HOBSBAWM, Eric; La era de las revoluciones. 1789-1848.; Crítica
febrero 18, 2009
EVOLUCIONES
1. El mundo. 1780-1790
I. La consecuencia más importante de la doble revolución (francesa, de carácter político, e inglesa, de carácter industrial, fue el establecimiento del dominio del globo por parte de unos cuantos regímenes occidentales sin paralelo en la historia. Los viejos imperio y civilizaciones del mundo se derrumbaban y capitulaban. La India se convirtió en una provincia administrada por procónsules británicos, los estados islámicos fueron sacudidos por terribles crisis, África quedó vierta a la conquista directa. Incluso el gran Imperio chino se vio obligado, en 1839-1842,a abrir sus fronteras a la explotación occidental. En 1848 nada se oponía a la conquista occidental e los territorios. El progreso de la empresa capitalista occidental sólo era cuestión de tiempo. Pero en el seno de la sociedad burguesa nace una nueva ideología, contradicción de la doble revolución. La sociedad comunista que comenzó como un fantasma, recorrió Europa y se apoderó de gran parte de ella tiempo después.
El mundo cambió “demasiado rápido”. Entre 1760 y final de siglos, el viaje entre Glasgow y Londres se acortó de diez días a 62 horas… aunque esto solo sucedía en zonas contadas. El resto del globo estaba masivamente incomunicado. Las carretas eran usadas tanto para el transporte de personas como para el de mercancías (especialmente el correos). Vivir cerca del mar era vivir cerca del mundo: Sevilla era más accesible desde Vera Cruz que desde Valladolid. De todos los empleados del Estado, quizá sólo los militares de carrera podían esperar vivir una vida un poco errante, de la que sólo les consolaba la variedad e vinos, mujeres y caballos de su país.
II. El problema agrario era por eso fundamental en el mundo de 1789, y es fácil comprender por qué los fisiócratas consideraron indiscutible que la tierra, y la renta de la tierra, eran la única fuente de ingresos. Y que el eje del problema agrario era la relación entre quienes poseen la tierra y quienes la cultivan, entre los que producen su riqueza y los que la acumulan.
Las relaciones de la propiedad se pueden dividir dependiendo la zona del globo donde estemos.
-América: destaca la importación de minerales y otras extracciones, así como esclavos, mucho más que productos agrarios. En este período el algodón es más preciado, en detrimento del azúcar.
-Al este del Elba, el cultivador típico no era libre, sino que realmente estaba ahogado en la marea de la servidumbre, creciente casi sin interrupción desde finales del siglo XV o principios del XVI. La zona de los Balcanes surgió como países campesinos, pero en ellos no había una propiedad agrícola concentrada. Muchos estaban sometidos a límites cercanos a la esclavitud o eran criados domésticos. En el ámbito de la producción, eran casi independientes de Europa, en todo tipo de alimentos y materias primas.
En general esto hacía que los aristócratas explotaran cada vez más su posición económica inalienable y los privilegios de su nacimiento y condición. Solo unas pocas comarcas habían impulsado el desarrollo agrario dando un paso adelante hacia una agricultura puramente capitalista, principalmente en Inglaterra. La gran propiedad estaba muy concentrada, pero el típico cultivador era un comerciante de tipo medio, granjero-arrendatario que operaba con trabajo alquilado. Una gran cantidad e pequeños propietarios, habitantes en chozas, embrollaba la situación. Con el cambio, entre 1760-1830, lo que surgió fue una agricultura de empresarios agrícolas –granjeros- y un gran proletariado agrario.
El siglo XVIII no supuso un estancamiento agrícola. Por el contrario, si bien seguía siendo regional, una gran era de expansión demográfica, de amento de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo aumento de población.
III. La clase media de abogados, administradores de grandes fincas, cerveceros, tenderos e incluso el industrial parecía poco más que un pariente pobre. Era el mercader el verdadero director del desarrollo (en tanto el señor feudal lo era en Europa oriental). Por eso el sistema más conocido era el putting-out system, por el cual un mercader compraba todos los productos del artesano o del trabajo no agrícola de los campesinos para venderlo luego en los grandes mercados; temprano capitalismo industrial.
El siglo XVIII debió toda su fuerza de desarrollo al progreso de la producción y el comercio, y al racionalismo económico y científico, que se creía asociado a ellos de manera inevitable. Las logias masónicas, donde no existía una diferencia de clases propagaron las ideas inglesas bajo un tupido velo francés: la igualdad y la libertad (después la fraternidad) fueron la bandera de su revolución. El objetivo principal de los ilustrados no fue el capitalismo, sino, a través del humanismo y las ideas racionalistas-progresistas, la libertad de todos los ciudadanos. Las monarquías absolutas del despotismo ilustrado encendieron la llama de la revolución intelectual y luego de la revolución práctica.
IV. Los reyes que se llamaron “ilustrados” lo hicieron movidos menos por un interés en las ideas generales que para la sociedad suponía la “ilustración” o la “planificación”, que por las ventajas prácticas que la adopción de tales métodos suponía para el aumento de sus ingresos y bienestar. La monarquía absoluta pertenecía a la feudalidad, que estaba dispuesta a utilizar todos los recursos posibles para reforzar su autoridad y sus rentas dentro de sus fronteras. Las únicas liberaciones del campesinado, anteriores a 1789, fueron en pequeños países como Dinamarca y Saboya, a pesar de que todos los grandes ministros tenían en su mente, como única solución, la abolición de la servidumbre. Las colonias rompieron el hielo, en este caso Irlanda y Estados Unidos, por vía pacífica o revolucionaria.
El enfrentamiento entre Francia e Inglaterra significó la confrontación de dos sistemas políticos antagónicos. Los ingleses no sólo vencieron más o menos decisivamente en todas esas guerras excepto en una, sino que soportaron el esfuerzo de su organización, sostenimiento y consecuencias con relativa facilidad. La doble revolución iba a hacer irresistible la expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo las condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque.
2. La Revolución Industrial
I. Si bien este acontecimiento da sus primeros pasos a principios del siglo XVIII, no será hasta 1830 cuando la literatura de Balzac y los manifiestos de Engels y Marx se hagan cargo del proletario y la clase trabajadora hija del capitalismo. La Revolución Industrial supone que un día entre 1780-1790, y por primera vez en la historia humana, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios. Esto es lo que ahora se denomina técnicamente por los economistas take-off, el crecimiento autosostenido. Ninguna sociedad anterior había sido capaz de romper los muros de una estructura en la que el hambre y la muerte se imponían periódicamente. Preguntar cuándo se completó es absurdo, pues su esencia era que, en adelante, nuevos cambios revolucionarios constituyeran su norma. Y así sigue siendo.
Que el estallido se diera en Inglaterra no quiere decir que fuese superior científica y técnicamente hablando. En las ciencias naturales Francia era, con mucho, el baluarte de Europa. Las lecturas de los economistas ingleses eran tanto Adam Smith como Dupont, Quenay Turgot, Lavoisier y los italianos. La educación palmaria no estaba en Oxford o Cambridge, sino en Escocia, de donde surgieron los genios de esta revolución, como Watt, Telford, McAdam, James Mill. Hasta que Lancaster impusiera sus medidas, la educación inglesa no despegó. Además, los inventos de estos no requerían más conocimiento que el que se tenía a principio de siglo (excepto en química), y su aplicación fue muy posterior (unos 40 años).
Las condiciones legales eran la gran ventaja. Un puñado de terratenientes de mentalidad comercial monopolizaba casi la tierra, que era cultivada por arrendatarios que a su vez empelaban a gentes sin tierras o propietarios de pequeñísimas parcelas. La agricultura estaba preparada para cumplir sus cuatro funciones fundamentales en una era de industrialización:
-aumentar la producción y la productividad para alimentar a una población no agraria
-proporcionar un vasto y ascendente cupo de potenciales reclutar para las ciudades
- suministrar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la economía
-así como la creación de excedente para exportar material e importar capital.
El dinero no solo hablaba, sino que gobernaba. Pero hay zonas que, aunque en 1850 producían mucho más que en 1750 no habían disfrutado del salto cualitativo de Manchester o Birmingham. Empresarios e inversores cruzaron sus actividades. Había algo que alzaba a Gran Bretaña sobre el resto de naciones, que además tras las guerras napoleónicas quedaron sometidas: la industria algodonera y la expansión colonial.
II. Los esclavos y el algodón fueron en paralelo. Liverpool, Bristol y Glasgow crecieron al amparo de este tráfico de mercancías. La Revolución industrial puede considerarse, salvo en unos cuantos años iníciales, hacia 1780-1790, como el triunfo del mercado exterior sobre el interior: en 1814 Inglaterra exportaba cuatro yardas de tela de algodón por cada tres consumidas en ella; en 1850, trece por cada ocho. Las guerras napoleónicas cerraron Europa a este comercio, algo que volvió a reanudarse en 1820. Pero en las colonias, la industria británica había establecido un monopolio a causa de la guerra, las revoluciones de otros países y su propio gobierno imperial. Inglaterra dominó financieramente al continente sudamericano. India se convirtió en la (forzada) clientela de Lancashire. El comercio del opio, por su parte, lanzó los intercambios con China desde 1820-1830. Los suministros ultramarinos de lana ganaron en importancia a partir de 1870.
La gran industria del algodón se llevó por delante el trabajo manufacturero, de gran antigüedad. Muchos se rebelaron ante la pérdida de sus puestos de trabajo cuando y ala industria no los necesitaba para nada. Comenzaba la tiranía de las máquinas.
III. La industria como tal tiene su nacimiento en base al algodón. El textil es posterior y el vapor no se usaba mucho fuera de la minería. Con ella arrastró a otros sectores; por eso influyó en el progreso económico de Gran Bretaña. Se pasó de importar 11 millones de libras de algodón bruto en 1780 a 588 millones en 1850 (su producción suponía casi el 50% del total). La pequeña crisis entre 1830-1840 sacudió levemente el mercado del algodón y tambaleó toda la economía británica: queremos con esto mostrar lo importante que era el algodón para su estabilidad.
La desviación de las rentas hacia el arrendatario, supuso levantamientos cartistas y otros en 1848 contra las máquinas, vistas como la raíz de los problemas. No solo proletariado, sino granjeros fueron los protagonistas. Por eso los pequeños burgueses y los obreros se unieron a los radicales ingleses, republicanos franceses o jacksonianos norteamericanos, dependiendo la localización.
A los capitalistas solo les preocupaba el cómputo de sus ganancias; mientras tanto les daba igual las acciones proletarias. Los tres fallos del sistema fueron: el ciclo comercial de alza-baja, la tendencia de la ganancia a declinar y la disminución de las oportunidades de inversiones provechosas. Inicialmente la industria del algodón tenía muchas ventajas. Su mecanización aumentó mucho la productividad de los trabajadores, muy mal pagados en todo caso, y en gran parte mujeres y niños. La inflación que suponía la diferencia entre el coste de la materia prima y el beneficio que suponía la venta de la manufactura, quedó neutralizada (e incluso en descenso) en 1815.
En los momentos de crisis había se ajustaba el presupuesto reduciendo los salarios de los trabajadores: se podía comprimir directamente los jornales, sustituir los caros obreros expertos por mecánicos más baratos o introducir máquinas en el lugar de un grupo. La medida más racional era introducir maquinaria. Entre 1800-1820 hubo 39 patentes nuevas, 51 entre 1820-1830, 86 en 1830-1840 y 156 en 1840-1850. Si bien la industria se estabilizó tecnológicamente en 1830, no sería hasta la 2/2 de siglo cuando la producción tuviera un aumento revolucionario.
IV. El problema de las producciones masivas es que necesitan un buen mercado de consumo. La industria militar, tras Waterloo, entró en decadencia y la de productos primarios no era excesivamente grande. Nunca falló, sin embargo, la industria del carbón: 10 millones de toneladas (90% de producción mundial) frente a 1 millón de los franceses) en 1800. El ferrocarril es el hijo de las minas del norte de Inglaterra: una gran producción requería una excelente movilización de producto.
El ferrocarril constituía el triunfo del hombre mediante la técnica. Que requiriese de una gran inversión en hierro, acero, carbón y maquinaria pesado, de trabajo e inversión de capital, supuso que el ferrocarril impulsó, como ningún otro invento, el desarrollo de la segunda industrialización. Carbón y acero triplicaron su producción. La sociedad inglesa invertía sus riquezas y obtenía beneficios, la aristocracia y la sociedad feudal se lanzó a malgastar una gran parte de sus rentas en actividades improductivas. Esa fue la diferencia.
Cuando el capital acumulado fue tanto que no lo pudo absorber el propio país, se decidió invertir en el extranjero, especialmente desde la década de 1820. Pero solían ser empresas fracasadas porque no se cumplían las expectativas: o terminaban por cobrar menos interés o el pago de este se retrasaba unos 40 años (como el caso de los griegos).
V. El factor más crucial que hubo de movilizarse y desplegarse, fue el trabajo, pues una economía industrial significa menos población agrícola, más urbana y un aumento general de la población, luego también se necesita mayor suministro de alimentos: una revolución agrícola. Para eso se hubo de terminar con los comunales medievales y las caducas actitudes comerciales del feudalismo. En 1846 se abolieron las Corn laws que retrasaban la entrada del capitalismo en el campo.
Para que la industrialización urbana triunfara, había que hacer dos cosas: mecanizar el campo para liberar a muchos campesinos de su actividad tradicional y tentarlos a la industria y, después, formarlos para que estuviesen capacitados en sus puestos. En un principio, se contrataron mayoritariamente niños y mujeres (que resultaban más rentables).
Si bien sus ciudades pronto se contaminaron y llenaron de niebla (recordad Oliver Twist!), los ingleses supieron utilizar muy bien sus recursos. A la altura de 1780 su consumo de algodó era dos veces el de los EE.UU y cuatro el de Francia; producía más de la mitad de lingotes de hierro del mundo; recibía dividendos de todas sus inversiones por el mundo. Gran Bretaña era el taller del mundo.
3. La revolución francesa
I. Si Inglaterra proporcionó la base de la Rev. Industrial, Francia lo hizo en la política. Entre 1789-1917, las políticas de todo el mundo lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios e 1789 o los más radicales de 1793. Proporcionó los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del globo.
Ya entre 1776 y 1790 se produjo una serie de revoluciones democráticas, en EE.UU. Bélgica, Holanda; pero fue la francesa la que más consecuencias tuvo. Fue la única verdadera revolución de masas (hemos de saber que 1/5 europeos era francés…) y radical (tanto que los extranjeros revolucionarios que se le unieron fueron luego moderados en Francia). Al contrario que la Revolución americana, la francesa influyó en ámbitos geográficos muy distantes: afectó en Sudamérica y fue el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo islámico –caso de la India y Turquía-.
En Francia, al contrario que en Inglaterra, el conflicto entre los intereses de antiguo régimen y la ascensión de las nuevas fuerzas sociales era peligrosamente agudo. Una monarquía absoluta, como la de Luis XVI, no aceptaría pequeñas dosis reformistas como las propuestas de Turgot. Hacía falta un gran cambio. La monarquía absoluta, no obstante, introdujo, por iniciativa propia a una serie de financieros y administrativos en la alta aristocracia, quienes fundían los descontentos de nobles y burgueses en los tribunales.
La nobleza se granjeó numerosos enemigos: no solo ocupaba los puestos más importantes del Estado, sino que tenía una creciente inclinación a apoderarse de la administración central y provincial. La mayoría de la gente eran gentes pobres o con recursos insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso técnico reinante. La miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Diezmos y gabelas también contribuían a ello.
La revolución americana terminó con victoria para Francia, pero el precio fue demasiado alto: una bancarrota total. Aunque muchas veces se ha echado la culpa de la crisis a las extravagancias de Versalles, hay que decir que los gastos de la corte sólo suponían el 6% del presupuesto total en 1788. La guerra, la escuadra y la diplomacia consumían un 25% y la deuda existente un 50%. Guerra y deuda –la guerra norteamericana y su deuda- rompieron el espinazo de la monarquía.
La Revolución comenzó con la “Asamblea de notables” de 1787 y la convocatoria a Estados Generales de 1789. Todo comenzó como un intento aristocrático de retomar el control, pero fue un error subestimar al “tercer estado” con una crisis económica tan profunda, dejándolo a un lado en los órganos representativos. La Declaración de derechos del hombre y del ciudadano es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y los privilegios, pero no a favor de una sociedad democrática. No se pedía el fin de los reyes ni la conformación de una asamblea representativa (podía haber intermediarios. Pero eso sí: la soberanía residiría en la “Nación” (vocablo importante). Esta identificación iba más allá del programa burgués, tenía un acento mucho más radical y peligroso para el orden social.
La crisis del trigo, que el pan duplicara su precio, el bandolerismo y los motines, hicieron de la Asamblea “ del juego de pelota”, algo más revolucionario y crítico de lo que cabría esperar. La contrarrevolución hico a las masas de París una potencia efectiva de choque. La toma de la Bastilla fue el símbolo del final del Antiguo Régimen en Francia: 14-7-1789.
La revolución fue burguesa y liberal-conservadora. El tercer estado fue liberal-radical. Por momentos esta dicotomía oscilaba hasta que finalmente quebró. Algunos burgueses dieron un paso más hacia el conservadurismo, al ver que los “jacobinos” llevaron la revolución demasiado lejos para sus ideales. El tercer estado no quería una sociedad burguesa, que progresivamente adquiría tintes aristocráticos.
