La agonía democrática
Los sistemas autoritarios parecen tener mejor salud que las democracias
Desde los griegos, la democracia es el sistema ideal o el peor de todos, con excepción de todos los demás, como dijo Churchill. La voluntad popular está por encima de cualquier otra consideración. Elegimos a uno, aunque normalmente no permitimos que nos dirija, pero lo elegimos. Ninguno es superior a nosotros y juntos siempre somos superiores a cualquiera de ellos.
Ahora, Tocqueville, Jefferson, Lincoln, Adams y toda la historia de la tradición democrática que plasmó las costumbres sociales del pueblo en un texto constitucional desde la época del Lord Protector de Inglaterra, Oliver Cromwell, se retuercen en sus tumbas. Tal vez 300 años de éxito democrático en el mundo anglosajón son suficientes. Tal vez ahora, en uno de esos retrocesos que tiene la historia, es necesaria otra manera de estructurar el poder. Pero en el lado democrático todo es frustración, intranquilidad e inseguridad. Pero además, como si todo eso no fuera suficiente, el pueblo de Estados Unidos —inspirado en no se sabe qué dioses— decidió darse a sí mismo un Gobierno con el que, a pesar de constituirse formalmente sobre el respeto institucional que hizo de ese país el ejemplo a seguir por todo aquel que aspiraba a la libertad y a la democracia, se ha demostrado que ninguna obra humana es perfecta y que todo es susceptible de empeorar.
Ante la pérdida de los valores morales y la crisis permanente por no actuar conforme a los principios fundamentales de la organización política de los pueblos, las democracias van empequeñeciéndose y engendrando legiones de frustrados que juegan a disparar sobre las urnas.
La democracia era la certeza de poner límites a la sinrazón de cada uno. Pero ahora esa sinrazón, más la ausencia de fe en el futuro, puede desencadenar perfectamente, tanto en el imperio del Norte como en el resto de las democracias, el mismo efecto que si damos a un mono dos pistolas: ser completamente peligroso e impredecible.
Los hechos no es que sean tozudos, es que muestran que el líder del mundo —el libre y el esclavizado— quiso rediseñar su papel sobre la base de dos guerras perdidas: Irak y Afganistán. Tal vez por eso, como resultado, más de la rabia que del poder o la esperanza, eligieron a un presidente cuyo propósito es que el mundo arda. Cuando uno no se siente vinculado con el pasado democrático, ni comprometido con el futuro de la libertad de sus hijos, efectivamente se puede permitir el lujo de rociar gasolina sobre la hoguera de Jerusalén.
Y en ese sentido, la seguridad y la estabilidad hoy están en China y en Rusia. Visto lo visto, al parecer los autócratas y los sistemas autoritarios parecen gozar de mejor salud que las democracias. Ya nadie cuestiona el futuro de la comunista China porque ahora, gracias a lo que hemos hecho y a lo que estamos haciendo en Occidente, las grandes preguntas obligadas giran en torno a nuestros sistemas democráticos: ¿Cuál es el futuro de Estados Unidos? ¿Cuál es el futuro de Reino Unido? ¿Cuál es el futuro de la Unión Europea?
Se ha perdido el efecto comparativo y el agravio que existía entre regímenes autocráticos y dictaduras y los sistemas libres. No sé si eso es un ciclo normal, no sé si son las crisis que la historia, de vez en cuando, se regala a sí misma para evolucionar, pero lo que sí sé es que solo es posible superar esta situación si somos capaces de vivir con ella.
Esta crisis de la democracia tiene, en mi opinión, un eje central. La pérdida del valor ejemplar de los Gobiernos y de la autoridad moral ha generado unas sociedades muy desarrolladas desde el punto de vista de la comunicación, en las que, para denunciar un mundo que ya no nos gusta, no se contempla tomar un arma o detonar una bomba, sino lanzar un tuit o subir una foto a Instagram.
Reconocer Jerusalén como capital israelí es solo pegar fuego a una hoguera que siempre se pensó que, en algún momento, se acabaría apagando. El problema es que la historia nos recuerda que eso mismo podrían haber pensado los habitantes de Hiroshima y Nagasaki antes de aquel agosto de 1945. Sin embargo, para que todo se arreglara, para que la situación cambiara, para que la guerra terminara y para que el emperador que era el espíritu de la victoria de Japón tuviera una voz y llamara a la rendición, fue necesario ejecutar actos que en esos tiempos eran inimaginables. Hoy la democracia agoniza en gran parte del mundo. Y mientras tanto una pregunta sigue en el aire: ¿Qué o quiénes la salvarán de su sufrimiento? F
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