quebranto de apendicitis; y esa travesía originalmente transitoria, se extendería durante 15 años, ausentándola de grandes acontecimientos sucesivos, como sería la prolongación familiar.
A poco de la ida de Luisa, Aura fue embarazada, enterándose el mundo que llevaba en su vientre una criatura surgida de la pasión y el amor. Fue una preñez dificultosa, con frecuentes malestares que hicieron temer que se malograra la criatura. El médico informó al marido de los riesgos que corrían tanto ella como la criatura, aconsejándole someterse a un reposo intensivo y prolongado, bajo la supervisión médica constante y con una enfermera permanente a su servicio, dedicada a su exclusivo cuidado. Después de escuchar el diagnóstico clínico, el marido cumplió las indicaciones sugeridas, confiando además a su hermana Miriam el cuidado de Aura durante los meses que faltaban para el alumbramiento, con lo cual se haría efectivo el descanso, agregando para mayor seguridad su traslado a la hacienda de Villa María, donde fue recibida con manifiesto agrado y todos sus habitantes se pusieron a su servicio. En breve tiempo se advirtió una sorprendente mejoría en el estado de salud de Aura Collado, que comenzó a sentir apetito, comiendo muchas frutas, tomando abundante leche, alimentándose pensando en su bebé. No obstante el cambio operado, ni ella ni su médico pudieron evitar que se adelantara la hora del nacimiento de una niña de cuatro libras y media de peso, que recibió el nombre de Charo. La sietemesina fue retenida en incubadora durante tres días y luego pasó a los brazos de su madre y de su tía Miriam quien se jactaría siempre en haber sido la primera persona en cargarla con fervor, mecerla con alegría y posarla en sus hombros con animación y regocijo, considerándola como a su propia hija. Crecería con un gran parecido a su padre, aunque sus ojos eran más azulados y sus cabellos suaves y brillantes como el color dorado del maíz. Era fruto del fuego y la ternura de dos seres que vivían fundamentalmente para quererse.
Charo tenía un encanto especial. Era la primogénita de Aura, pero de igual manera la primera nieta de Luisa Martínez y primera sobrina de Miriam. A juicio de todos, llegó al mundo para ampliar y consolidar la unidad familiar. Durante su crecimiento, su tía Miriam desarrolló un cambio radical en su trato social y en su conducta familiar, pues su vocación materna sería la clave para la interrupción del recurrente accionar sexual que la empequeñecía. Y, regenerando su persona, serenó sus hábitos, creó una conciencia de vida, una renovación interior, mediante lo cual sepultó sus bajas pasiones. Su madre Luisa Martínez acogió con agrado su transformación, otorgándole un voto de confianza y manifestándole su deseo de que prosiguiera, sin desvío, el carril del recato y la moderación.
Capítulo VI
INFIDELIDAD Y CONVENIENCIA MARITAL
Miriam Gómez, con 36 años, se había casado sin amor con el veterinario Alberto Mena González, atemorizada por el paso del tiempo. Era bioanalista, de profesión, aun cuando tenía poca experiencia en el oficio, porque la precaria salud de su madre constituyó un freno a su destreza laboral, ya que tuvo que darle un seguimiento permanente al tratamiento médico que se le aplicaba a doña Luisa. Al casarse, decidió trabajar desde su casa, suponiendo que obtendría la comodidad para hacerse de un moderno laboratorio de Bioanálisis, para aportar desde allí un poco al desarrollo científico y tecnológico de la región con el uso de ese medio de investigación.
Había establecido un maridaje de conveniencia no necesariamente material. A sus años se hallaba prácticamente sola y afligida. Era doloroso ser una solterona sin futuro pasional y vivir en un incesante estado de amargura, con la ilusión escoriada y vacía de muchas de las fantasías y deseos de una mujer; teniendo en su mente sólo la gestación de un hijo sin amor, con un marido que decía estar en plenas facultades físicas para derrochar la máxima energía en el gozo carnal; pero el tiempo pasaba deprisa sin señal de preñez, y luego de dos años de matrimonio, la pena y la decepción hicieron crisis en su mente, percatándose de que junto a su marido le sería imposible materializar su anhelo; viéndose forzada a reclamarle una prueba médica de su fertilidad y a suspender la relación sexual de conveniencia, hasta tanto eso se aclarara; pues quería asegurarse de que él fuera competente; tuviera en capacidad de preñarla, demostrando de manera fehaciente su fertilidad. Sin embargo, al cabo de un tiempo, un diagnóstico de fecundidad indicaba que su marido sufría de aridez inmodificable; era estéril sin arreglo, debido a los efectos de una golpiza que recibiera en una cárcel de un pueblo del sur, donde estuvo recluido durante casi una semana en los años duros del régimen dictatorial, cuando fue apresado junto a decenas de jóvenes estudiantes que incendiaron neumáticos y lanzaron desperdicios en las vías públicas, en protesta contra la represión del gobierno surgido de las elecciones impuestas por la segunda ocupación norteamericana a mediados del siglo anterior.