De los jacobinos, solo los sans-culottes tenían cierta iniciativa política. El resto, desarrapados y hambrientos eran incultos y seguían a líderes bien formados. Marta y Hébert defendían los interesas de la gran masa de proletarios, el trabajo, la igualdad social y la seguridad del pobre: igualdad, y libertad directa. Pero su utopía fue irrealizable y más fruto de la desesperación que de un plan bien trazado. Su memoria queda unida al jacobinismo, del que no siempre fue partidario.
II. Entre 1789 pocas concesiones se hicieron a la plebe, pero sus reformas fueron las más duraderas. Desde el punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones.
La Constitución Civil del clero fue un mal intento, no de destruir el clero, sino de alejarlo del absolutismo romano.
El rey sabía que la única opción de reconquistar el absolutismo sería con una intervención desde el exterior, pero esto sería difícil debido a la buena situación del resto de países. Pero Europa se dio cuenta de que corría peligro su derecho al trono y se pusieron en marcha. La Asamble Legislativa pronosticaba la guerra y así fue desde 4-1792. Sin embargo fueron derrotados y las masas se radicalizaron. Los altos mandos fueron encarcelados, incluido el rey y la República fue instaurada.
La Convención Girondina se percató de que o vencían rotundamente o eran eliminados del tablero de juego. Para ello movilizó el país como nunca se había hecho: economía de guerra, reclutamiento en masa, racionamiento, y abolición virtual de la distinción entre soldados y civiles. Por último, reclamaba sus fronteras naturales con dos propósitos: tumbar la contrarrevolución y conseguir más territorios con los que hacer la guerra económica a Gran Bretaña. En este clima, los jacobinos fueron ganando terreno palmo a palmo. Esto derivó en la toma de poder por los sans-culottes el 2-6-1793.
III. La Convención jacobina se recuerda por el almidonado Robespierre, el gigante Danton, el elegante Saint-Just, el tosco Marat y el Comité de Salud Pública –Comité de guerra-, el tribunal revolucionario y la guillotina. Hubo 17.000 ejecuciones en 14 meses. El terror, a pesar de lo que se dice, fue mucho menor que el de las matanzas contra la Comuna de París en 1871 o las del siglo XX. Pero el caso es que tras ese tiempo de muerte, Francia se estaba desintegrando por los ataque extranjeros en todos los frentes. El resultado: la contrarrevolución vencida, un ejército mejor formado y más barato una moneda más estable (ya casi toda en papel) y un gobierno estable (aunque con otro color) que iba a comenzar una racha de casi veinte años de victorias militares ininterrumpidas.
El fin del programa jacobino era un Estado fuerte y centralizado –le grande nation-, las levas en masa y una Constitución radical que prometía el sufragio universal, alimento, trabajo y derecho a la rebelión. Se procuraría el bien común con unos derechos operantes para el pueblo (lo que implicaba el fin total de todo lo concerniente al sistema y los privilegios feudales).
El rígido Robespierre venció al pícaro Danton, que acaudilló a numerosos delincuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos viciosos y amorales de la sociedad. La guillotina recordaba que nadie estaba seguro. Los procesos de descristianización disgustaron a algunos. El 27-7-1794, con la victoria en Fleurus y la ocupación de Bélgica, se dio paso a una revolución termidoriana que terminó con los andrajosos sans-culottes y los gorros frigios. Robespierre, Saint Just y Couthon, junto con otros 87 miembros, fueron ejecutados.
IV. Termidor se encontraba con el problema de enfrentarse la clase media francesa para la permanencia de lo que técnicamente se llama período revolucionario (1794-1799). Tenían que conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las bases del programa liberal original de 1789-1791. Los sucesivos regímenes hasta 1870 (Directorio, Consulado, Imperio, monarquía borbónica restaurada, monarquía constitucional, República e Imperio de Napoleón III, no fueron más que el intento de mantener una sociedad burguesa intermedia entre dos sistemas antagónicos: la república democrática jacobina y del antiguo régimen.
El régimen civil era débil. Su constitución no fructificó como se esperaba. Precariamente, los políticos oscilaron entre la derecha y la izquierda y tenían que hacer uso frecuente del ejército tanto contra los agentes exteriores como contra las rebeliones internas. En este contexto, es normal que Napoleón brotara en este clima de ambigüedad en el que los militares tenían más poder que los gobernadores. Poco a poco el ejército fue abandonando su carácter revolucionario y adquirió tintes de ejército tradicional y nacional, propiamente bonapartista.
La escala se configuraba por las dotes personales y la capacidad de mando. La rigidez castrense aún no estaba definida. El ejército no contaba con un abundante armamento, respaldado por una industria pesada efectiva. Contaba más la efectividad de actuación. Con estos Napoleón conquistó Europa, no solo porque pudo, sino porque tenía que hacerlo. Con él el mundo tuvo su primer mito secular: de cónsul pasó a Emperador, estableció un código civil, un concordato con la Iglesia y hasta un Banco nacional. El Corso hizo de la revolución liberal un régimen liberal asentado.
Napoleón fue mito y realidad. Era el hombre civilizado del siglo XVIII, racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau para ser también el hombre romántico del XIX. Si bien construyó las estructuras de la universidad, la legislación, el gobierno, la economía, destruyó el sueño jacobino de la libertad, igualdad y fraternidad: ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la opresión… Este mito revolucionario sobreviviría a la muerte de Napoleón.
4. Guerra
I. Entre 1792 y 1815 los enfrentamientos en el mundo, ya entre Estados, ya entre sistemas sociales, fueron continuos. Casi todos los intelectuales del momento –poetas, músicos, filósofos- apoyaron el movimiento, al menos antes y después del terror y antes del Imperio napoleónico. El jacobinismo solo contó con apoyo en Inglaterra –a través de los escritos de Tomas Paine, como Los derechos del hombre-; pero en el resto de lugares solo unos cuantos jóvenes ardorosos o iluministas utópicos apoyaron esta rebelión. En los lugares donde la nobleza era fuerte el ideal jacobino impregnó a las clases medias, pero no se pudo llevar a cabo acciones contra la fuerte nobleza, al contrario que en Irlanda, donde el malestar del país, más las ideas masónicas de losUnited Irishmen empujaron a la gente. No porque les gustaran los franceses, sino para buscar aliados contra los ingleses.
En realidad, PP.BB. Alemania, Suiza y algunos estados italianos creyeron en el triunfo del proyecto jacobino (por particularidades de política exterior y economía).La tendencia del era convertir las zonas con fuerza jacobina local, en repúblicas satélites que, más tarde, cuando conviniera, se anexionarían a Francia (como el caso de Bélgica en 1795). Fue tal el crecimiento que experimentaron los ramales de la revolución que, en 1798, Inglaterra era el único beligerante… no podemos especular sobre una bien organizada actuación francoirlandesa; pero acaso hubieran forzado un tratado de paz-subordinación para los ingleses.
En otro orden, paradójicamente, la importancia militar de la guerra de guerrillas fue mayor para los antifranceses que la estrategia militar del jacobinismo extranjero para los franceses. Socialmente hablando, no es descabellado afirmar que estas guerras fueron sostenidas por Francia y sus territorios fronterizos contra el resto de Europa (Austria, Rusia, España…). Gran Bretaña, por su parte, solo quería preponderancia económica y que en el continente unas fuerzas quedaran sometidas por las otras mientras ellos se expandían. Su objetivo no era de expansión territorial por Europa. Este conflicto se ganó la comparación con el romano-cartaginés: destrucción total el enemigo, que nunca pudo ser porque ninguno de los dos podía invadir con garantías las tierras del otro.
Quienes se enfrentaron a Francia lo hicieron de modo intermitente, pues no tenían reales motivos políticos para chocar con ella. Los aliados franceses eran los sometidos por los antirrevolucionarios: la enemistad de A implica la simpatía de anti-A. En este caso los príncipes alemanes contra el emperador –Austria en este caso-, que crearon la Confederación Alemana y Sajonia –por el contra a Prusia-. Francia no tenía militares bien formados en marina, pero donde primaba la improvisación, la movilidad y la flexibilidad, enfrentamiento en tierra, no tenían rival: los altos mandos rusos rondaban los sesenta años de media… los franceses no más de treinta tres años. Esto es fruto de la revolución.
II. En 1802 se consolidó la supremacía de las zonas conquistadas en 1794-1798. Los ataque que recibió Francia entre 1805-1807 le granjearon muchas victorias que llevaron sus dominios aliados hasta las fronteras con Rusia. Sin embargo, Trafalgar fue el punto y final en la carrera hacia una posible invasión a través del estrecho o el establecimiento de contactos ultramarinos.
Tras la derrota de Leipzig, las fuerzas invadieron el imperio y sometieron a Napoleón desde todos los puntos geodésicos. El agónico intento de Waterloo terminó con todas las esperanzas de Napoleón.
III. Debemos centrarnos en los cambios fronterizos que sobrevivieron a Napoleón: en esencia se terminó la Edad Media y Alemania e Italia quedaban pre-configuradas. Los principados episcopales de Colonia, Maguncia, Tréveris desaparecieron, así como las ciudades libres. Solo los Estados Pontificios persistieron. Antes de estos cambios había Estados dentro de Estados o regiones bajo soberanía dual, aduanas entre territorios de un mismo gobierno… “fronteras”.
El afán revolucionario de unificación y la codicia que asolaba a los pequeños condados, señoríos y demás, favoreció el acercamiento y conformación de naciones con más posibilidades de competencia. Pero más que las fronteras debemos destacar la constancia, el eco que tuvieron los códigos napoleónicos en las posteriores leyes y sistemas legislativos de Bélica, Renania e Italia. El feudalismo había sido vencido al oeste de Rusia y el Imperio Otomano.
El congreso de Viena anduvo con ojo. Ya se sabía que una simple revolución podía saltar las fronteras, que la revolución social era posible, que las naciones existían al margen de los estados y los pueblos independientemente de sus dirigentes. La Revolución Francesa abrió los ojos al mundo para hacerles ver sus posibilidades. Una fuerza universal había cambiado el rumbo de la historia.
IV. Prácticamente ningún país sufrió una gran variación de sus cifras de población más allá de la merma que el ritmo de una guerra poco cruenta y las pocas epidemias y hambrunas que hubo podía ocasionar. No más del 7% de la población francesa fue llamada a filas (en la I G.M. fue el 21%). Los costes de la guerra no impidieron el crecimiento de Francia, pues los cubría con el dinero saqueado de los territorios dominados; pero perdió el comercio de ultramar. Inglaterra, por su parte, al no expandirse, sufrió más los efectos de las campañas porque, además, debía subvencionar a sus aliados en el continente. Pero Inglaterra salió como vencedora y estuvo a la cabeza de todos los estados, aún más de lo que lo estuvo en 1789.
5. La Paz
I. Tras veinte años de guerras las naciones se enfrentaban con la problemática de mantener la paz. Los reyes no eran más inteligentes ni más pacifistas, pero estaban asustados ante un nuevo brote social. Desde 1815 a 1914 no hubo en Europa (excepto la guerra de Crimea) una guerra en Europa que enfrentara a más de dos potencias. Para que esto fuera posible la diplomacia francesa, inglesa y rusa estuvo a la orden del día. Digamos que existió una tensa calma entre grandes potencias por zonas no-europeas.
Francia reingresó en el concierto internacional de las monarquías. Los Borbones regresaron, pero ya nada volvería a ser como antes de 1789. En este caso se debieron respetar los cambios más importantes y se concedió una (moderadííiiisima) Constitución, Carta “libremente otorgada”. Inglaterra trató en Europa, tan solo, que ninguna nación fuera demasiado fuerte (por eso permitió la independencia de Bélgica en las revoluciones de 1830).
El principal objetivo de la Confederación de Estados alemanes era mantener a los pequeños estados occidentales alejados de la órbita francesa. En tanto Austria haría de equilibradora de las fuerzas en Centroeuropa (no le interesaba la inestabilidad). Rusia se expandió hacia Finlandia, Polonia y Besarabia.
Para mantener el orden restablecido, se crearon los Congresos de las potencias, que solo se convocaron entre 1818-1822. No resistieron el posterior embiste. Inglaterra no apoyó la Santa Alianza porque de este modo el absolutismo hubiera impregnado Sudamérica, y precisamente los ingleses querían lo contrario. De hecho firmaron la Declaración Monroe de 1823 que tenía carácter profético. La independencia de sus estados estaba cercana.
Las revoluciones de 1830 alejaron todas las tierras al oeste del Rin de las operaciones políticas de la Santa Alianza. Entretanto, la “cuestión de Oriente” alteraba el ritmo normal de la vida en los Balcanes. Rusia quería un acceso al Mediterráneo. G.Bretaña pugnaba por evitarlo. El tratado de “protectorado” entre rusos y turcos en 1833 fue visto como una afrenta por los ingleses. Desde 1840 Rusia ya estaba pensando en el fraccionamiento del Imperio islámico. Esta cuestión y la imposible alianza con los turcos frente a los rusos, llevó a la guerra de Crimea en 1854-1856 (único gran conflicto antes de la I G.M.).
Aparte de este capítulo bélico, el resto de crisis fueron solo diplomáticas (Egipto profrancés, Imperio Otomano que tenía influencia sobre Egipto, Rusia que no quería guerra por Constantinopla…). Además, ninguna de las potencias tenía motivos para entablar lucha: todas estaban más o menos satisfechas tras 1815, excepto Francia, que no tenía aún fuerza para “quejarse” en alta voz. Entre 1815-1848 ningún gobierno francés arriesgaría la paz general por los interesas de su país. Solo Argelia fue la excepción en 1847.
Inglaterra solo buscaba mantener sus colonias –sobre todo la India- y establecer puntos comerciales de esclavos en las cosas de África. Con las guerras del Opio (1839-1842) contra China, Inglaterra llegó a controlar 2/3 del subcontinente asiático.
Más importante es la definitiva abolición de la esclavitud, por humanitarismo y por intereses comerciales: Inglaterra y Francia la abolieron entre 1834 y 1848.
6. Las Revoluciones
I. El objetivo principal de las potencias tras 1815 era evitar una segunda Revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa.
La primera oleada revolucionaria tuvo carácter mediterráneo: Grecia, España y Nápoles, entre 1820 y 1821. La segunda reavivó los ánimos de independencia sudamericana. Bolívar, San Martín y O’Higgins liberaron la Gran Colombia, Perú y Argentina. Iturbe hizo lo propio con México y Brasil se separó sin más problemas de Portugal. Las grandes potencias las reconocieron rápidamente, pero Inglaterra, además, concertando tratados económicos.
La segunda oleada fue más amplia aún. Todas las tierras al oeste de Rusia sufrieron alzamientos. Bélgica se independizó de Holanda en 1830, Polonia fue reprimida, pero en Italia y Alemania hubo graves convulsiones, el liberalismo triunfó en Suiza, España y Portugal padecieron guerras civiles e Inglaterra tuvo que aceptar la secesión religiosa de Irlanda: el catolicismo había sido legalizado. Esto derivó en la definitiva derrota de la aristocracia para dar paso a una clase dirigente de “gran burguesía” con instituciones liberales bajo una monarquía constitucional al estilo de 1791, pero con privilegios más restringidos. El EE.UU. de Jackson fue más allá: extendió el voto a los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Pero hubo consecuencias aún más graves: los movimientos nacionalistas y de la clase trabajadora.
La tercera “gran ola” fue la “primavera de los pueblos” de 1848, cuando la revolución mundial soñada por los rebeldes estuvo más cerca que nunca. Estalló y triunfo en casi toda Europa.
II. Las revoluciones, dependiendo de su origen:
-Liberales (franco-española): con su modelo en la revolución y el sistema de 1791. La monarquía sería parlamentaria y sus votantes restringidos por sus ganancias.
- Radicales (inglesa): cuya inspiración encuentra eco en la revolución de 1792-1793, jacobina, cuyo ideal es una república democrática hacia el “estado de bienestar”.
-Socialista (anglo-francesa): toman las directrices de las revoluciones postermidorianas, entre las que cabe destacar la protagonizada por Babeuf en 1796, con un carácter comunista, en la línea de Sant-Just.
Pero todas tenían algo en común: la lucha contra la monarquía absoluta, la Iglesia y la aristocracia… o dicho de otro modo, aborrecían los regímenes de 1815 y lucharon contra ellos por distintas vías, como hemos visto.
III. Entre 1815 y 1830 aún no existía una clase trabajadora como tal. Solo las personas reunidas en torno a las ideas owenistas o “Los seis puntos de la Carta del pueblo” (Sufragio universal, voto por papeleta, igualdad de distritos electorales, pago a los miembros del Parlamento, Parlamentos anuales, abolición de la condición de propietarios para los candidatos) empezaban a mostrarse algo más radicales. Los discursos de Paine aún insuflaban aliento y también los escritos de Bentham.
El deseo de luchar conjuntamente contra el zar y las naciones organizadas bajo su amparo contra las posibles insurrecciones, favoreció la creación de grupos organizados de reacción liberal. Todas tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta. La más conocida es la de los carbonarios, que actuaron sobre todo entre 1820-1821 y la de los decembristas. Desde 1806, de un modo latente, se reforzaron hasta que se presentó el momento apropiado: 1820. Muchas fueron destruidas en 1823, pero una triunfó: Grecia 1821, la cual sirvió de inspiración en los años siguientes.
Las revoluciones de 1830 mostraron abiertamente el desasosiego económico y social. Los revolucionarios se ciñeron a los modelos de 1789 y no tanto a las sociedades secretas. Además, el capitalismo empobrecía a los trabajadores que se comenzaron a sentir miembros integrantes de una clase: la clase trabajadora. Un movimiento revolucionario proletario-socialista empezó su existencia. En estas fechas los liberales habían pasado de ser oposición al Antiguo Régimen a ocupar un escalafón en la política de sus países o, al menos, a presionar a los moderados. Esta fue la lucha que se siguió en adelante.
