¿El loco soy yo?
Si el esquizofrénico soy yo buscaré tratamiento siquiátrico, pero me resulta difícil acomodarme a esta “normalidad”. Cada día trae una nueva relevación que le roba asombro a la anterior. Una espiral de sobresaltos encadenados. Un escándalo tumba al otro en inagotable caída de dominó sin más efecto que el recreo del morbo público. No se a dónde llegaremos. Acoplarme a esta rutina suicida me cuesta, mucho más a la naturalidad con que es vivida por la gente normal; sinceramente no sé a que temerle más. Antes que tomar sedantes, prefiero arrinconarme en mis temores, por lo menos me insuflan el ímpetu para huir de mi propio horror.
Tengo dificultades para comprender cómo un país que deba casi el cincuenta por ciento de su PIB, siga endeudándose a igual ritmo para sostener, entre obras improductivas, una nómina de “servidores” que no trabajan, o con salarios y pensiones que gente en países ricos nunca aspiraría para posiciones aún más calificadas. Lo peor: con un sistema de salud y de educación ruinosos.
He perdido juicio para discernir la relación entre el crecimiento económico con una pobreza ancestral que ha ampliado peligrosamente su espectro social. Igual para entender cómo el país con mayor tasa de la región latinoamericana en crecimiento en los últimos cincuenta años se sitúe entre los más desiguales del mundo.
Mi dispersión mental me impide conectar realidades tan contrapuestas como las que separan los siete mil pesos que gana un policía con los ingresos de un legislador, colocados entre los primeros cuatro del continente.
La perturbación sicótica me dificulta entender cómo convivir en ausencia de un régimen de consecuencias para el funcionario que abusa de los recursos públicos o que viola impunemente la ley al no declarar sus bienes o que, al hacerlo, miente insolentemente ante la destemplada conformidad social; o cómo se respeta su honorable retiro de vida con un salario que apenas cubría la dignidad del cargo, mientras aquel que le pide cuentas es tachado con los estigmas políticos más ignominiosos. Tampoco entiendo cómo un Estado que no puede garantizar condiciones básicas de bienestar social para sus nacionales, mantenga una política de frontera irresponsable basada en el tráfico mafioso de todo lo que es mercadeable, incluída la vida, antes que contener una inmigración ilegal insostenible que compromete nuestro futuro.
En mis delirios me acosan preguntas sicóticas: Cuando el FMI tenga que intervenir para cortar el endeudamiento demencial y aumentar la carga tributaria ¿qué pasará con las políticas clientelares del dispendio? En ausencia de esas raciones anestésicas: ¿cómo evitar que las presiones sociales despierten hambrientas? ¿Cómo sustentar un clima de impunidad en un ambiente de agitación social? ¿Hasta cuándo respirará vida este modelo? ¿Cómo superar el riesgo de su ruptura traumática con el vacío político que tenemos? ¿Cómo el capital empresarial sigue invirtiendo sobre ese polvorín sin dar señales de preocupación?
Mi demencia se resiste al espectáculo de este circo que vende nuestras ruinas como distracciones para atontar la resistencia colectiva; que convierte la información en aliada de la dominación mental de los descerebrados y conformistas. Así, en el perverso carrusel de sus maquinaciones, un evento tapa al otro, y hoy, por ejemplo, los Tucanos son leyenda; los procesos judiciales en contra de exfuncionarios, cuento. Pronto el ruido de los salarios diplomáticos y consulares será historia. Sobre esa mórbida candencia de olvidos marcha frívolamente nuestra cotidianidad, sin aturdimientos ni culpas. Lo único lúcido que ocupa mi mente es la convicción, por enseñanza histórica, de que las borracheras siempre preludian las decadencias de los grandes imperios, sentencia que recoge la Biblia con frases más lacerantes y que en mis alucinaciones místicas evoco con porfía: “…que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán” I Tesalonicenses 5:3.
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