La vida de Miriam Gómez se ensombreció aún más con el resultado de la prueba de fertilidad del marido, acarreando demasiada frustración y un profundo desencanto; germinando en su pensamiento una especie de odio al situarlo como el responsable principal de su maternidad malograda. Se despreciaba a sí misma por el desatino de haberse casado, y ya no quiso dormir más tiempo a su lado, porque su cercanía le causaba fastidio; a tal punto, que comenzó a magnificar sus defectos, encontrando ridículo su cuerpo desgarbado, su nariz de cotorra, y su mirada anodina; y se irritaba de sólo verlo o sentirlo recorriendo su habitación e imaginándolo con la piyama blanca de rayas rojas y el gorro cubriendo la cabeza, ofreciendo la imagen de un Santicló sin barbas.
Miriam se mantuvo soberbia y obstinada; ya no correspondió más las exigencias amorosas del marido. Llevaba en su psiquis la angustia apocalíptica de la decepción, sin encontrar consuelo a su pesar, ni al hundimiento espiritual y emocional que la abatía. Y en ese estado de ánimo, devino el drástico derrumbe del apostolado moral, que tanto había enorgullecido a su madre; decantando hacia la aventura secreta de la infidelidad con un mozalbete de sólo 19 años, llamado Rubén Ventura,, en quien buscaría el amor frenético y excitante que soñó de quinceañera; entrando a un mundo hasta entonces desconocido, de arrebato y excitación creciente, junto a este chico que le lucía detentador un don impresionante en su competencia reproductiva, al preñarla en la primera ocasión del coito, con la fortuna de que ella logró convencer a su marido de la supuesta falsedad del diagnóstico anterior que lo inhabilitaba para procrear; o de que aquel dictamen correspondía a otro paciente, colándose en su archivo médico por un extravío involuntario de la prueba original. Sin duda que eso era lo que deseaba oír el marido crédulo y bonachón, pues Alberto Mena González, solo atinó a decir:
“Es un milagro de Dios”.
Y meses más tarde, llegó al mundo el niño Luis Alberto, cumpliéndose un sueño de fertilización y maternidad en Miriam, que aprovechó la ocasión para cambiar su rutina, de manera que escudándose en este óptimo pretexto, decidió romper su nexo marital con el joven Rubén Ventura, resistiendo y enfrentando con firmeza sus amenazas de escandalizar al público, atribuyéndose la paternidad del recién nacido. Diciéndole con altivez:
“¡Si hablas te pierdes! ¡Yo misma me encargaré de joderte, aunque termine también jodida! ¡Diré que fui violada, coñazo!”.
El joven tembló de miedo; tanto por la amenaza de muerte, como por la manera firme y categórica con que ella se refirió a una supuesta violación, que de acuerdo a la legislación de protección a la mujer, conllevaría un castigo mínimo de diez años de prisión. Así terminó esa polémica y ardiente relación. Había sido difícil para Miriam quebrar el vínculo con el joven Rubén Ventura, que tanto gozo le había producido, siendo su disfrute mayor haber engendrado un hijo; pero no tenía el propósito de volver atrás, por su propensión al chantaje y porque ella había llegado a la conclusión de que necesitaba colmar sus bajas pasiones en una relación más segura, con un hombre más maduro -o al menos un poco reflexivo- que le asegurara discreción y fidelidad en los secretos, para seguir astutamente pegando los cuernos. Y con esa actitud y convencimiento, buscó durante varios meses un individuo que le gustara lo suficiente, entre una multitud de aspirantes; topándose con la figura recia y vital de Humberto Sosa Sandoval; un moreno musculoso que hacía el oficio de carnicero, con quien continuó su relación adúltera inspirada en su descomunal virilidad que amaría por siempre. De esta asociación con la infidelidad nació su hija Diana Mena Gómez, una niña sordomuda que aprendió temprano a convivir con personas normales, sometida a un proceso de educación especializada, que le dio el dominio del lenguaje combinado de las palabras y la gesticulación. Su sordidez tuvo su origen en la avanzada edad de la madre, que tenía un poco más de los 40 años.
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