Como en Inglaterra y Francia los liberales se fueron moderando e incluso reprimieron a algunos trabajadores, estos vieron en el Republicanismo social y demócrata una salida más afín a sus peticiones… y así sería como el movimiento obrero se radicalizó. Unos soñaban en las barricadas, otros en los príncipes convertidos al liberalismo, pero esta última apuesta era muy complicada. En 1834 se crea la Unión aduanera alemana, con Prusia al frente.
La falta de perspectiva de una revolución europea hacía necesario, como pensó Marx, en una Inglaterra intervencionista o una nueva Francia jacobina y eso era imposible. Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos, por la “acción directa”, algo aún muy carbonario. Tomar la iniciativa planteaba la duda de si estaban o no preparados para hacerlo al precio de una revolución social.
IV. En Europa y América latina este espíritu revolucionario no se consumó. En Europa el descontento de los pobres y el proletario era creciente. El descontento urbano era universal en Occidente. Que la política estratégica y directiva, así como las sistemáticas ofensivas de los patronos y el gobierno, no triunfara redujo a los socialistas a grupos propagandísticos y educativos un poco al margen de la principal corriente de agitación.
En Francia los grupos revolucionarios no eran tan proletarios como “patronos desengañados”. Saint-Simon, Fourier, Cabet y Blanqui protagonizaron las agitaciones políticas de las clases trabajadores al alborear la revolución de 1848. La debilidad del blanquismo era la debilidad de la clase trabajadora francesa. Su objetivo era instaurar “la dictadura del proletariado”.
La división de simpatías entre la extrema izquierda y los radicales de la clase media los llenaba de dudas y vacilaciones acerca de la conveniencia de un gran cambio político. Llegado el momento se mostrarían jacobinos, republicanos y demócratas.
V. Donde el núcleo del radicalismo lo conformaban las clases bajas y los intelectuales, el problema era mucho más grave. El levantamiento de los campesinos en Galitzia en 1846 fue el mayor de los movimientos campesinos desde 1789. Pero donde aún había reyes legítimos o emperadores, estos tenían la ventaja táctica de que los campesinos tradicionalistas confiaban en ellos más que en los señores. Por eso los monarcas aún estaban dispuestos a usas a los campesinos contra la clase media.
Los radicales se dividieron en demócratas (que buscaban cierta armonía entre el campesinado y la nobleza/monarquía) y la extrema izquierda (que concebía la lucha revolucionaria como una lucha de las masas simultáneamente contra los gobiernos extranjeros y los explotadores domésticos. Anticipándose a los revolucionarios nacional-socialistas de nuestro siglo, dudaban de la capacidad de la nobleza y la clase media, cuyos intereses estaban fuertemente ligados al gobierno.
En la Europa subdesarrollada la revolución de 1848 no triunfó bien por inmadurez política de los campesinos o por medidas demasiado férreas de los señores y monarcas, quienes odiaban hacer concesiones adecuadas u oportunas.
VI. La revolución de 1830 y 1848 tenían cosas en común: estaban organizadas por intelectuales y gente de clase media a los que, una vez el estallido, se unían los campesinos y demás gente. Además, siguieron patrones tácticos de la revolución de 1789. Pero mientras hubo un conato de política democrática las actividades fundamentales de una política de masas (campañas públicas, peticiones, oratoria ambulante- apenas eran posibles.
La liga alemana de los Proscritos (que más adelante se convertiría en la Liga de los Justos y en la Liga Comunista de Marx y Engels), cuya médula la formaban jornaleros alemanes expatriados, era una de esas sociedades ilegales. El credo general que se extendía era el que rezaba que los aristócratas y reyes eran usurpadores de las libertades y que el gobierno debía ser elegido por el pueblo y responsable ante él. Veían la instalación de la república demoburguesa como un preliminar indispensable para el ulterior avance del socialismo.
En el proyecto de la “Joven Europa” de Mazzini ya reflejaba el deseo de crear una sociedad internacional masónico-carbonaria. Respecto al exilio de los militantes de izquierdas, Francia y Suiza acogieron a gran parte de ellos. No es extraño que la I Internacional tuviera su génesis en la ciudad de “la gran revolución”
7. El nacionalismo
I. Desde 1830 el movimiento general a favor de la revolución se escindió. Un producto de esa escisión merece especial atención: los movimientos nacionalistas. Los movimientos que mejor simbolizan estas actividades fueron los llamados “Jóvenes”, fundados o inspirados por Giuseppe Mazzini. Este apelativo (“Joven Alemania”, “Joven Turquía”) señalaba la desintegración del movimiento revolucionario europeo en segmentos nacionales. Cada uno de esos segmentos nacionales tenía los mismos programas políticos, estrategia y táctica que los otros, en incluso una bandera tricolor. Aspiraban a la hermandad de todas, simultaneada con la propia liberación.
La vanguardia de la clase media nacionalista libraba su batalla a lo largo de la línea que señalaba el progreso educativo de gran número de “hombres nuevos” dentro de zonas ocupadas antaño por una pequeña elite. Sin embargo, la importancia de los estudiantes en las revueltas de 1848 nos hacen olvidar que eran poco más de 40.000 en todo el continente.
Otro factor que ayuda a comprender el nacionalismo es la adopción en documentos oficiales y libros universitarios, del idioma nacional como preferente. El latín y el griego, si bien continuaban enseñándose, quedaron relegados en la Dieta húngara y en Rumanía. Entre 1820 y 1840 se triplicó la publicación de libros en Alemania, lo cual nos habla de una evolución estratosférica en Centroeuropa. Por su parte, Francia y Bélgica tenían un 50% de analfabetos, España y Portugal llegaban al 80%. En síntesis, solo aquellos países que se habían asimilado la doble revolución tenían buenos índices de alfabetización y progreso: escandinavos, Irlanda, Inglaterra y EE.UU. sobre todo.
Identificar el nacionalismo con la clase letrada no es decir que las masas, por ejemplo rusas, no se consideraran “rusas” cuando se enfrentaban con alguien de fuera. El hecho de que el nacionalismo estuviera representado por la clases medias y acomodadas, era suficiente para hacerlo sospechoso a los hombres pobres (si bien trataban de atraerlos con el señuelo de una reforma agraria). Para las masas, en general, la prueba de la nacionalidad era todavía la religión: los españoles se definían por ser católicos, los rusos por ser ortodoxos.
II. Fuera del área del moderno mundo burgués existían también algunos movimientos de rebelión popular contra los gobiernos extranjeros (entendiendo por éstos más bien los de diferente religión que los de nacionalidad diferente) que algunas veces parecen anticiparse a otros posteriores de índole nacional. No podemos considerar nacionales los movimientos de sij frente a los ingleses, la de los bereberes contra los pachás (el nacionalismo islámico está acuñado en el siglo XX) o la de los albaneses (que no solo luchaban contra sus gobernadores provinciales, sino que reclamaban mayor autoridad del sultán turco).
El caso de Grecia es especial. Todas las clases educadas y mercantiles de los Balcanes y el área del mar Negro y Levante, estaban helenizadas por la naturaleza de sus actividades. Durante el siglo XVIII esta helenización prosiguió con más fuerza que antes, debiéndose, en gran parte, a la expansión económica en el floreciente Mar Negro. El nacionalismo griego fue comparable a los movimientos de elites de Occidente, lo que explica el proyecto de promover una rebelión por la independencia en los principados danubianos bajo el mando de magnates locales griegos. La philiké Hetairía –sociedad secreta y patriótica, protagonista de la revuelta de 1821- consiguió la afiliación de sectores más bajos.
La independencia griega fue la condición esencial preliminar para la evolución de otros nacionalismos balcánicos en tanto que concentró en la Hélade a la dispersa clase ortodoxa, balcánica y culta que se repartía por el resto de territorios bajo el Imperio turco, intensificando el nacionalismo de los demás pueblos balcánicos.
Los ideales de “panbalcanismo” o “panamericanismo” no eran viables, primeramente por la variedad de pequeñas repúblicas y segundo por la variedad de culturas e ideas. Sólo México, bajo la bandera de la Virgen de Guadalupe, inició un movimiento popular agrario, indio. El resto tan solo son embriones de una “conciencia nacional”.
En ninguna parte se descubre nada que semeje nacionalismo, pues las condiciones sociales para ello no existen. El intelectual, el comerciante de turno tendría difícil luchar contra un gobierno tradicional si los tradicionales gobernados no recogían sus ideas. Por eso, aunque se tiene a simplificar el nacionalismo como resistencia antiextranjera, en Asia, los países islámicos e incluso África, la unión entre intelectuales y nacionalismos, y entre ambos y las masas, no se efectuaría hasta el siglo XX. Esto es porque el nacionalismo, como tantas otras cosas del mundo moderno, es hijo de la doble revolución.
8. La tierra
I. Lo que sucediera a la tierra determinaba la vida y la muerte de la mayoría de los seres humanos entre los años 1789-1848. Como consecuencia, el impacto de la doble revolución sobre la propiedad, la posesión y el cultivo de la tierra, fue el fenómeno más catastrófico de nuestro período. Los fisiócratas veían en la tierra la más básica de las formas de riqueza.
Tres medidas tratarían de reactivar la producción agraria. En primer lugar, la tierra tenía que convertirse en objeto de comercio, ser poseída por propietarios privados con plena libertad para comprarla y venderla. En segundo lugar, tenía que pasar a ser propiedad de una clase de hombres dispuestos a desarrollar los productivos recursos de la tierra para el mercado guiados por la razón: intereses y provechos, y tercer lugar, la gran masa de la población rural tenía que transformarse en jornaleros libres y móviles que sirvieran al creciente sector no agrícola de la economía. Terratenientes capitalistas y campesinado tradicional eran los obstáculos. Inglaterra tomó las medidas más novedosas, Prusia las más conservadoras, montando el capitalismo sobre la estructura feudal sin una revolución previa.
Norteamérica gozó de la mejor situación previa: el aumento de tierras libres virtualmente ilimitado y también de la falta de todo antecedente de relaciones feudales o de tradicional colectivismo campesino; solo los pieles rojas dificultaban esta tarea. En general todos los que tenían un pensamiento conservador aborrecían el liberalismo burgués.
Mayorazgos y bienes eclesiásticos había que secularizarlos y venderlos para ponerlos en activo. A esto seguiría la pérdida del vínculo que el campesino poseía con la tierra y todo lo demás: su siguiente destino era la ciudad. Esto ocurrió parcialmente en las zonas no-europeas controladas por estos.
En Inglaterra no hubo abolición del feudalismo. Terratenientes y campesinos estaban en armonía por la burguesía intermedia. El verdadero conflicto llegó con la inflación de los precios tras las guerras napoleónicas y la “Ley de pobres” de 1834 que arremetía contra los últimos campesinos, haciéndoles la vida realmente insoportable: así llegó el gran éxodo a la ciudad desde 1840. Dinamarca, por su parte, hizo algo similar, pero en vez de enriquecerse los terratenientes lo hicieron los propietarios rurales independientes.
II. En Francia, la abolición del feudalismo, los diezmos y los derechos señoriales fue asunto de la revolución, sobre todo jacobina que llevó las consecuencias de la política agraria más allá de los que el mismo desarrollo capitalista hubiera deseado. Ni terratenientes, ni cultivadores… muchos tipos de propietarios tachonaban la extensión del país galo. A partir de aquí, este ideal se trasladó al resto de países de Europa: en algunos casos comenzó las reformas, en otros las continuó. La vuelta de los regímenes autoritarios retrasó la cuestión.
En general, cada posterior avance del liberalismo impulsaba a la revolución legal a dar un paso más para pasar de la teoría a la práctica y cada restauración de los antiguos regímenes lo aplazaba, sobre todo en los países católicos, en donde la secularización y venta de las tierras de la Iglesia era una de las más apremiantes exigencias liberales. Las tierras de la iglesia fueron una excepción: tenían muy pocos defensores y demasiados lobos rondándolas. Burgueses y nobles las adquirieron para sí. Ahora bien, la venta de las mismas no formó una clase media burguesa y emprendedora. Muchas veces los compradores fueron los mismos nobles y terratenientes que las codiciaban, de tal modo que el feudalismo anterior, en torno al Mediterráneo, adquirió una base legal sobre la que sustentarse.
La influencia de la Revolución francesa, sumando al argumento económico racional de los trabajadores libres y la codicia de la nobleza determinaron la emancipación de muchos campesinos a lo largo de la primera mitad del siglo XIX.
III. Los campesinos deseaban tierras, pero no una economía agraria burguesa: pues solo ofrecía derechos legales a cambio de muchas pérdidas. Perderían los derechos comunales, protección señorial… un silencioso bombardeo a unas estructuras en las que siempre habían vivido. Aquellas tierras donde la revolución francesa no pudo dar las tierras a los campesinos, estos siguieron apoyando su sistema tradicional, al rey y a los clérigos. Exceptuando el movimiento de 1789, el resto buscaron el apoyo del emperador, rey o clérigo de turno. Que esto sucediera en la Alemania de 1848 condenó la revolución Solo donde se carecía totalmente de tierras había una tendencia más revolucionaria.
El bakunismo y el marxismo iban a ser más efectivos porque iban a convencer al pueblo de que el rey y la iglesia eran aliados de los ricos locales y que ellos les hablaban con palabras comprensibles y cercanas. Antes de 1848 la burguesía era mal vista y su modelo solo se dejaría sentir pasada la primera mitad del siglo.
IV. En muchos sitios de Europa, como hemos visto, la revolución legal vino como algo impuesto desde fuera y desde arriba, como una especie de terremoto artificial más bien que como el desmoronamiento de una tierra hacía tiempo reblandecida. Esto fue más evidente todavía donde se impuso a una economía enteramente no burguesa conquistada por burgueses, como en África y en Asia, sobre estructuras firmemente establecida de carácter feudal.
La propiedad de la tierra en la India prebritánica era tan compleja como suele serlo en sociedades tradicionales, pero no incambiables, sometidas periódicamente a conquistas extranjeras, pero apoyadas siempre sobre dos firmes pilares: la tierra pertenecía a colectividades autónomas. Los tributos solían cobrarse por comisionistas, por un lado, o ryotwari (que trataba de hacer individual la tasa de tributación de cada campesino, considerándolo propietario o arrendatario. En cualquier caso, los intereses de la Compañía de las Indias Orientales estaban cada vez más subordinados a los intereses generales de la industria británica. La aplicación del liberalismo económico a la tierra india ni creó un cuerpo de propietarios ilustrados ni un modesto campesinado vigoroso: solo incertidumbre. Si bien actualizó las estructuras político-administrativas, las hambrunas seguían azotando aquellas tierras de Asia. A pesar del Parlamento, las elecciones, las leyes… el contenido seguía siendo el mismo que antes.
V. La revolución en la propiedad rural fue el aspecto político de la disolución de la tradicional sociedad agraria; su invasión por la nueva economía rural y el mercado mundial, su aspecto económico. La agricultura local estaba muy al margen de las competencias internacionales. Solo un gran cataclismo en la sociedad agraria. Esto sucedió en Irlanda y en la India. Los campesinos solían ser sometidos a un altísimo tributo, mientras que solo la patata y la leche proporcionaban un aporte de hidratos y vitaminas suficiente. Eran grandes bolsas de pobreza. Pero ahora bien: cuando la población creciera más allá del límite de producción de patatas, se produciría una catástrofe. Y así fue en Irlanda, 1847: más de un millón de muertos.
En Inglaterra, entre 1790-1800, la situación no era mucho mejor. El liberalismo económico proponía resolver el problema de los campesinos obligándoles a aceptar trabajo con jornales bajísimos o a emigrar. La ley de pobres, 1834, terminó por agudizar el problema. Su mísera situación no mejoraría hasta después de 1850.
El campesinado francés, generalmente, estaba en mejores condiciones. En un nivel superior, los americanos.
9. Hacia un mundo industrial
I. Solo una economía estaba industrializada efectivamente en 1848, la británica, y, como consecuencia, dominaba al mundo. Probablemente entre 1840 y 1850, los Estados Unidos y una gran parte de la Europa central habían cruzado o estaban ya en el umbral de la Revolución industrial. Salvo en las zonas angloparlantes, la realidad social de 1840 no era muy diferente de la de 1788.
Una revolución continental sin un correspondiente movimiento británico estaba condenada al fracaso, como preveía Marx. Lo que no pudo prever, en cambio, fue que el desnivel del desarrollo industrial entre la Gran Bretaña y el continente hacía inevitable que éste se alzara solo.
El notabilísimo aumento de población estimulaba mucho, como es natural, la economía, aunque debemos considerar esto como una consecuencia, más que como una causa exógena de la revolución económica, pues sin ella no se hubiera mantenido un ritmo tan rápido de crecimiento de población más que durante un período limitado. También producía más trabajo, joven, sobre todo, y más consumidores.
Otros factores clave son la expansión del ferrocarril y las carreteras, al tiempo que los canales y el paso de la navegación de vela a la de vapor y mayor tonelaje. Esto derivó en grandes movimientos migratorios (hasta cinco millones de personas abandonaron sus tierras de origen) y en que el comercio internacional se multiplicara por cuatro entre 1780 y 1850.
II. A partir de 1830 –el momento crítico que el historiador de nuestro período no debe perder de vista cualquier que sea su particular campo de estudio- los cambios económico y sociales se aceleran visible y rápidamente. Los cimientos de una gran parte de la futura industria se habían puesto en la Europa napoleónica, pero no sobrevivieron mucho al fin de las guerras, que produjo una gran crisis en todas partes. Después de esa fecha todo cambió, tanto que hacia 1840 los problemas propios del industrialismo eran objeto de serias discusiones en Europa occidental y constituían la pesadilla de todos los gobernantes y economistas.
