Nuestra primera reacción televisiva, tras el rechazo del domingo 2 al acuerdo de paz firmado entre el gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fue encomendar este mundo del siglo 21 a la frecuentemente ausente divina providencia. Pues después del resultado del referendo colombiano y del que dispuso la salida del Reino Unido de la Unión Europea, sólo nos falta que las mayorías norteamericanas elijan presidente a Donald Trump el próximo mes.
La sociedad colombiana se dividió casi en dos mitades, con una diferencia ínfima del 50.2 al 48.8 por ciento. Pero suficiente para que el nuevo intento de paz en Colombia, haya quedado en la incertidumbre, generada por múltiples factores, relevantemente porque el expresidente Alvaro Uribe lo convirtió en instrumento político. La diferencia la puso con mucho el casi 70 por ciento que alcanzó el No en sus predios de Antioquia, con su capital Medellín.
El rechazo al acuerdo pactado no pudo ser más sorpresivo para todos. Ninguna encuesta lo previó, y el mundo entero lo había celebrado con anticipación y a posteriori, incluyendo el Premio Nobel de la Paz que se otorgó días después al presidente Juan Manuel Santos, el exministro de Defensa de Uribe, que conoció muy bien de la guerra y la violencia ancestral y endémica de los colombianos. Hasta las víctimas de la violencia de las FARC habían perdonado y pedido la aprobación.
Fue relevante que en las zonas donde se concentró la guerra de los últimos 52 años, donde saben lo que es la muerte atroz, el secuestro, las masacres, los desplazamientos de millones de personas, el voto por la paz resultó ampliamente mayoritario. Las grandes zonas urbanas y las clases medias, excepto los bogotanos, negaron la oportunidad a la paz.
Por insistir en recordar los 52 años de violencia de las FARC, alentada por la degeneración y las atrocidades que cometió esa guerrilla en lo que va de este siglo, se nos han olvidado las masacres de campesinos y su despojo por los terratenientes, que la originaron. El intelectual Ricardo Silva Romero ha recordado, en El País de Madrid, esa Colombia capaz de engendrar una guerrilla que dura medio siglo.
En sus memorias “Vivir para Contarla” el ilustre Gabriel García Márquez recuerda dos siglos de violencia en su país, las guerras de los mil días, más de un siglo de lucha armada, y no sólo de los marxistas, sino sobre todo y mucho antes de los liberales y conservadores. En un amplio recorrido por el “bogotazo” producido por el asesinato del líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán, del que fue testigo privilegiado, García Márquez sostiene que “los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos”. Al conservadurismo en el poder le atribuye no menos de 300 mil muertos, más que los 220 mil que se cuentan en los 52 años de la guerrilla de las FARC.
A muchos también se les ha olvidado cómo terminó la paz firmada con las mismas FARC, el M-19 y el EPL por el presidente Belisario Betancurt entre 1984 y 86, tras la que miles se acogieron a la legalidad y fundaron la Unión Patriótica (UP). Concluido el gobierno de Betancurt, militares y las milicias paramilitares de los terratenientes desataron una cacería, 15 masacres y 20 atentados a los locales de la UP. En pocos años le asesinaron unos 3 mil dirigentes y militantes, y otro millar fueron desaparecidos. Le mataron dos candidatos presidenciales, siete congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes y 69 concejales.
Después de esa frustración de la paz, a finales de los 90 y principios del siglo, fue que las FARC alcanzó su máximo nivel, llegando a contar con cerca de 20 mil combatientes y controlando un territorio casi del tamaño de la República Dominicana. Y vino lo peor de los paramilitares, los “falsos positivos” del Ejército, y la degeneración de la guerrilla, aislada y obsoleta por el discurrir internacional, que dependió cada vez más del narcotráfico y la extorsión.
Quiera Dios que esta vez la paz no vuelva a escapársele a la sociedad colombiana y que pronto encuentren mecanismos para que prevalezca la vocación fraterna de sus hijos más iluminados. Con múltiples concesiones sí, como todos los tratados de paz universales.
http://hoy.com.do/la-escurridiza-paz-de-los-colombianos/
La sociedad colombiana se dividió casi en dos mitades, con una diferencia ínfima del 50.2 al 48.8 por ciento. Pero suficiente para que el nuevo intento de paz en Colombia, haya quedado en la incertidumbre, generada por múltiples factores, relevantemente porque el expresidente Alvaro Uribe lo convirtió en instrumento político. La diferencia la puso con mucho el casi 70 por ciento que alcanzó el No en sus predios de Antioquia, con su capital Medellín.
El rechazo al acuerdo pactado no pudo ser más sorpresivo para todos. Ninguna encuesta lo previó, y el mundo entero lo había celebrado con anticipación y a posteriori, incluyendo el Premio Nobel de la Paz que se otorgó días después al presidente Juan Manuel Santos, el exministro de Defensa de Uribe, que conoció muy bien de la guerra y la violencia ancestral y endémica de los colombianos. Hasta las víctimas de la violencia de las FARC habían perdonado y pedido la aprobación.
Fue relevante que en las zonas donde se concentró la guerra de los últimos 52 años, donde saben lo que es la muerte atroz, el secuestro, las masacres, los desplazamientos de millones de personas, el voto por la paz resultó ampliamente mayoritario. Las grandes zonas urbanas y las clases medias, excepto los bogotanos, negaron la oportunidad a la paz.
Por insistir en recordar los 52 años de violencia de las FARC, alentada por la degeneración y las atrocidades que cometió esa guerrilla en lo que va de este siglo, se nos han olvidado las masacres de campesinos y su despojo por los terratenientes, que la originaron. El intelectual Ricardo Silva Romero ha recordado, en El País de Madrid, esa Colombia capaz de engendrar una guerrilla que dura medio siglo.
En sus memorias “Vivir para Contarla” el ilustre Gabriel García Márquez recuerda dos siglos de violencia en su país, las guerras de los mil días, más de un siglo de lucha armada, y no sólo de los marxistas, sino sobre todo y mucho antes de los liberales y conservadores. En un amplio recorrido por el “bogotazo” producido por el asesinato del líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán, del que fue testigo privilegiado, García Márquez sostiene que “los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos”. Al conservadurismo en el poder le atribuye no menos de 300 mil muertos, más que los 220 mil que se cuentan en los 52 años de la guerrilla de las FARC.
A muchos también se les ha olvidado cómo terminó la paz firmada con las mismas FARC, el M-19 y el EPL por el presidente Belisario Betancurt entre 1984 y 86, tras la que miles se acogieron a la legalidad y fundaron la Unión Patriótica (UP). Concluido el gobierno de Betancurt, militares y las milicias paramilitares de los terratenientes desataron una cacería, 15 masacres y 20 atentados a los locales de la UP. En pocos años le asesinaron unos 3 mil dirigentes y militantes, y otro millar fueron desaparecidos. Le mataron dos candidatos presidenciales, siete congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes y 69 concejales.
Después de esa frustración de la paz, a finales de los 90 y principios del siglo, fue que las FARC alcanzó su máximo nivel, llegando a contar con cerca de 20 mil combatientes y controlando un territorio casi del tamaño de la República Dominicana. Y vino lo peor de los paramilitares, los “falsos positivos” del Ejército, y la degeneración de la guerrilla, aislada y obsoleta por el discurrir internacional, que dependió cada vez más del narcotráfico y la extorsión.
Quiera Dios que esta vez la paz no vuelva a escapársele a la sociedad colombiana y que pronto encuentren mecanismos para que prevalezca la vocación fraterna de sus hijos más iluminados. Con múltiples concesiones sí, como todos los tratados de paz universales.
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