Con la excepción de Bélgica y quizá Francia, el monótono período de verdadera industrialización en masa no se produjo hasta después de 1848. El período 1830-1840 señala el nacimiento de las zonas industriales, y los famosos centros del mundo. Los artículos de consumo estaban dejando paso al hierro, acero, carbón, etc… Mientras Inglaterra aún practicaba masivamente la explotación de los primeros, Bélgica y Suecia se aferraban a los segundos.
Las grandes ciudades apenas estaban industrializadas, aunque mantenían una gran población que cubría este déficit. De las ciudades del mundo con más de 100.000 habiatantes, aparte de Lyon, sólo las inglesas y norteamericanas tenían verdaderos centros industriales: Milán, en 1841, sólo tenía dos pequeñas máquinas de vapor.
En Inglaterra, tras 200 años, no había una escasez real de ningún factor de producción para el desarrollo del capitalismo. En Alemania, por ejemplo, existía una falta manifiesta de capital: la gran modestia del nivel de vida de las clases medias lo corrobora. La multiplicidad de pequeños estados, cada uno con sus peculiares intereses y sus controles, contribuía a impedir el desenvolvimiento racional. La unión aduanera constituyó el triunfo de la mano de Prusia: garantía de inversiones y otorgamiento de condiciones favorables eran algunos de los planes. Los proyectos de financiación industrial de los hermanos Pererire fueron bien recibidos en el extranjero. Los banqueros, desde 1850, actuaron más como inversores que como banqueros propiamente.
III. Sobre el papel ningún país tendría que haber avanzado más: tenían ingenio, inventiva, gran desarrollo capitalista, sistemas de grandes almacenes, publicidad y ciencia. Sus financieros eran los más importantes, como hemos visto. Fundaron las compañías de gas e invirtieron en el ferrocarril de toda Europa. La clave para entender lo siguiente se debe a la misma Revolución francés, que perdió con Robespierre mucho de lo que ganara con la Asamblea Constituyente de 1790. Se prefería la inversión, la venta, el despilfarro en el extranjero en busca de la acumulación de capital.
En tanto Estados Unidos crecía desorbitadamente. Solo un obstáculo ralentizó el proceso: el conflicto entre el norte (industrial, granjero y proteccionista frente al extranjero) y el sur (semicolonial, aliado comercial de Inglaterra). Rusia estaba llamada a ser otra de las grandes: por su tamaño, población y recursos naturales. El sistema feudal ya estaba decayendo en su seno. Pero donde no había independencia política, no había opción de desarrollo. Los mejores ejemplos son Egipto e India.
De todas las consecuencias económicas de la era de la doble revolución , la más profunda y duradera fue aquella división entre países “avanzados” y “subdesarrollados”. El abismo entre los “atrasados” y los “avanzados” permaneció inconmovible, infranqueable y cada vez más ancho.
10. La carrera abierta al talento
I. Las instituciones oficiales derribadas o fundadas por una revolución son fácilmente discernibles, pero nadie mide los efectos que de ahí se siguen. El resultado principal de la revolución en Francia fue el de poner fin a una sociedad aristocrática… no al a “aristocracia” en el sentido de jerarquía de estatus social distinguida con títulos. Una cultura tan profundamente formada por la corte y la aristocracia como la francesa no perdería sus huellas. Sin embargo, la Restauración borbónica no restauró el antiguo régimen: cuando Carlos X quiso hacerlo fue derribado.
Los periódicos modernos, la moda, los grandes almacenes, los escaparates públicos y el teatro abierto a la sociedad fueron inventos franceses. Balzac lo refleja bien en sus novelas. El efecto de la revolución industrial sobre la estructura de la sociedad burguesa fue menos drástico en la superficie, pero de hecho fue más profundo. El arado de la industrialización multiplicaba sus cosechas de hombres de negocios bajo las lluviosas nubes del norte. La sociedad, dice J.S. Mill, estaba dividida en señores, burgueses y obreros. Unitarios, baptistas, cuáqueros e independientes dio fuerza a los hombres nuevos que luchaban contra los inútiles aristócratas. Había un solo dios cuyo nombre era vapor y hablaba con la voz de Malthus.
Dickens, en Tiempos difíciles, nos habla de la sociedad puramente burguesa y trabajadora que concatenó la época de la fábrica “georgiana” y la “victoriana”. Los pequeños empresarios tenían que volver a invertir en sus negocios gran parte de sus beneficios, pero al menos existía esa opción. Las masas de nuevos proletarios tenían que someterse al ritmo industrial del trabajo y a la más draconiana disciplina laboral o pudrirse si no querían aceptarla. La belleza era funcional: ferrocarriles, puentes, almacenes, un romántico horror en las interminables hileras de casitas grises o rojizas, que, ennegrecidas por el humo, se extendían en torno a la fortaleza de la fábrica.
II. Puede afirmarse que el resultado más importante de las dos revoluciones fue, por tanto, el de que abrieran carreras al talento, o por lo menos a la energía, la capacidad de trabajo y la ambición. Con toda probabilidad, en 1750 el hijo hubiera seguido el negocio de su padre. Cuatro caminos eran la alternativa: negocios, estudios universitarios, arte y milicia. Pero también es cierto que sin algunos recursos iniciales resultaba casi imposible dar los primeros pasos hacia el éxito… el camino de los estudios llegó a ser más respetable que el de los negocios.
El hombre culto no cambiaba ni se separaba automáticamente de los demás como el egoísta mercader o empresario. Con frecuencia, sobre todo si era profesor, ayudaba a sus semejantes a salir de la ignorancia y oscuridad que parecían culpables de sus desventuras. El talento representaba la competencia individualista, la “carrera abierta al talento” y el triunfo del mérito sobre el nacimiento y el parentesco. La ciencia y la competencia en los exámenes eran el ideal de la escuela de pensadores; en otras palabras, estaba naciendo la meritocracia. En las sociedades donde se retrasaba el desarrollo económico, el servicio público constituía por eso una buena oportunidad para la clase media en franca ascensión.
El liberalismo era hostil a la burocracia ineficaz, a la intromisión pública en cuestiones que debían dejarse a la iniciativa privada, y a las contribuciones excesivas. La administración extendía sus brazos al tiempo que las ciudades y la población crecían: más problemas requerían mayor eficacia. Pocos de esos puestos burocráticos equivalían a la carrera de un mariscal, además, pocos eran los que alcanzaban un nivel social equivalente a una clase media. Para quienes los caminos de la mejora social estaban cerrados, como las familias aledañas, la burocracia, el magisterio y el sacerdocio eran, teóricamente al menos, himalayas que sus hijos podían intentar alcanzar. La primera enseñanza seglar y religiosa era una salida eficaz.
En cuanto a los negocios, la condición más importante era crear más deprisa jornaleros que patronos. Por otro lado, la independencia económica requería condiciones técnicas, disposición mental o recursos financieros que no poseen la mayor parte de los hombres y las mujeres.
III. Ningún grupo de la población acogió con mayor efusión la apertura de las carreras al talento de cualquier clase que fuese, que aquellas minorías que en otros tiempos estuvieron al margen de ellas no sólo por su nacimiento, sino por sufrir una discriminación oficial y colectiva.
La gran masa judía que habitaba en los crecientes guetos de la zona oriental del antiguo reino de Polonia y Lituania continuaba viviendo su vida recatada y recelosa entre los campesinos hostiles. Pero en el oeste la cosa era distinta. Los Rothschild, reyes del judaísmo internacional, no sólo fueron ricos. También los hubo entre los intelectuales: Karla Marx, Benjamin Disraeli. La doble revolución proporcionó a los judíos lo más parecido a la igualdad que nunca habían gozado bajo el cristianismo. Los que aprovecharon la oportunidad no podían desear nada mejor que ser “asimilados” por la nueva sociedad, y sus simpatías estaban, por obvias razones, del lado liberal. La situación de los judíos los hacía excepcionalmente aptos para ser asimilados por la sociedad burguesa.
El resto de las masas encontraban más difícil acomodarse a la nueva sociedad: el hombre que no mostrara habilidad para llegar a propietario de algo no era un hombre completo y, por tanto, difícilmente sería un completo ciudadano. El mundo de la clase media estaba abierto para todos. Los que no lograban cruzar sus umbrales demostraban una falta de inteligencia personal, de fuerza moral o de energía que automáticamente los condenaba. Además, se esperaba que, por ley malthusiana, los pobres restringieran su procreación por el hecho de tener pocos recursos. Sólo había un paso desde tal actitud al reconocimiento formal de la desigualdad que, como decía Henri Baudrillart en 1853, era, junto a la propiedad y la herencia uno de los pilares fundamentales de la sociedad humana.
Los deberes estaban claros: trabajar. La convicción social de los derechos, de que el mérito era el calibre correcto y no la virtud eran residuos de una revolución que había enterrado la tolerancia de otros días más utópicos.
11. El trabajador pobre
I. Tres posibilidades se abrían al pobre que se encontraba al margen de la sociedad burguesa y sin protección efectiva en las regiones todavía inaccesibles de la sociedad tradicional. Podía esforzarse en hacerse burgués, podía desmoralizarse o podía rebelarse.
El tejedor Hauffe decía que todo el mundo había inventado métodos para debilitar y minar las vidas de los demás. Ya nadie se acordaba del “No robarás a tu prójimo” ni de los consejos que Lutero daba al mundo en nombre del mundo. El pobre de la Edad Media solo necesitaba alimentarse, el del siglo XIX necesitaba comprar ropas y otros menesteres.
Además, las dudas y vacilaciones con las que, fuera de las ciudadelas de la confianza liberal burguesa, empezaban los nuevos empresarios su histórica tarea de destruir el orden social y moral, fortalecía las convicciones del hombre pobre: no al individualismo. Samuel Smiles instruyó con su literatura moral a la clase media radical. Muchos, enfrentados a la catástrofe social, empobrecidos, explotados, hacinados en suburbios en donde se mezclaban el frío y la inmundicia, o en los extensos complejos de los pueblos industriales en pequeña escala, se hundían en la desmoralización. El alcoholismo era la “salida más rápida”, tanto que se expandió una “pestilencia de fuertes licores” por toda Europa.
El crecimiento desmesurado de las ciudades y la falta de supervisión en las nuevas zonas industriales, favorecían el abandono urbano, el alcoholismo, la prostitución, la violencia, el suicidio, la desmoralización, el desequilibrio mental y la aparición de la peste (que dio paso a nuevos movimientos religiosos). La casi universal división de las grandes ciudades europeas en un “hermoso” oeste y un “mísero” este, se desarrolló en este período. Solo cuando las enfermedades tocaron a los ricos se procuraron sistematizar las mejoras de salubridad y control civil-policial.
Esa apatía de la masa representó un papel mucho más importante de lo que suele suponerse en la historia de nuestro período. Estos mismos fueron los que –no es de extrañar- menos votaron en las elecciones de 1848.
II. La situación de los trabajadores pobres, y especialmente del proletariado industrial que formaba su núcleo, era tal que la rebelión no sólo fue posible, sino casi obligada. Ningún observador razonable negaba que la condición de los trabajadores pobres, entre 1815 y 1848, era espantosa. En 1840 esto comenzó a percibirse con mayor claridad. Por eso parece inevitable que surgieran los movimientos obrero y socialista. La primavera de los pueblos es consecuencia directa.
Que no se cumplieran las expectativas malthusianas, sumado a las gravísimas carestías en que derivaban las malas cosechas, derivó en pérdidas de trabajo y mala alimentación… en una lucha por la vida: “el pan se comía de forma voraz; tanto que si hubiese estado cubierto de fango, lo habrían devorado igual” (McCord, The Anti-Corn Law League). Hasta la llegada del vapor y el ferrocarril a todas las ciudades, la situación general en estas no era mucho mejor que en el campo, donde el autoabastecimiento proporcionaba, por lo general, mejor nutrición.
En torno a los pocos sectores mecanizados y de producción en gran escala, se multiplicaba el número de artesanos preindustriales, de cierta clase de trabajadores expertos y del ejército de trabajadores domésticos, mejorando a menudo su condición. Sin embargo, entre 1820-1830 el avance imperioso e impersonal de la máquina y del mercado los empezó a dejar de lado. Entrar en una factoría como “mano” era entrar en algo poco mejor que la esclavitud. En la década siguiente la situación material del proletariado industrial tendió a empeorar. Lo más lógico es que toda esta masa de trabajadores protestara.
El rico se hacía más rico mientras el pobre se hacía más pobre. Y el pobre sufría porque el rico se beneficiaba: “si la vida fuera algo que pudiera comprarse con dinero, el rico viviría y el pobre moriría…” (decía el trabajador rural).
III. El movimiento obrero proporcionó una respuesta al grito del hombre pobre. No debe confundirse con la huelga, que es anterior a la Revolución Industrial. Lo verdaderamente nuevo en el movimiento obrero de principios del siglo XIX era laconciencia de clase y la ambición de clase. Una clase específica, la clase trabajadora, obreros o proletariado, se enfrentaba a otra, la del capitalista o patrono.
Esto derivó en una supervisión continua de las condiciones de trabajo: sindicatos, sociedades mutuas, cooperativas, periódicos, instituciones, agitación. En fin, sería una cooperativa “socialista” (no en los términos que hoy entendemos). Fuera de Francia e Inglaterra, países que habían experimentado la doble revolución) no se conocía el término “clase trabajadora”.
El movimiento y la conciencia proletaria estaba combinada con y reforzada por la jacobina, conjunto de aspiraciones, métodos y actitudes morales de la Revolución francesa. Deseaban respeto, reconocimiento e igualdad. La solidaridad y la huelga eran las mejores armas. Bajo el movimiento “cartista” se intentaron poner en práctica estos ideales. Las campañas políticas jacobinas se usaron para ello: periódicos, folletos, mítines y manifestaciones, motines e insurrecciones, si eran necesarios. Sin esto no habría podido ser posible la Carta del Pueblo ni el Acta de Reforma de 1832.
(El rompehuelgas o esquirol era el Judas de la comunidad: la solidaridad era el primer requisito).
IV. El movimiento obrero de aquel período no fue ni por su composición ni por su ideología y su programa un movimiento estrictamente “proletario”, es decir, de trabajadores industriales o jornaleros. Fue, más bien, un frente común de todas las fuerzas y tendencias que representaban a los trabajadores pobres, principalmente a los urbanos. El frente común se dirigía contra reyes, aristócratas y clase media liberal.
Los primeros sindicatos fueron las trade unions. Quienes adoptaron las doctrinas cooperativistas de Owen eran, en su mayor parte artesanos, mecánicos y trabajadores manuales. En Inglaterra, incluso, se comenzaban a organizar bajo sus propios jefes (por ejemplo, John Doherty, de los algodoneros irlandeses). Artesanos, deprimidos trabajadores y obreros integraban los batallones del cartismo.
El movimiento obrero era una organización de autodefensa, de protesta de revolución, pero también un instrumento de combate, un modo de vida. Nada debían a los ricos, excepto sus jornales. Todo lo demás que poseían era su propia creación colectiva.
V. Sin embargo, cuando volvemos la vista sobre aquel período, advertimos una gran y evidente discrepancia entre la fuerza del trabajador pobre temido por los ricos y su real fuerza organizada, por no hablar de la del nuevo proletariado industrial. Era más un “movimiento” que una organización. Si no fue posible el intento más ambicioso de sistematizar las protestas, se debió a que los pobres de 1848 carecían de la sincronía y la madurez necesaria para ser capaz de hacer de una rebelión algo más peligroso para el orden social.
12. Ideología religiosa
I. Lo que los hombres piensan del mundo es una cosa, y otra muy distinta los términos en que lo hacen. Durante gran parte de la historia y en la mayor parte del mundo (quizá China sea una excepción), los términos generales en los que se concebía el mundo eran los de la religión tradicional. La religión comenzó a ser algo de lo que uno podía escapar. Este es el cambio más inaudito y sin precedentes: la secularización de las masas.
El ateísmo declarado era bastante raro, pero entre los señores, escritores y eruditos ilustrados, era más raro todavía el franco cristianismo. Más floreciente fue la masonería racionalista, iluminista y anticlerical, sobre todo entre el sexo masculino. Pero el campesinado permanecía completamente al margen de cualquier lenguaje ideológico que no les hablara con las lenguas de la Virgen, los santos y la Sagrada Escritura. En síntesis, ni en el campo ni en la ciudad era popular la abierta hostilidad a la religión.
Los filósofos no se cansaban de repetir que una moral “natural” y el alto nivel personal del individuo librepensador eran mejores que el cristianismo. Pero la superstición era propia del ignorante, el ignorante era quien no tenía una mínima educación y la educación brillaba por su ausencia entre la población campesina. Era complicado que vencer la religión tradicional.
La burguesía estaba dividida ideológicamente entre los librepensadores, la mayoría de creyentes, católicos, protestantes o judíos; pero el primero era el más eficaz y dinámico. La prueba más evidente de esta decisiva victoria de la ideología secular sobre la religiosa es también su resultado más importante. El secularismo de la revolución demuestra la notable hegemonía política de la clase media liberal, que impuso sus particulares formas ideológicas sobre un vastísimo movimiento de masas. Si el liderazgo intelectual de la Revolución francesa hubiera venido sólo de las masas que en realidad la hicieron su ideología nos mostraría más señas de tradicionalismo. Por eso las revoluciones posteriores son seculares. Por eso la ideología de los modernos movimientos obreros está basada en el racionalismo del siglo XVIII, entre otras muchas cosas porque la cavidad de las parroquias en las ciudades se adaptaban, como en el campo, a la gran cantidad de población.
Además, la ciencia se encontraba en abierto y creciente conflicto con las Escrituras al aventurarse por el campo evolucionista. Además, desacreditaban la Biblia cotejando con documentos históricos: Lachmann (Novum Testamentum) o David Strauss (Leben Jesu). La sociedad media, sin saberlo, se estaba preparando para las teorías de Darwin.
II. El crecimiento de la población hacía aumentar el número de fieles, pero no era proporcional. Solo el Islam y protestantismo sectario se expandieron a expensas de otras en inminente decadencia. Cuando las sociedades tradicionales cambian algo tan fundamental como su religión, es evidente que deben enfrentarse con nuevos y mayores problemas.
El Islam se extendía con facilidad por África, ofreciendo una especie de sistema semifeudal a cambio de la esclavitud a la que estaban condenados en el mundo blanco. Sin embargo, el avance de la religión mahometana era mucho más complejo y trastabillado por el suroeste de Asia. El aumento de comercio y navegación que forjaba íntimos eslabones entre los musulmanes del sureste asiático y La Meca servía para aumentar el número de peregrinos y hacerlos más ortodoxos. Estos movimientos de reforma se ven favorecidos por la crisis de los imperios turco y persa. Los wahhabistas tuvieron mucho que ver en la extensión por Argelia y el Sahara. Por su parte el movimiento “bab” de Mohamed Alí era tan revolucionario que trataba de quitar el velo a las mujeres y volver a las prácticas del zoroastrismo.
El arco temporal 1789-1848 también puede llamarse de “resurrección del mundo islámico”. Pero los movimientos religiosos fueron muchos, aunque en menor dimensión: el Brahmo Samaj en la India; de las tribus indias derrotadas por los blancos en EE.UU. Los movimientos milenarios se producirían a partir del siglo XX.
Solo en el mundo capitalista encontramos el movimiento expansionista del sectarismo protestante. El renacimiento religioso de los países católicos tendía a tomar la forma de algún nuevo culto emocional, de algún santo milagroso o de alguna peregrinación dentro del armazón existente de la religión católica romana. En el este destacan las sectas de los dukhobor y los skptsi. Sin embargo, no eran tan numerosos como para producir un cisma. En cualquier caso, podemos hablar de una descristianización en masa, sobre todo entre los hombres.
En los países protestantes el sectarismo ya estaba bastante asentado: la comunicación individual con Dios y la austeridad moral. Su implacable teología del infierno y la condenación y de una austera salvación personal la hacía atractiva también para los hombres que vivían unas vidas difíciles. El salvacionismo personal de John Wesley expresaba el antiesclavismo y la morigeración de las costumbres… pero de carácter antirrevolucionario, de ahí que lo absorbieran más fácilmente los ricos y poderosos, así como las masas tradicionales.
Curioso es el caso del “Gran Despertar” de 1800 en los Apalaches. Cuarenta predicadores reunían entre 10.000 y 20.000 personas con un grado de histerismo orgiástico difícil de concebir: hombres y mujeres delirantes bailaban hasta la extenuación, entraban en trance a millares, “hablaban distintas lenguas” o aullaban como perros. La lejanía y el duro entorno estimulaban este tipo de “religiones”.
III. Por todo ello, desde el punto de vista puramente religioso, nuestro período fue de una creciente secularización y de indiferencia religiosa, combatidas por ramalazos de religiosidad en sus formas más intransigentes, irracionales y emocionales. Paine y Feuerbach son dos extremos antagónicos.
La religión anticuada, decía Marx era el “corazón de un mundo sin corazón, como el espíritu de un mundo sin espíritu… el opio del pueblo”. Su literatlismo, emocionalismo y superstición protestaban a la vez contra doa una sociedad en la que dominaba el cálculo racional y contra las clases elevadas que deformaban la religión a su propia imagen.
A las monarquías y las aristocracias, como a todos los que se encontraban en el vértice de la pirámide social, la religión proporcionaba la estabilidad anhelada. Habían aprendido de la Revolución francesa que la Iglesia es el más fuete apoyo del trono. Para la mayor parte de los gobiernos establecidos era evidente que el jacobinismo amenazaba a los tronos y que las iglesias los defendían. (Curiosidad: Sören Kierkegaard fue el primero en explorar las profundidades del corazón humano).
La fuerza de la Santa Alianza de Rusia, Austria y Prusia, destinada a mantener el orden en Europa después de 1815, residía no en su apariencia de cruzada mística, sino en su firme decisión de contener cualquier movimiento subversivo con las armas rusas, prusianas o austríacas, pues una vez aceptado el principio de que valía más pensar que obedecer, el fin no podía tardar mucho.
¿No había sido el protestantismo el precursor directo del individualismo, el racionalismo y el liberalismo? Sí. De hecho, toda la Revolución francesa y hasta la peor revolución que está a punto de estallar sobre Alemania, proceden de esta misma fuente. El fenómeno más familiar para los anglosajones de este período es “El Movimiento de Oxford”, un grupo de jóvenes fanáticos que expresaban un espíritu oscurantista.
A pesar de ello, incluso dentro de la religión organizada –al menos dentro de la religión católica romana, la protestante y la judía- trabajaban los zapadores y minadores del liberalismo. En la Iglesia romana su principal campo de acción era Francia, y su figura más importante Hugues-Felicité-Robert de Lamennais (1782-1854).
Por otro lado, también en Italia la poderosa corriente revolucionaria entre 1830-1850 envolvió en sus remolinos a algunos pensadores católicos como Romini y Gioberti. Los judíos, por su parte, estaban expuestos a la fuerza de la corriente liberal. Al fin y al cabo, a ella debían su completa emancipación política y social… pues los judíos nunca dejan de sr judíos, al menos para el mundo exterior, aunque dejen de frecuentar la sinagoga).
13. Ideología secular
I. Con muy pocas excepciones, todos los pensadores importantes de nuestro período hablaban el idioma secular, cualesquiera que fueran sus creencias religiosas particulares. El tema principal surgido de la doble revolución fue la naturaleza de la sociedad y el camino por el que iba o debía ir; entre los que creían en el progreso y los otros.
Los burgueses liberales y el proletariado revolucionario creían, resumidamente, en el progreso continuo y ascendente. Este pensamiento era racionalista y secular. El hombre tenía capacidad de pensar y resolver los problemas de su mundo mediante esa capacidad. Filosóficamente se inclinaban al materialismo o al empirismo, muy adecuada para una sociedad que debía su progreso a la ciencia: cada hombre estaba”naturalmente” poseído de vida, libertad y afán de felicidad, como afirmada los Declaración de Independencia de Norteamérica. La felicidad era el supremo objetivo de cada individuo; la mayor felicidad del mayor número era el verdadero designio de la sociedad. Más que el soberbio Thomas Hobbes, el filosófciamente tenue John Locke era el pensador favorito del liberalismo vulgar, pues declaraba a la propiedad privada el más fundamental de los “derechos naturales”. Y los revolucionarios franceses encontraron magnífica esta declaración: cada cual podría vender sus brazos y su trabajo libremente, sin ataduras.
La época de apogeo de la economía política tuvo su nacimiento con Hobbes y siguió con Adam Smith y David Ricardo. Las actividades, dejadas libremente, podían regirse por sí solas: la economía se autoregulaba y traía la “riqueza de las naciones”. Smith decía que “Podía probarse que la sociedad económicamente muy desigual que resultaba inevitablemente de las operaciones de la naturaleza humana, no era incompatible con la natural igualdad de todos los hombres ni con la justicia. Eran hombres que creían, con justificación histórica, que el camino hacia delante de la humanidad pasaba por el capitalismo.
Per los resultados sociales del capitalismo demostraron ser menos felices de lo que se había pronosticado. La miseria de los pobres estaba condenada a prolongarse hasta el borde de la extenuación, o a padecer por la introducción de la maquinaria, decían Malthus y Ricardo. Las sólidas realizaciones de Smith y de Ricardo, respaldadas por las de la industria y el comercio británicos, convirtieron la economía política en una ciencia inglesa, dejando reducidos a los economistas franceses al ínfimo papel de simples predecesores. Entre 1818 y 1813 se introdujo en Sudamérica la cátedra de economía política, dato importante para percibir la expansión de esta materia.
El liberalismo, no obstante, estaba fraccionado entre el utilitarismo, la ley natural y el derecho natural, con predominio de estas. La Revolución trajo la creación de un ala izquierda con un programa anticapitalista, implícito en ciertos aspectos de la dictadura jacobina. Los liberales prácticos del continente se asustaban y preferían una monarquía constitucional con sufragio adecuado que garantizara sus intereses. John Stuart Mill ya trataría de defender los derechos de las minorías frente a las mayorías: Sobre la libertad (1859).
II. Mientras la ideología liberal perdía su confianza original, el socialismo, basado en la razón, la ciencia y el progreso, se alzaba como nueva ideología. Saint-Simon (1760-1850), primer “socialista utópico” hizo de la industrialización materia sine qua non de sus teorías y sus proyectos. La solución estaba más allá de la industria, algo que entendieron Owen, Engels y Fourier. El más importante objeto de la existencia es la felicidad, pero esta no se puede obtener individualmente. Por eso, si el capitalista se apropiaba en forma de beneficio del excedente que producía el trabajador por encima de lo que recibía como salario, el trabajador jamás podría acceder, por el trabajo, hacia los méritos… solo la abolición de los capitalistas aboliría la explotación.
Si el capitalismo hubiera llevado a cabo lo que de él se esperaba en los días optimistas, tales críticas no habrían tenido resonancia. Se podía demostrar no sólo que el capitalismo era injusto, sino que, al parecer, funcionaba mal y daba unos resultados contrarios a los que habían predicho sus panegiristas.
El socialismo no defendía que la sociedad fuera un conjunto de átomos individuales con propio interés en la competencia. El hombre, por naturaleza, es un ser comunal. La sociedad era el “hogar” del hombre –decía Marx- y no tanto el lugar de las libres actividades del individuo. Además, ahora que el progrso y la ilustración habían demostrado a los hombres lo que era racional, todo lo que había que hacer era barrer los obstáculos que impedían al sentido común seguir su camino. Algún déspota ilustrado apoyó los proyectos de Saint Simon, como Mohamed Alí.
Pero solamente cuando Karl Marx (1818-1883) trasladó el centro de gravedad de la argumentación socialista desde su racionalidad, el socialismo adquirió su más formidable arma intelectual. Economía política inglesa, socialismo francés y filosofía alemana se combinaban en sus teorías. El capitalismo creaba fatalmente su propio sepulturero, el proletariado, cuyo número y descontento crecía a medida que la concentración del poder económico en unas pocas manos lo hacía más vulnerable, más fácil de derribar. No era una sombra extensa sin predecesores: su madre era la revolución, su padre el capitalismo.
III. La resistencia al progreso no era más que un sistema de pensamiento, actitudes faltas de un método intelectual. El anarquismo de la competencia de todos contra todos y la deshumanización del mercado atentaba contra el liberalismo. Los hombres eran desigualmente humanos, pero no mercancías valoradas según el mercado. Sus integrantes solían buscar una edad de oro en el pasado, corrompida ahora por la Revolución Industrial.
Los pensadores conservadores no tenían el sentido del progreso histórico, tenían en cambio un sentido agudísimo de la diferencia entre las sociedades formadas y estabilizadas natural y gradualmente por la historia y las establecidas de pronto por “artificio”. Edmund Burke en Inglaterra y la “escuela histórica” alemana de juristas legitimaron un antiguo régimen en función de su continuidad histórica.
IV. Falta por considerar un grupo de ideologías extrañamente equilibradas entre el progresismo y el antiprogresismo, o en término sociales, entre la burguesía industrial y el proletariado de un lado, y las clases aristocráticas y mercantiles y las masas feudales del otro. No estaban preparados para seguirlo hasta sus lógicas conclusiones liberales o socialistas.
El primer grupo: Jean-Jacques Rousseau fue el más importante de estos pensadores; pero ya había muerto en 1789. Su influencia intelectual fue penetrante en los jacobinos del año II, sobre todo en Robespierre. También influyó en personas más borrosas como Mazzini; pero también en Jefferson y Thomas Paine. Algunos lo consideran el precursor directo del totalitarismo de izquierdas, pero lo cierto es que, a lo largo de cuarenta años de epístolas, Marx y Engels solo lo nombran tres veces, casual y negativamente.
En realidad Rousseau fue más decisivo para los jacobinos, jeffersonianos y mazzinianos, fanáticos de la democracia , el nacionalismo y un estado de gentes modestamente acaudaladas, propiedad equitativamente repartida y algunas actividades de beneficencia. En síntesis: fue el verdadero paladín de la igualdad.
El segundo grupo Puede ser también llamado “de la filosofía alemana”. Wilhelm von Humboldt (1767-1835), hermano del gran científico, fue uno de los más notables. Creían que era inevitable el progreso y el avance científico y económico. También Goethe es un buen ejemplo de esta actitud. Pretendían organizar el progreso económico y educativo, y el de que un completo laissez faire no fuera una política particularmente ventajosa para los negociantes alemanes no disminuye la importancia de esta actitud.
A estos pensadores no les atraía Newton y el cartesianismo, sino más bien el misticismo y el simbolismo. Su expresión más monumental fue la filosofía clásica alemana (1760-1830): Goethe, Schiller, Kant, Hegel. Pero debemos recordar que este pensamiento es puramente burgués y si bien no estaban totalmente a favor de 1789, lo veían necesario. Se sentían convencidos, no obstante, por las teorías de Adam Smith.
En estos, el contenido social de los ingleses y franceses se reduce a una gran abstracción: la abstracción moral de la “voluntad”. Rechazaban el empirismo y, por supuesto, el materialismo. Kant ve al individuo como unidad básica, para Hegel el punto de partida es el colectivo, fragmentado por el mismo desarrollo histórico. El resultado de la revolución de 1830-1848 no fue un girondino o un filósofo radical, sino Karl Marx, quien trató ser el economista y filósofo del siglo XIX, el arquitecto de una sociedad bastante distinta a la ilustrada del siglo XVIII.
14. Las artes
I. Lo primero que sorprende a quien intente examinar el desarrollo de las artes en el período de la doble revolución es su extraordinario florecimiento. Medio siglo que comprende a Beethoven y Schubert, al maduro y anciano Goethe, a los jóvenes Dickens, Dostoievski, Verdi y Wagner, lo último de Mozart y toda o la mayor parte de Goya, Pushkin y Balzac, por no mencionar a un regimiento de hombres. (p.258 largo párrafo con obras y autores de todas las artes).
La literatura rusa y la americana eclosionaron. El arte floreció por toda Europa. Los poetas nacionales alcanzan éxitos inconmensurables: Pushkin en Rusia, Mickiewicz en Polonia, Petoefi en Hungría. Además, ningún siglo cuenta con tal cantidad de buenos novelistas: Stendhal, Balzac, Austen, Dickens, Thackeray, Gogol, Dostoievski, Turgueniev, Tolstoi… Pero el género rey de este período fue la ópera de Donizetti, Bellini, Verdi, Weber y Wagner. Sin embargo, la escultura estaba a un nivel inferior que en el siglo XVII.
En muchos cases el arte casa con la política. Mozart escribió La flauta mágica como propaganda de la francmasonería, Beethoven la Heroica en honor a Napoleón. Goethe era funcionario de Estado. Wagner y Goya conocieron el destierro político y La comedia de Balzac es un alegato a la conciencia social. El arte tuvo especial importancia en los países liberales, enfrentado a un arte aristocrático. Pero no es menos cierto que ninguna de las grandes producciones llegaron a los más pobres, si bien literatura y música fueron usados como panfletos legibles. Además, tanto la National Gallery como el Louvre –abiertos desde 1826-, se dedicaban más al arte de ayer que al de “hoy”.
II. El romanticismo es más difícil de definir que el resto de movimientos. Ni los propios románticos, como Victor Hugo, Nodier, Novalis o Hegel supieron dar luz a este oscuro término. Sí podemos decir que fue precedido por lo que se ha llamado el “prerromanticismo” de Jean-Jacques Rousseau, y el Sturm und Drang, “tempestad y empuje”, de los jóvenes poetas alemanes. El acercamiento al arte y a los artistas se convirtió en norma de la clase media del siglo XIX y todavía conserva mucha de su influencia.
Aunque no está claro lo que el romanticismo quería, sí lo está qué combatía: el término medio. Todos sus “componentes” eran de extrema, izquierda o derecha. Ninguno era un racionalista de centro. Napoleón se convirtió en uno de sus héroes míticos, como Satán, Shakespeare, el Judío Errante y otros pecadores más allá de los límites ordinarios de la vida. Pero no es antiburgués.
Ninguno de nuestros artistas, ni Musset, ni Byron, ni Delacroix, ni Potoefi…. Legaron a los treinta sin haber producido una gran obra, y muchos lo hicieron antes de los veinticinco. El artista puede ser genio, pero nunca se comporta como tal. Se comportaban como simples profesionales: no se consideraban privilegiados, buscaban crear una novela que pudiera venderse por entregas o una ópera muy comercial que atrajera al público. En el mejor de los casos eran recompensados con esplendidez por príncipes habituados a los caprichos, como el caso de Liszt, pero no de Wagner. Pero la mayoría era pobre y revolucionaria.
El fuerte de estos creadores no fue el análisis social preciso, aunque algo parecido se envolvía en el místico manto de la “filosofía de la naturaleza” y las rizadas nubes de la metafísica.
III. Nunca es prudente desdeñar las razones del corazón de las que la razón nada sabe. Muchos estadistas, por muy racionalistas y minuciosos que fuesen en su análisis, no alcanzaban a ver la profundidad moral y social de los problemas. La crítica romántica de Goethe y de Coleridge nunca deben desdeñarse. La pérdida de armonía entre el hombre y el mundo tiene dos tipos de canto: el del Manifiesto Comunista y el del resto de obras.
Tres fuentes mitigaron la sed del pasado: La Edad Media, el hombre primitivo y la Revolución francesa.
-Edad Media: el feudalismo, los bosques, las hadas, el cielo cristiano… algo mucho más fuerte en Alemania que fuera de ella. Fue el medievalismo la divisa de los conservadores y especialmente de los religiosos antiburguess en todas partes. Tenemos el caso del ya citado “Movimiento de Oxford”. Walter Scott también alimentaba la imaginación con estas historias. El ala izquierda de esta visión está representado por los poemas de Jules Michelet y Victor Hugo. William Jones, al descifrar el sánscrito, contribuyó a que los ojos tornaran hacia oriente.
-Hombre primitivo: fue la edad de oro del comunismo y de la igualdad. El pueblo –campesino, labrador- representaba todas las virtudes incontaminadas y su lenguaje era el verdadero tesoro espiritual de una nación. Scott, Arnim, Tegner, Grimm… son algunos de los grandes escritores. El ala conservadora podía dar una visión alternativa: el burgués, el capitalista iba destruyendo día a día la viejísima tradición del país. El noble salvaje representó más para el romanticismo norteamericano que en el europeo (Moby Dick). En Alemania, si bien la figura del romántico surge como oposición a la revolución, pero tras las guerras napoleónicas, el corso se convirtió en un fénix casi místico y liberador.
Llegó el momento en el que la revolución palidecía bajo el capitalismo. Byron, Shelley y Keats se percataron de ello. Tras 1830 nace la visión romántica de la revolución: La libertad guiando al pueblo, de Delacroix. Las características teóricas estéticas surgidas y desarrolladas durante aquel período ratificaron esta unidad de arte y preocupación social: La teoría del arte por el arte no podía competir con “el arte por la humanidad, por la nación o por el proletariado”.
V. El romanticismo es la moda más característica en el arte y en la vida del período de la doble revolución, pero no la única. El estilo fundamental de la vida aristocrática seguía enraizado en el siglo XVIII, aunque muy vulgarizado por la inyección de algunos “nuevos ricos” ennoblecidos, y sobre todo en el estilo “Imperio” napoleónico, feo y pretencioso. La cultura de las clases media y baja no era mucho más romántica. Su tónica era la sobriedad y la modestia. Solo entre los grandes banqueros y especuladores se dio el seudobarroquismo de finales del siglo XIX. Los Rothschild, monarcas por derecho propio, ya se lucían como príncipes.
El hogar de la clase media era, después de todo, el centro de la cultura mesocrática. El estilo del Biedermayer creó uno de los más bellos y habitables estilos de mobiliario que se han inventado: cortinas blancas lisas sobre paredes mates, suelos desnudos, sillas y mesas de despacho sólidas pero elegantísimas, pianos, gabinetes de trabajo y jarrones con flores. Goethe y las protagonistas de las novelas de Jane Austen pueden servir como ejemplo. El romanticismo entró en la cultura de la clase media, quizá principalmente a través del aumento en la capacidad de ensueño de los miembros femeninos de la familia burguesa… y su tibia esclavitud al estar mantenidas y encerradas en casa.
Pero el alborozo del progreso técnico impedía el romanticismo ortodoxo en los centros industriales avanzados. Las artes, en su conjunto, ocupaban un segundo plano con respecto a las ciencias. La ciencia y la técnica fueron las musas de la burguesía, y celebraron su triunfo, el ferrocarril, en el gran pórtico neoclásico de la estación de Euston.
VI. Entretanto, fuera del radio de las clases educadas, la cultura del vulgo seguía su rumbo. En las partes no urbanas y no industriales del mundo cambió poco. Las canciones y fiestas de las década de 1840, los trajes, las costumbre, eran poco más o menos los mismos que en 1789. Pero una canción de campo –la cantada en la siega- no podía sobrevivir a la industrialización. Sí sobrevivieron, desde el siglo XVIII el teatro popular, la commdia dell’arte y las pantomimas ambulantes.
Las genuinas formas nuevas de pasatiempo urbano en la gran ciudad se derivaban de la taberna o establecimiento de bebidas. El music-hall y la sala de baile habían salido de la taberna. Otros lugares de recreo fueron la barraca, el teatro, los bulevares… pero la creación de la ciudad moderna y la forma popular del urbanismo tendrían que esperar hasta bien entrada las segunda mitad del siglo XIX.
15. La ciencia
I. El más antimundano de los matemáticos, vive en un mundo más ancho que el de sus especulaciones. El progreso de la ciencia no es un simple avance lineal, pues cada etapa marca la solución de problemas previamente implícitos o explícitos en ella, planteando a su vez nuevos problemas. Nuestro período supuso nuevos puntos de partida radicales en algunos campos del pensamiento (matemáticas), contribuyó al despertar de algunas ciencias aletargadas (químicas) creó otras (geología) e inyectó nuevas ideas revolucionarias en otras (biológicas y sociales).
Lavoisier preparó los cálculos de la renta nacional. George Stephenson, más que científico era un hombre muy sensato y práctico, que supo hacerse un nombre en Inglaterra. En general hubo un gran estímulo a la investigación durante nuestro período (Escuela Normal Superior, Museo Nacional de Historia Natural, Real Academia…). Entre Alemani y Francia forjaron los modelos educativos de casi toda Europa. Inglaterra ni los legó ni los adoptó. Allí se fundó la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (1831) y la Universidad de Londres, contrapeso de Oxford y Cambridge.
El comercio y la exploración dio talentos científicos como Alexander von Humboldt. Pero lo cierto es que la época de las ambulantes celebridades pasó con el Antiguo Régimen. Ahora será el periódico regular o el especializado quien viaje por las personas.
II. El único de los campos verdaderamente abierto de las ciencias físicas fue el del electromagnetismo. Galvani, Volta, Oersted y Faraday, entre 1786 y 1831 descubrieron los fundamentos esenciales de la electricidad. Las leyes de la termodinámica, la mayor novedad. Lavoisier en la química abrió la puerta a otros mucho experimentos, como los del oxígeno o la teoría atómica. Woehler descubrió que un cuerpo que antes se encontraba sólo en las cosas vivas podía ser sintetizado en el laboratorio, con lo que se abrió el campo de la química orgánica.
Pero las matemáticas fue la más privilegiada de las ciencias: Teoría de las funciones de complejos variables (Gauss, Cauchy, Abel, Jacobi), Teoría de los grupos (Cauchy, Galis) o la Teogría de los vectores (Hamilton). Pero sobre todo hay que destacar a Bolyai y a Lobachevski que desmontaron la geometría euclidiana.
III. Para que naciera el marxismo tuvo que nacer la economía política y descubrirse la evolución histórica. En ambos se apoyó el capitalismo para hacer cálculos racionales sobre las rentas, los gastos, los beneficios, la construcción de viviendas, los puestos de trabajo… Aquí cabe encajar el estudio de Malthus, Estudio sobre el principio de población humana (1798).
El descubrimiento de la historia como un proceso de evolución lógica y no sólo como una sucesión cronológica de acontecimientos fue otro de los grandes logros. Los lazos de esta innovación con la doble revolución son tan obvios que no necesitan ser explicados. Acto seguido, hizo su aparición la historiografía: Michelet, Guizot, Thierry…
La recogida de vestigios del pasado, escritas o no escritas, se convirtió en una pasión universal. Quizá fuese, en parte, un intento para salvaguardarlas de los rudos ataques del presente, aunque probablemente su estímulo más importante fuera el nacionalismo: en algunas naciones todavía dormidas, muchas veces serían el historiador, el lexicógrafo y el recopilador de canciones folklóricas los verdaderos fundadores de la conciencia nacional.
El nacimiento de la filología surgió al compás de las conquistas. Conocer nuevas zonas del mundo llevó a estudiar sus lenguas: Jones (1786) comienza a estudiar el sánscrito cuando se conquista Bengala por los ingleses; el desciframiento de Champollion de los jeroglíficos egipcio se debe a la expedición de Napoleón a Egipto, el cuneiforme de Rawlinson (1835) a las campañas inglesas en las colonias… Durante aquellas exploraciones iniciales, nunca dudaron los filólogos de que la evolución del lenguaje era no sólo una cuestión de establecer secuencias cronológica o registra variantes, sino que debía explicarse por leyes lingüísticas generales, análogas a las científicas.
IV. El problema histórico de la geología era, pues, cómo explicar la evolución de la tierra, el de la biología el doble de cómo explicar la formación de la vida desde el huevo, la semilla o la espora, y cómo explicar la evolución de las especies. En 1809 el francés Lamarck presentó la primera gran teoría sistemática moderna de la evolución, basada en la herencia de las características adquiridas. Cuvier, el fundador del estudio sistemático de los fósiles, rechazaba la evolución en nombre de la Providencia. El infeliz doctor Lawrence, que contestó a Lamarck proponiendo una casi darwiniana teoría de la evolución por selección natural, se vio obligado, ante el griterío de los conservadores, a retirar de la circulación su Natural History of Man (1819).
Sólo a partir de 1830 –cuando la política gira hacia la izquierda- se abieron paso las teorías evolucionistas en la geología, con la publicación de la famosa obra de Lyell Principios de geología.
El fosilismo del hombre prehistórico no fue aceptado hasta el descubrimiento del primer Neanderthal en 1856. Aunque las teorías evolucionistas habían hecho muchos progresos, ninguna estaría lo suficientemente madura –excepto la economía política, la lingüística y la estadística-. Lo mismo ocurría con la antropología o la etnografía.
Por otro lado, con funestas consecuencias, comenzó a debatirse entre los monogenistas y poligenistas; en otras palabras, entre aquellos que pensaban que todos los hombres tenían las misma raza y, por tanto, eran iguales, y los que percibían acusadas diferencias.
V. Los efectos indirectos de los acontecimientos contemporáneos fueron más importantes. Nadie podía dejar de observar que el mundo se estaba transformando más radicalmente que nunca antes de aquella era. Apenas sorprende que los patrones de pensamiento derivados de los rápidos cambios sociales, las profundas revoluciones, resultaran aceptables. Una vez que decidimos que no son ni más ni menos racionales todo es cose y cantar, pero eso no sucedió hasta después de la revolución.
Charles Darwin dedujo el mecanismo de la “selección natural” por analogía con el modelo de la competencia capitalista, que tomó de Malthus (la “lucha por la existencia”). La afición por las teorías catastrofistas en geología pudo también deberse en parte a lo familiarizada que estuvo aquella generación con las convulsiones de la sociedad. Pero no hay que dar mucha importancia a los agentes externos: el mundo del pensamiento es autónomo y sus movimientos se producen dentro de la misma longitud de onda histórica que los de fuera.
Es fácil subestimar la “filosofía natural” –como competidora de la ideología científica clásica, porque pugna con la razón como ciencia. La “filosofía natural” era especulativa e intuitiva. Trataba de expresar el espíritu del mundo o de la vida, la misteriosa unión orgánica de todas las cosas con las demás, y muchas más cosas que resistían una precisa medida cuantitativa de claridad cartesiana. Pero en conjunto, el camino “romántico” sirvió de estímulo para nuevas ideas y puntos de partida, desapareciendo en seguida de las ciencias. Los románticos, más que crear un nuevo cuadro del mundo, diferente al del s. XVIII, lo idearon, buscaron los términos. La alternativa romántica no daba soluciones, pero mostraba problemas reales.
16. Conclusión: Hacia 1848
I. Fue el medio siglo más convulso de la historia hasta ese momento. Fue una época de superlativos. En términos de beneficios fue la mejor de las épocas, pero acaso la peor en creciente pobreza… acaso por los residuos de la monarquía, feudalismo y aristocracia. Eso sí, la trata de esclavos se había abolido entre 1814 y 1834, en Inglaterra.
Entre 1840-1850 los progresos fueron más modestos. Aunque mucha población era urbana, la mayoría seguía trabajando en el campo. La situación de los agricultores fue la misma antes que después en Sicilia, Andalucia y el este de Europa. De hecho la mayor sublevación fue la de Galitzia en 1846.
La monarquía seguía siendo la forma corriente de gobierno. La solidez aristocrática dependía cada vez más de la industria y la actividad que en ella se desarrollaba. También las “clases medias” habían crecido rápidamente, pero su número no era todavía abrumadoramente grande. Por su parte, las clases trabajadoras crecían naturalmente. Eran pocos y desorganizados, pero tenían su importancia política.
Brasil y EE.UU. tenían dos cosas en común: no tenían rivales que impidieran su extensión y poseían mucha riqueza mineral. La diferencia estaba en que los del sur no la habían explotado. El ritmo industrial de EE.UU. era desorbitado y eso en Europa no se tuvo tan en cuenta.
Sólo había habido un gran conflicto internacional en este período: la guerra del opio (1839-1842) demostró que la única gran potencia no europea estaba recibiendo la agresión militar y económica de Occidente. Inglaterra practicaba el colonialismo económico, pues invirtió todo lo que pudo en aquellos lugares donde había desarrollo económico. Pero los estadistas británicos advertían sobre el poder potencial de EE.UU., Rusia y Alemania.
Todo ello, sumado a la inquietud y el desorden, debería ser suficiente para anticipar una inminente transformación, revolución social. Entre 1840-1850 no encontramos el sueño de los socialistas: la desaparición del capitalismo, sino todo lo contrario, pues su quiebra se transformó en expansión y triunfo. Pero, de todas formas, la Revolución francesa había enseñado que el pueblo llano no tiene por qué sufrir injusticias mansamente: “las naciones nada sabían antes, y los pueblos pensaban que los reyes eran dioses. Dicho de otro modo, los industriales, ceñidos al poder político, solo podían ser vencidos por medio de una revolución. Statu quo o revolución eran las únicas soluciones.
Ampliar los derechos políticos en Francia podía introducir a los jacobinos en potencia, los radicales en toda regla, en el poder (ya de hecho, con sufragio restringido, las elecciones de 1846 dieron un resultado adverso al gobierno). Depresión industrial, la pérdida de la cosecha de la patata… la disposición del ánimo de las masas, siempre dependiente del nivel de vida, tensa y apasionada. El alzamiento campesino en Galitzia en 1846 coincidió con la elección de un papa “liberal”, una guerra civil entre radicales y católicos en Suiza y otra en Palermo en 1848.
Victor Hugo: “oía el ronco son de la revolución, todavía lejano, en el fondo de la tierra, extendiendo bajo cada reino de Europa sus galerías subterráneas desde el túnel central de la mina, que es París”. En 1847 el sonido era estentóreo y cercano. En 1848 se produjo la explosión.
FIN
https://historiadoreshistericos.wordpress.com/2009/02/18/hobsbawm-eric-la-era-de-las-revoluciones-1789-1848-critica/ 3. La Revolución FrancesaEric J. Hobsbawm2
Un inglés que no esté lleno de estima y admiración por la sublime manera en que una de las más IMPORTANTES REVOLUCIONES que el mundo ha conocido se está ahora efectuando, debe de estar muerto para todo sentimiento de virtud y libertad; ninguno de mis compatriotas que haya tenido la buena fortuna de presenciar las transacciones de los últimos tres días en esta ciudad, testificará que mi lenguaje es hiperbólico.
Del “Morning Post” (21 de julio de 1789, sobre la toma de la Bastilla).
Pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora. Los reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos.
SAINT-JUST: Discurso sobre la Constitución de Francia, pronunciado en la Convención el 24 de abril de 1793
Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las nacionalidades nacientes. Entre 1789 y 1917, las políticas europeas (y las de todo el mundo) lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793.Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modelo de organización científica y técnica y el sistema métrico decimal a muchísimos países. La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución francesa. (1) Como hemos visto, el siglo XVIII fue una época de crisis para los viejos regímenes europeos y para sus sistemas económicos, y sus últimas décadas estuvieron llenas de agitaciones políticas que a veces alcanzaron categoría de revueltas, de movimientos coloniales autonomistas e incluso secesionistas: no sólo en los Estados Unidos (1776-1783), sino también en Irlanda (1782-1784), en Bélgica y Lieja (1787-1790), en Holanda (1783-1787), en Ginebra, e incluso se ha discutidO en Inglaterra (1779). Tan notable es este conjunto de desasosiego político
que algunos historiadores recientes han hablado de una “era de revoluciones democráticas” de las que la francesa fue solamente una, aunque la más dramática y de mayor alcance. (2) Desde luego, como la crisis del antiguo régimen no fue un fenómeno puramente francés, dichas observaciones no carecen de fundamento. Incluso se puede decir que la Revolución rusa de 1917 (que ocupa una posición de importancia similar en nuestro siglo) fue simplemente el más dramático de toda una serie de movimientos análogos, como los que algunos años antes acabaron derribando a los viejos Imperios chino y turco. Sin embargo, hay aquí un equívoco. La Revolución francesa puede no haber sido un fenómeno aislado, pero fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más profundas. En primer lugar, sucedió en el más poderoso y populoso Estado europeo (excepto Rusia). En 1789, casi de cada cinco europeos, uno era francés. En segundo lugar de todas las revoluciones que la precedieron y la siguieron fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento. No es casual que los revolucionarios
norteamericanos y los “jacobinos” británicos que emigraron
a Francia por sus simpatías políticas, se consideraran moderados en Francia. Tom Paine, que era un extremista en Inglaterra y Norteamérica, figuró en París entre los más moderados de los girondinos. Los resultados de las revoluciones americanas fueron, hablando en términos generales, que los países quedaran poco más o menos como http://es.scribd.com/doc/221495548/Erichobsbawm-Larevolucinfrancesa-120318094844-Phpapp02
3. La Revolución Francesa 1 Eric J. Hobsbawm 2
La Francesa ¿Revolución o revuelta? - 82
El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el campesinado revolucionario. Pero lo que transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. La última década había sido, por una compleja serie de razones, una época de graves dificultades para casi todas las ramas de la economía francesa. Una mala cosecha en 1788 (y en 1789) y un dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las malas cosechas afectan a los campesinos, pues significan que los grandes productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo a julio). Como es natural, afectan también a las clases pobres urbanas, para quienes el costo de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial. Los pobres rurales estaban desesperados y desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en que el costo de la vida se elevaba. En circunstancias normales esta situación no hubiera pasado de provocar algunos tumultos. Pero en 1788 y en 1789, una mayor convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la desesperación del pueblo una perspectiva política al introducir en sus mentes la tremenda y sísmica idea de liberarse de la opresión y de la tiranía de los ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer estado.
La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de confianza. Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio. De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.
Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa, una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades de burgueses armados, “guardias nacionales”, según el modelo de París. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual desatino, y algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.
En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa, y de las subsiguientes de otros países, ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez verá a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. También se distinguirá a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia, movilización de masas, giro a la izquierda, ruptura entre los moderados, giro a la derecha, hasta que el grueso de la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que, sobre todo en Alemania, esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la “revolución radical”.
¿Por qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora; e incluso éste es un nombre inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales; no representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués, si exceptuamos pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las masas, era un movimiento amorfo y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban organizados, sobre todo en las de París y en los clubs políticos locales, y proporcionaban la principal fuerza de choque de la revolución: los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa que existen entre los polos de la y del, quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy pobres. Podemos observar esa misma tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo), en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros radicales socialistas), en Italia (mazzinianos y garibaldinos), y en otros países en su mayor parte tendían a fijarse, en las horas pos revolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra , a la “economía monárquica” o a la “cruz de oro que crucifica a la humanidad”. Pero no presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794— fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II.
Entre 1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que entonces se había convertido en Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La mayoría de las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como también sus resultados internacionales más sorprendentes, la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización y venta de las tierras de la Iglesia (así como las de la nobleza emigrada), que tuvo la triple
ventaja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los empresarios provinciales y aldeanos y proporcionar a muchos campesinos una recompensa por su actividad revolucionaria. La Constitución de 1791, evitaba los excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional fundada sobre una franquicia de propiedad para los pasivos, que se esperaba vivieran en conformidad con su nombre.
Pero no sucedió así. Por un lado la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por una poderosa facción burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo régimen. La Corte soñaba, e intrigaba para conseguirla, con una cruzada de los regios parientes para expulsar a la chusma de gobernantes comuneros y restaurar al ungido de Dios, al cristianísimo rey de Francia, en su puesto legítimo. La Constitución Civil del clero, 1790, un mal interpretado intento de destruir, no a la Iglesia, sino a su sumisión al absolutismo romano, llevó a la oposición a la mayor parte del clero y de los fieles y contribuyó a impulsar al rey a la desesperada y, como más tarde se vería, suicida tentativa de huir del país. Fue detenido en Varennes en junio de 1791, y en adelante el republicanismo se hizo una fuerza masiva, pues los reyes tradicionales que abandonan a sus pueblos pierden el derecho a la lealtad de los súbditos. Por otro lado, la incontrolada economía de libre empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones en el nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la combatividad de los ciudadanos pobres, especialmente en París. El precio del pan registraba la temperatura política de París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienses eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la nueva bandera francesa tricolor combinaba el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul, colores de París.
El estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias, al dar origen a la segunda revolución de 1792, la República jacobina del año II, y más tarde al advenimiento de Napoleón Bonaparte. En otras palabras, convirtió la historia de la Revolución francesa en la historia de Europa.
Dos fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey, la nobleza francesa y la creciente emigración aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania Occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el viejo régimen. Tal intervención no era demasiado fácil de organizar, dada la complejidad de la situación internacional y la relativa tranquilidad política de los otros países. No obstante, era cada vez más evidente para los nobles y los gobernantes de de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era simplemente un acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la expansión de las espantosas ideas propagadas desde Francia. Como consecuencia de todo ello, las fuerzas para la reconquista de Francia se iban reuniendo en el extranjero.
Al mismo tiempo los propios liberales moderados, y de modo especial el grupo de políticos agrupado en torno a los diputados del departamento mercantil de la Gironda, eran una fuerza belicosa. Esto se debía en parte a que cada revolución genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos simpatizantes en el extranjero, la liberación de Francia era el primer paso del triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la convicción de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que gemían bajo la opresión y la tiranía. Entre los revolucionarios, moderados o extremistas, había una exaltada y generosa pasión por expandir la libertad, así como una verdadera incapacidad para separar la causa de la nación francesa de la de toda la humanidad esclavizada. Tanto la francesa como las otras revoluciones tuvieron que aceptar este punto de vista o adaptarlo, por lo menos hasta 1848. Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un alzamiento conjunto de los pueblos bajo la dirección de Francia para derribar a la reacción. Y desde 1830 otros movimientos de rebelión nacionalista o liberal, como los de Italia y Polonia, tendían a ver convertidas en cierto sentido a sus naciones en Mesías destinados por su libertad a iniciar la de los demás pueblos oprimidos.
Por otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudaría a resolver numerosos problemas domésticos. Era tan tentador como evidente achacar las dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos extranjeros y encauzar contra ellos el descontento popular. Más específicamente, los hombres de negocios afirmaban que las inciertas perspectivas económicas, la devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si desaparecía la amenaza de la intervención. Ellos y los ideólogos se daban cuenta, al reflexionar sobre la situación de Inglaterra, de que la supremacía económica era la consecuencia de una sistemática agresividad, el siglo XVIII no se caracterizó porque los negociantes triunfadores fueran precisamente pacifistas. Además, como pronto se iba a demostrar, podía hacerse la guerra para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea Legislativa, con la excepción de una pequeña ala derecha y otra pequeña ala izquierda dirigida por Robespierre, preconizaba la guerra. Y también por todas estas razones, el día que estallara, las conquistas de la Revolución iban a combinar las ideas de liberación con las de explotación y juego político.
La guerra se declaró en abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin razón, a sabotaje real y a traición, trajo la radicalización. En agosto y septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e indivisible y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución del año I del calendario revolucionario por la acción de las masas de París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza de los presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional, probablemente la asamblea más extraordinaria en la historia del parlamentarismo, y el llamamiento para oponer una resistencia total a los invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un duelo de artillería poco dramático en Valmy.
Las guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la nueva Convención era el de los girondinos, belicosos en el exterior y moderados en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que representaba a los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada intelectualidad. Su política era absolutamente imposible. Pues solamente los Estados que emprendieran campañas limitadas con sólidas fuerzas regulares podían esperar mantener la guerra y los asuntos internos en compartimientos estancos, como las damas y los caballeros de las novelas de Jane Austen hacían entonces en Inglaterra. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni contaba con unas fuerzas regulares, por lo que su guerra oscilaba entre la victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la contrarrevolución. Y su ejército, lo que quedaba del antiguo ejército francés, era tan ineficaz como inseguro. Charles François Dumouriez, el principal general de la República, no tardaría en pasarse al enemigo. Así, pues, sólo unos métodos revolucionarios sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la victoria significara nada más que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos métodos. En el curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de una nación mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una economía de guerra rígida mente controlada y la abolición virtual, dentro y fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las consecuencias aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro tiempo. Puesto que la guerra revolucionaria de 1792-1794 constituyó un episodio excepcional, la mayor parte de los observadores del siglo XIX no repararon en ella más que para señalar, e incluso esto se olvidó en los últimos años de prosperidad de la época victoriana, que las guerras conducen a las revoluciones, y que, por otra parte, las revoluciones ganan guerras inganables. Sólo hoy puede verse cómo la República jacobina y, principalmente, el periodo de 1793-1794, tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente se ha llamado el esfuerzo de guerra total.
Los recibieron con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban que únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la intervención extranjera, sino también porque sus métodos movilizaban al pueblo y facilitaban la justicia social. Pasaban por alto el hecho de que ningún esfuerzo efectivo de guerra moderna es compatible con la descentralización democrática a que aspiraban. Por otra parte, los girondinos temían las consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra que habían provocado. Ni estaban preparados para competir con la izquierda. No querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos por este símbolo de celo revolucionario; la Montaña ganaba prestigio y ellos no. Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general de liberación y en un desafío directo a Inglaterra, la gran rival económica, objetivo que consiguieron. En marzo de 1793 Francia estaba en guerra con toda Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros, justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia. Pero la expansión de la guerra, sobre todo cuando la guerra iba mal, sólo fortalecía las manos de la izquierda, única capaz de ganarla. A la retirada y aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por desencadenar virulentos ataques contra la izquierda que pronto se convirtieron en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los jacobinos los desbordó el 2 de junio de 1793, instaurando la República jacobina.
Cuando los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos de 1789 y especialmente la República jacobina del año II los que acuden en seguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco mujeriego Danton, la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de Salud Pública, el Tribunal revolucionario y la guillotina son imágenes que aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los revolucionarios moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos de 1793 parecen haberse borrado de la memoria de todos, menos de los historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y quizá por las mujeres románticas pero políticamente insignificantes unidas a ellos: Madame Roland o Carlota Corday. Fuera del campo de los especialistas, ni se conocen siquiera los nombres de Brissot, Vergniaud, Guadet, etc. Los conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses. Todos los revolucionarios, de manera especial en Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas subsiguientes. Por todo ello puede afirmarse que fue una época imposible de medir con el criterio humano de cada día.
Todo ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa, izquierdista e izquierdota, que permaneció tras el Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano. En junio de 1793, sesenta de los ochenta departamentos de Francia estaban sublevados contra París; los ejércitos de los príncipes alemanes invadían Francia por el Norte y por el Este; los ingleses la atacaban por el Sur y por el Oeste; el país estaba desamparado y en quiebra. Catorce meses más tarde, toda Francia estaba firmemente gobernada, los invasores habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban Bélgica y estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos triunfos militares. Ya en marzo de 1794, un ejército tres veces mayor que antes funcionaba a la perfección y costaba la mitad que en marzo de 1794, y el valor del dinero francés, o más bien de los de papel, que casi lo habían sustituido del todo, se mantenía estabilizado, en marcado contraste con el pasado y el futuro. No es de extrañar que André Jeanbon Saint André, jacobino miembro del Comité de Salud Pública y más tarde, a pesar de su firme republicanismo, uno de los mejores prefectos de Napoleón, mirase con desprecio a la Francia imperial que se bamboleaba por las derrotas de 1812-1813. La República del año II había superado crisis peores con muchos menos recursos.
Para tales hombres, como para la mayoría de la Convención Nacional, que en el fondo mantuvo el control durante aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media, o la destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional, y probablemente, ¿no existía el ejemplo de Polonia?, la desaparición del país. Quizá para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido un régimen menos férreo y con seguridad una economía menos firmemente dirigida: la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional de 1797. Pero incluso desde el más estrecho punto de vista, las perspectivas de la clase media francesa dependían en gran parte de las de un Estado nacional unificado y fuertemente centralizado. Y en fin, ¿podía la revolución que había creado virtualmente los términos y en su sentido moderno, abandonar su idea primitiva?
La primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas contra la disidencia de los girondinos y los notables provincianos, y conservar el ya existente de los parisinos, algunas de cuyas peticiones a favor de un esfuerzo de guerra revolucionario; movilización general, terror contra los disidentes y control general de precios coincidían con el sentido común jacobino, aunque sus otras demandas resultaran inoportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias vedes aplazada por los girondinos. En este noble pero académico documento se ofrecía al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento, y, lo más significativo de todo, la declaración oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían meramente asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución democrática promulgada por un Estado moderno. Concretamente, los jacobinos abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes, aumentaban las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras confiscadas de los emigrados y, algunos meses después abolieron la esclavitud en las colonias francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a luchar por la República contra los ingleses. Estas medidas tuvieron los más trascendentes resultados. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que reclamó la independencia de su país: Tous-saint-Louverture”. En Francia establecieron la inexpugnable ciudadela de los pequeños y medios propietarios campesinos, artesanos y tenderos, retrógrada desde el punto de vista económico, pero apasionadamente devota de la revolución y la República, que desde entonces domina la vida del país. La transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas empresas, condición esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez de la urbanización, la expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e, incidentalmente, el ulterior avance de la revolución proletaria. Tanto los grandes negocios como el movimiento laboral se vieron condenados a permanecer en Francia como fenómenos minoritarios, como islas rodeadas por el mar de los tenderos de comestibles, los pequeños propietarios rurales y los propietarios de cafés.
El centro del nuevo gobierno, aun representando una alianza de los jacobinos y otros sectores, se inclinaba perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el ejecutivo de Francia. El Comité perdió a Danton hombre poderoso, disoluto y corrupto, pero de un inmenso talento revolucionario, mucho más moderado de lo que parecía, había sido ministro en la última administración real, y ganó a Maximiliano Robespierre, que llegó a ser su miembro más influyente. Pocos historiadores se han mostrado desapasionados respecto a aquel abogado fanático, de buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era neutral. No fue un individuo agradable, e incluso los que en nuestros días piensan que tenía razón prefieren el brillante rigor matemático del arquitecto de paraísos espartanos que fue el joven Saint-Just. Según Albert Mathiez y Jean Jaurès, no fue un gran hombre y a menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único, fuera de Napoleón, salido de la revolución a quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para la historia, la república jacobina no era un lema para ganar la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la virtud en el que todos los hombres fueran iguales ante los ojos de la nación y el pueblo el sancionador de los traidores. Juan Jacobo Rousseau y la cristalina convicción de su rectitud le daban su fortaleza. No tenía poderes dictatoriales, ni siquiera un cargo, siendo simple mente un miembro del Comité de Salud Pública, el cual era a su vez un subcomité —el más poderoso aunque no todopoderoso— de la Convención. Su poder era el del pueblo —las masas de París—; su terror, el de esas masas. Cuando ellas le abandonaron, se produjo su caída.
La tragedia de Robespierre y de la República jacobina fue la de tener que perder, forzosamente, ese apoyo. El régimen era una alianza entre la clase media y las masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las concesiones a los eran tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una fuerza decisiva. Además, las necesidades de la guerra obligaban al gobierno a la centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa democracia de club y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las elecciones libres que favorecían a los más pobres. El mismo proceso que durante la guerra civil de España de 1936-1939 fortaleció a los comunistas a expensas de los anarquistas, fue el que fortaleció a los jacobinos de cuño Saint-Just a costa de los de Hébert. En 1794 el gobierno y la política eran monolíticos y corrían guiados por agentes directos del Comité o la Convención —a través de delegados en misión— y un vasto cuerpo de funcionarios jacobinos en conjunción con organizaciones locales de partido. Por último, las exigencias económicas de la guerra les enajenaron el apoyo popular. En las ciudades, el racionamiento y la tasa de precios beneficiaba a las masas, pero la correspondiente congelación de salarios las perjudicaba. En el campo, la sistemática requisa de alimentos (que los urbanos habían sido los primeros en preconizar) les enajenaban a los campesinos.
Por eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad, especialmente después del proceso y ejecución de los hebertistas, las voces más autorizadas del sector. Al mismo tiempo muchos moderados se alarmaron por el ataque al ala derecha de la oposición, dirigida ahora por Danton. Esta facción había proporcionado cobijo a numerosos delincuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos corrompidos y enriquecidos, dispuestos como el propio Danton a formar esa minoría amoral, falstaffiana, viciosa y derrochadora que siempre surge en las revoluciones sociales hasta que las supera el duro puritanismo, que invariablemente llega a dominarlas. En la historia siempre los Danton han sido derrotados por los Rubespierre (o por los que intentan actuar como Robespierre), porque la rigidez puede triunfar en donde la picaresca fracasa. No obstante, si Robespierre ganó el apoyo de los moderados eliminando la corrupción —lo cual era servir a los intereses del esfuerzo de guerra—, sus posteriores restricciones de la libertad y la ganancia desconcertaron a los hombres de negocios. Por último, no agradaban a muchas gentes ciertas excursiones ideológicas de aquel período, como las sistemáticas campañas de descristianización —debidas al celo de los jacobinos y la nueva religión cívica del Ser Supremo de Robespierre, con todas sus ceremonias, que intentaban neutralizar a los ateos imponiendo los preceptos del Juan Jacobo. Y el constante silbido de la guillotina recordando a todos los políticos que ninguno podía sentirse seguro de conservar su vida.
La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de confianza. Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio. De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.
Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa, una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades de burgueses armados, “guardias nacionales”, según el modelo de París. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual desatino, y algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.
En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa, y de las subsiguientes de otros países, ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez verá a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. También se distinguirá a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia, movilización de masas, giro a la izquierda, ruptura entre los moderados, giro a la derecha, hasta que el grueso de la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que, sobre todo en Alemania, esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la “revolución radical”.
¿Por qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora; e incluso éste es un nombre inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales; no representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués, si exceptuamos pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las masas, era un movimiento amorfo y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban organizados, sobre todo en las de París y en los clubs políticos locales, y proporcionaban la principal fuerza de choque de la revolución: los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa que existen entre los polos de la y del, quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy pobres. Podemos observar esa misma tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo), en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros radicales socialistas), en Italia (mazzinianos y garibaldinos), y en otros países en su mayor parte tendían a fijarse, en las horas pos revolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra , a la “economía monárquica” o a la “cruz de oro que crucifica a la humanidad”. Pero no presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794— fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II.
Entre 1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que entonces se había convertido en Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La mayoría de las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como también sus resultados internacionales más sorprendentes, la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización y venta de las tierras de la Iglesia (así como las de la nobleza emigrada), que tuvo la triple
ventaja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los empresarios provinciales y aldeanos y proporcionar a muchos campesinos una recompensa por su actividad revolucionaria. La Constitución de 1791, evitaba los excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional fundada sobre una franquicia de propiedad para los pasivos, que se esperaba vivieran en conformidad con su nombre.
Pero no sucedió así. Por un lado la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por una poderosa facción burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo régimen. La Corte soñaba, e intrigaba para conseguirla, con una cruzada de los regios parientes para expulsar a la chusma de gobernantes comuneros y restaurar al ungido de Dios, al cristianísimo rey de Francia, en su puesto legítimo. La Constitución Civil del clero, 1790, un mal interpretado intento de destruir, no a la Iglesia, sino a su sumisión al absolutismo romano, llevó a la oposición a la mayor parte del clero y de los fieles y contribuyó a impulsar al rey a la desesperada y, como más tarde se vería, suicida tentativa de huir del país. Fue detenido en Varennes en junio de 1791, y en adelante el republicanismo se hizo una fuerza masiva, pues los reyes tradicionales que abandonan a sus pueblos pierden el derecho a la lealtad de los súbditos. Por otro lado, la incontrolada economía de libre empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones en el nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la combatividad de los ciudadanos pobres, especialmente en París. El precio del pan registraba la temperatura política de París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienses eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la nueva bandera francesa tricolor combinaba el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul, colores de París.
El estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias, al dar origen a la segunda revolución de 1792, la República jacobina del año II, y más tarde al advenimiento de Napoleón Bonaparte. En otras palabras, convirtió la historia de la Revolución francesa en la historia de Europa.
Dos fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey, la nobleza francesa y la creciente emigración aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania Occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el viejo régimen. Tal intervención no era demasiado fácil de organizar, dada la complejidad de la situación internacional y la relativa tranquilidad política de los otros países. No obstante, era cada vez más evidente para los nobles y los gobernantes de de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era simplemente un acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la expansión de las espantosas ideas propagadas desde Francia. Como consecuencia de todo ello, las fuerzas para la reconquista de Francia se iban reuniendo en el extranjero.
Al mismo tiempo los propios liberales moderados, y de modo especial el grupo de políticos agrupado en torno a los diputados del departamento mercantil de la Gironda, eran una fuerza belicosa. Esto se debía en parte a que cada revolución genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos simpatizantes en el extranjero, la liberación de Francia era el primer paso del triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la convicción de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que gemían bajo la opresión y la tiranía. Entre los revolucionarios, moderados o extremistas, había una exaltada y generosa pasión por expandir la libertad, así como una verdadera incapacidad para separar la causa de la nación francesa de la de toda la humanidad esclavizada. Tanto la francesa como las otras revoluciones tuvieron que aceptar este punto de vista o adaptarlo, por lo menos hasta 1848. Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un alzamiento conjunto de los pueblos bajo la dirección de Francia para derribar a la reacción. Y desde 1830 otros movimientos de rebelión nacionalista o liberal, como los de Italia y Polonia, tendían a ver convertidas en cierto sentido a sus naciones en Mesías destinados por su libertad a iniciar la de los demás pueblos oprimidos.
Por otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudaría a resolver numerosos problemas domésticos. Era tan tentador como evidente achacar las dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos extranjeros y encauzar contra ellos el descontento popular. Más específicamente, los hombres de negocios afirmaban que las inciertas perspectivas económicas, la devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si desaparecía la amenaza de la intervención. Ellos y los ideólogos se daban cuenta, al reflexionar sobre la situación de Inglaterra, de que la supremacía económica era la consecuencia de una sistemática agresividad, el siglo XVIII no se caracterizó porque los negociantes triunfadores fueran precisamente pacifistas. Además, como pronto se iba a demostrar, podía hacerse la guerra para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea Legislativa, con la excepción de una pequeña ala derecha y otra pequeña ala izquierda dirigida por Robespierre, preconizaba la guerra. Y también por todas estas razones, el día que estallara, las conquistas de la Revolución iban a combinar las ideas de liberación con las de explotación y juego político.
La guerra se declaró en abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin razón, a sabotaje real y a traición, trajo la radicalización. En agosto y septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e indivisible y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución del año I del calendario revolucionario por la acción de las masas de París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza de los presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional, probablemente la asamblea más extraordinaria en la historia del parlamentarismo, y el llamamiento para oponer una resistencia total a los invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un duelo de artillería poco dramático en Valmy.
Las guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la nueva Convención era el de los girondinos, belicosos en el exterior y moderados en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que representaba a los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada intelectualidad. Su política era absolutamente imposible. Pues solamente los Estados que emprendieran campañas limitadas con sólidas fuerzas regulares podían esperar mantener la guerra y los asuntos internos en compartimientos estancos, como las damas y los caballeros de las novelas de Jane Austen hacían entonces en Inglaterra. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni contaba con unas fuerzas regulares, por lo que su guerra oscilaba entre la victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la contrarrevolución. Y su ejército, lo que quedaba del antiguo ejército francés, era tan ineficaz como inseguro. Charles François Dumouriez, el principal general de la República, no tardaría en pasarse al enemigo. Así, pues, sólo unos métodos revolucionarios sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la victoria significara nada más que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos métodos. En el curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de una nación mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una economía de guerra rígida mente controlada y la abolición virtual, dentro y fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las consecuencias aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro tiempo. Puesto que la guerra revolucionaria de 1792-1794 constituyó un episodio excepcional, la mayor parte de los observadores del siglo XIX no repararon en ella más que para señalar, e incluso esto se olvidó en los últimos años de prosperidad de la época victoriana, que las guerras conducen a las revoluciones, y que, por otra parte, las revoluciones ganan guerras inganables. Sólo hoy puede verse cómo la República jacobina y, principalmente, el periodo de 1793-1794, tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente se ha llamado el esfuerzo de guerra total.
Los recibieron con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban que únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la intervención extranjera, sino también porque sus métodos movilizaban al pueblo y facilitaban la justicia social. Pasaban por alto el hecho de que ningún esfuerzo efectivo de guerra moderna es compatible con la descentralización democrática a que aspiraban. Por otra parte, los girondinos temían las consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra que habían provocado. Ni estaban preparados para competir con la izquierda. No querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos por este símbolo de celo revolucionario; la Montaña ganaba prestigio y ellos no. Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general de liberación y en un desafío directo a Inglaterra, la gran rival económica, objetivo que consiguieron. En marzo de 1793 Francia estaba en guerra con toda Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros, justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia. Pero la expansión de la guerra, sobre todo cuando la guerra iba mal, sólo fortalecía las manos de la izquierda, única capaz de ganarla. A la retirada y aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por desencadenar virulentos ataques contra la izquierda que pronto se convirtieron en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los jacobinos los desbordó el 2 de junio de 1793, instaurando la República jacobina.
Cuando los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos de 1789 y especialmente la República jacobina del año II los que acuden en seguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco mujeriego Danton, la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de Salud Pública, el Tribunal revolucionario y la guillotina son imágenes que aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los revolucionarios moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos de 1793 parecen haberse borrado de la memoria de todos, menos de los historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y quizá por las mujeres románticas pero políticamente insignificantes unidas a ellos: Madame Roland o Carlota Corday. Fuera del campo de los especialistas, ni se conocen siquiera los nombres de Brissot, Vergniaud, Guadet, etc. Los conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses. Todos los revolucionarios, de manera especial en Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas subsiguientes. Por todo ello puede afirmarse que fue una época imposible de medir con el criterio humano de cada día.
Todo ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa, izquierdista e izquierdota, que permaneció tras el Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano. En junio de 1793, sesenta de los ochenta departamentos de Francia estaban sublevados contra París; los ejércitos de los príncipes alemanes invadían Francia por el Norte y por el Este; los ingleses la atacaban por el Sur y por el Oeste; el país estaba desamparado y en quiebra. Catorce meses más tarde, toda Francia estaba firmemente gobernada, los invasores habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban Bélgica y estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos triunfos militares. Ya en marzo de 1794, un ejército tres veces mayor que antes funcionaba a la perfección y costaba la mitad que en marzo de 1794, y el valor del dinero francés, o más bien de los de papel, que casi lo habían sustituido del todo, se mantenía estabilizado, en marcado contraste con el pasado y el futuro. No es de extrañar que André Jeanbon Saint André, jacobino miembro del Comité de Salud Pública y más tarde, a pesar de su firme republicanismo, uno de los mejores prefectos de Napoleón, mirase con desprecio a la Francia imperial que se bamboleaba por las derrotas de 1812-1813. La República del año II había superado crisis peores con muchos menos recursos.
Para tales hombres, como para la mayoría de la Convención Nacional, que en el fondo mantuvo el control durante aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media, o la destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional, y probablemente, ¿no existía el ejemplo de Polonia?, la desaparición del país. Quizá para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido un régimen menos férreo y con seguridad una economía menos firmemente dirigida: la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional de 1797. Pero incluso desde el más estrecho punto de vista, las perspectivas de la clase media francesa dependían en gran parte de las de un Estado nacional unificado y fuertemente centralizado. Y en fin, ¿podía la revolución que había creado virtualmente los términos y en su sentido moderno, abandonar su idea primitiva?
La primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas contra la disidencia de los girondinos y los notables provincianos, y conservar el ya existente de los parisinos, algunas de cuyas peticiones a favor de un esfuerzo de guerra revolucionario; movilización general, terror contra los disidentes y control general de precios coincidían con el sentido común jacobino, aunque sus otras demandas resultaran inoportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias vedes aplazada por los girondinos. En este noble pero académico documento se ofrecía al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento, y, lo más significativo de todo, la declaración oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían meramente asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución democrática promulgada por un Estado moderno. Concretamente, los jacobinos abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes, aumentaban las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras confiscadas de los emigrados y, algunos meses después abolieron la esclavitud en las colonias francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a luchar por la República contra los ingleses. Estas medidas tuvieron los más trascendentes resultados. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que reclamó la independencia de su país: Tous-saint-Louverture”. En Francia establecieron la inexpugnable ciudadela de los pequeños y medios propietarios campesinos, artesanos y tenderos, retrógrada desde el punto de vista económico, pero apasionadamente devota de la revolución y la República, que desde entonces domina la vida del país. La transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas empresas, condición esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez de la urbanización, la expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e, incidentalmente, el ulterior avance de la revolución proletaria. Tanto los grandes negocios como el movimiento laboral se vieron condenados a permanecer en Francia como fenómenos minoritarios, como islas rodeadas por el mar de los tenderos de comestibles, los pequeños propietarios rurales y los propietarios de cafés.
El centro del nuevo gobierno, aun representando una alianza de los jacobinos y otros sectores, se inclinaba perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el ejecutivo de Francia. El Comité perdió a Danton hombre poderoso, disoluto y corrupto, pero de un inmenso talento revolucionario, mucho más moderado de lo que parecía, había sido ministro en la última administración real, y ganó a Maximiliano Robespierre, que llegó a ser su miembro más influyente. Pocos historiadores se han mostrado desapasionados respecto a aquel abogado fanático, de buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era neutral. No fue un individuo agradable, e incluso los que en nuestros días piensan que tenía razón prefieren el brillante rigor matemático del arquitecto de paraísos espartanos que fue el joven Saint-Just. Según Albert Mathiez y Jean Jaurès, no fue un gran hombre y a menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único, fuera de Napoleón, salido de la revolución a quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para la historia, la república jacobina no era un lema para ganar la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la virtud en el que todos los hombres fueran iguales ante los ojos de la nación y el pueblo el sancionador de los traidores. Juan Jacobo Rousseau y la cristalina convicción de su rectitud le daban su fortaleza. No tenía poderes dictatoriales, ni siquiera un cargo, siendo simple mente un miembro del Comité de Salud Pública, el cual era a su vez un subcomité —el más poderoso aunque no todopoderoso— de la Convención. Su poder era el del pueblo —las masas de París—; su terror, el de esas masas. Cuando ellas le abandonaron, se produjo su caída.
La tragedia de Robespierre y de la República jacobina fue la de tener que perder, forzosamente, ese apoyo. El régimen era una alianza entre la clase media y las masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las concesiones a los eran tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una fuerza decisiva. Además, las necesidades de la guerra obligaban al gobierno a la centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa democracia de club y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las elecciones libres que favorecían a los más pobres. El mismo proceso que durante la guerra civil de España de 1936-1939 fortaleció a los comunistas a expensas de los anarquistas, fue el que fortaleció a los jacobinos de cuño Saint-Just a costa de los de Hébert. En 1794 el gobierno y la política eran monolíticos y corrían guiados por agentes directos del Comité o la Convención —a través de delegados en misión— y un vasto cuerpo de funcionarios jacobinos en conjunción con organizaciones locales de partido. Por último, las exigencias económicas de la guerra les enajenaron el apoyo popular. En las ciudades, el racionamiento y la tasa de precios beneficiaba a las masas, pero la correspondiente congelación de salarios las perjudicaba. En el campo, la sistemática requisa de alimentos (que los urbanos habían sido los primeros en preconizar) les enajenaban a los campesinos.
Por eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad, especialmente después del proceso y ejecución de los hebertistas, las voces más autorizadas del sector. Al mismo tiempo muchos moderados se alarmaron por el ataque al ala derecha de la oposición, dirigida ahora por Danton. Esta facción había proporcionado cobijo a numerosos delincuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos corrompidos y enriquecidos, dispuestos como el propio Danton a formar esa minoría amoral, falstaffiana, viciosa y derrochadora que siempre surge en las revoluciones sociales hasta que las supera el duro puritanismo, que invariablemente llega a dominarlas. En la historia siempre los Danton han sido derrotados por los Rubespierre (o por los que intentan actuar como Robespierre), porque la rigidez puede triunfar en donde la picaresca fracasa. No obstante, si Robespierre ganó el apoyo de los moderados eliminando la corrupción —lo cual era servir a los intereses del esfuerzo de guerra—, sus posteriores restricciones de la libertad y la ganancia desconcertaron a los hombres de negocios. Por último, no agradaban a muchas gentes ciertas excursiones ideológicas de aquel período, como las sistemáticas campañas de descristianización —debidas al celo de los jacobinos y la nueva religión cívica del Ser Supremo de Robespierre, con todas sus ceremonias, que intentaban neutralizar a los ateos imponiendo los preceptos del Juan Jacobo. Y el constante silbido de la guillotina recordando a todos los políticos que ninguno podía sentirse seguro de conservar su vida.
http://jorpo92.skyrock.com/2759608014-La-Francesa-Revolucion-o-revuelta-82.html
En abril de 1794, tanto los componentes del ala derecha como los del ala izquierda habían sido
guillotinados y los robespierristas se encontraban políticamente aislados. Sólo la crisis bélica los
mantenía en el poder. Cuando a finales de junio del mismo año los nuevos ejércitos de la
República demostraron su firmeza derrotando decisivamente a los austríacos en Fleurus y
ocupando Bélgica, el final se preveía. El nueve de Thermidor, según el calendario revolucionario
(27 de julio de 1794), la Convención derribó a Robespierre. Al día siguiente, él, Saint-Just y
Couthon fueron ejecutados. Pocos días más tarde cayeron las cabezas de ochenta y siete
miembros de la revolucionaria Comuna de París.
IV
Thermidor supone el fin de la heroica y recordada fase de la revolución: la fase de los andrajosos
y los correctos ciudadanos con gorro frigio que se consideraban nuevos Brutos y Catones, de lo
grandilocuente, clásico y generoso, pero también de las mortales frases: , rcitos de los viejos
regímenes europeos.
El problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa para la permanencia de lo que
técnicamente se llama período revolucionario (1794-1799), era el de conseguir una estabilidad
política y un progreso económico sobre las bases del programa liberal original del 1789-1791. Este
problema no se ha resuelto adecuadamente todavía, aunque desde 1810 se descubriera una
fórmula viable para mucho tiempo en la república parlamentaria. La rápida sucesión de regímenes
— Directorio (1795-1799), Consulado (1799-1804), Imperio (1804-1814), Monarquía borbónica
restaurada (1815-1830), Monarquía constitucional (1830-1848), República (1848-1851) e Imperio
(1852-1870)- no supuso más que el propósito de mantener una sociedad burguesa y evitar el doble
peligro de la república democrática jacobina y del antiguo ré gimen.
La gran debilidad de los thermidorianos consistía en que no gozaban de un verdadero apoyo
político, sino todo lo más de una tolerancia, y en verse acosados por una resucitada reacción
aristocrática y por las masas jacobinas y de París que pronto lamentaron la caída de Robespierre
En 1795 proyectaron una elaborada Constitución de tira y afloja para defenderse de ambos
peligros. Periódicas inclinaciones a la derecha o a la izquierda los mantuvieron en un equilibrio
precario, pcro teniendo cada vez más que acudir al ejército para contener las oposiciones. Era una
situación curiosamente parecida a la de la Cuarta República, y su conclusión fue la misma: el
gobierno de un general. Pero el Directorio dependía del ejército para mucho más que para la
supresión de periódicas conjuras y levantamientos (varios de 1795, conspiración de Babeuf en
1796, Fructidor en 1797, Floreal en 1798, Pradial en 1799).(13) La inactividad era la única garantía
de poder para un régimen débil e impopular, pero lo que la clase media necesitaba eran iniciativas http://espanol.free-ebooks.net/ebook/Historia-del-siglo-XX/html/59
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