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Vivir junto a un casanova acabó con mi fantasía romántica
Vivir junto a un casanova acabó con mi fantasía romántica
Cuando firmé el contrato de arrendamiento de mi nuevo departamento en Brooklyn, me encontré con mi casera en el vestíbulo del edificio en Queens donde vivía. Acudió a la cita con unos pantalones rosa fuerte y sandalias de baño; olía a pescado frito y llevaba el cabello recogido en un turbante.
“¿Estás segura de que puedes costearlo?”, preguntó mientras yo firmaba el contrato. “¿Tal vez tu novio se mude y te ayude?”.
“No tengo novio”, le respondí.
“Lili llegó sola”, dijo, en referencia a la inquilina anterior que me había mostrado el departamento. “Pero luego conoció a Nathan y vivieron aquí cinco años”. Se inclinó para acercarse a mí. “Tal vez no tengas novio ahora, pero pronto lo tendrás”. Dicho eso, me guiñó el ojo, como diciendo: “Si funcionó para Lili, funcionará para ti”.
El apartamento era grande y barato para Bushwick, tenía los ladrillos al descubierto y pisos de madera con el desgaste perfecto. Era un buen lugar para vivir sola, en una calle ajetreada que parecía segura de noche y a cinco estaciones de metro de mis mejores amigos. No obstante, también era lo suficientemente grande para dos personas, pues tenía una habitación extra justo en la parte central y otro clóset para guardar más ropa.
Dado que podríamos decir que yo era una soltera empedernida, pensar que el lugar era tan a la medida para dos personas me hizo sentir optimista.
Además, el departamento estaba a una corta distancia a pie de un piso tipo loft que habían rentado dos amigos míos, quienes lo compartían con una rotación de inquilinos que ocupaban las habitaciones sobrantes. Durante mi primer año en la ciudad, la mayoría de la gente que conocí salió de fiestas en ese apartamento y todos los hombres con los que salí o pensé hacerlo en Brooklyn habían vivido ahí; era como una galería de futuros pretendientes y vivir cerca me hacía sentir que había tomado el camino en la dirección correcta.
Aunque apenas me alcanzaba para pagar la renta, pensaba en ese nuevo apartamento como si fuera a ser mi hogar para toda la vida. Sellé las ventanas que dejaban pasar corrientes de aire, decoré los muros con obras de arte y compré muebles para el espacio que alguna vez había sido una segunda recámara y ahora sería un comedor formal que no usaría mucho.
Un día, me encontré al llegar a casa con un envío de Amazon Prime a nombre de Lili, que habían entregado ahí por error. Un par de meses después, tras varios intentos poco exitosos de devolver el paquete, decidí abrirlo. En el interior había dos cobijas ligeras y una tetera parecida a una que había planeado comprarme. Fue una especie de regalo de bienvenida que ella pagó al irse.
Sin embargo, nada de eso tuvo el efecto deseado en mi vida amorosa. Un hombre se sintió tan intimidado de que tuviera no solo un microondas sino una mesa dónde ponerlo que de inmediato exigió saber el monto de mi sueldo (menos que el suyo, lo cual lo hizo sentir aliviado). Otro trató de darme los muebles que ya no quería cuando se mudó del loft porque me sobraba espacio (lo único que acepté fue un perchero).
En una visita a Míchigan, mi ciudad natal, fui a cenar con una amiga para quejarme de mi soltería perpetua. “No entiendo cómo se supone que vas a conocer a alguien”, dijo.
Describía el loft como una fábrica de la que salían buenos candidatos, cuando de hecho solo había producido unos cuantos pretendientes fallidos.
Ella no era ajena a las decepciones amorosas, pero hacía poco había conocido al amor de su vida y de inmediato había adoptado el optimismo beatífico de los bien emparejados.
“Tal vez llegue un nuevo inquilino”, dijo. Sin embargo, cuando le conté que pronto remodelarían el loft, por lo que estaría vacío por un tiempo, soltó una carcajada sin querer.
“Sabes”, dije, repitiendo lo que se estaba convirtiendo en un mantra. “En realidad no todos tenemos una media naranja. Mucha gente se queda sola”.
Pronto, los nuevos propietarios comenzaron los trabajos en el loft. Reconfiguraron las unidades en apartamentos más pequeños y todos los que conocía que vivían ahí se mudaron a otra parte. Luego me despidieron. Pedí ayuda a mis padres con la renta mientras cobraba el seguro por desempleo y publiqué mi piso en Airbnb. Hice todo lo que pude para conservarlo.
En esas estaba cuando por fin llegó un hombre.
Se mudó al departamento contiguo y lo odié al principio. Hablaba en lo que llamaba la “voz de compa” (la versión masculina del tono ronco que ahora adoptan las mujeres) y se paseaba en patineta por todo el vecindario cuando no estaba en casa golpeando una de las paredes que compartíamos. De inmediato le puse el apodo del “Vecino Casanova”.
El Vecino Casanova fumaba dentro del edificio, dejaba sus zapatos en el pasillo y una vez me despertó porque estaba armando muebles de Ikea a las tres de la mañana, la noche previa a mi primer día en un nuevo trabajo. Lo odiaba más que a ningún otro vecino que hubiera tenido, incluidos aquel que me había robado la bicicleta y el que había colgado una vitrina en el pasillo llena de animales de barro hechos a mano.
Según mi casera, el Vecino Casanova se había enterado del departamento por mi vecina de arriba, lo cual tenía sentido porque también era fanática de los proyectos de construcción de madrugada.
Poco después de que se mudó, creí escuchar al Vecino Casanova escabullirse hasta el apartamento de ella una que otra noche que convertían en citas excepcionalmente ruidosas hasta muy tarde, por lo general entre las dos y las cinco de la mañana, esas horas en las que generalmente no pasa nada, pero que ellos aprovechaban para golpear la base de la cama de ella contra el muro justo arriba de mi cabeza con un vigor que parecía poner en riesgo la integridad estructural del edificio.
No quería ser la solterona cascarrabias que golpea el techo con una escoba mientras sus vecinos copulan en el piso de arriba. No obstante, necesitaba dormir, así que traje una escoba a mi habitación y golpeaba con ella el techo cada vez que mi vecina de arriba hacía ruidos ofensivos después de la tranquilidad de la medianoche. Esperaba que pudiera deducir que, si podía escucharla aspirar su recámara a las doce de la noche, definitivamente podía escuchar al Vecino Casanova sacudiendo su cama a las tres de la mañana, pero nunca se dio por enterada.
Algunas veces cuando golpeaba el techo, podía escuchar la voz del Vecino Casanova gritar “¡¿Qué?!”, pero no podía adivinar desde qué departamento gritaba.
Al parecer, su relación no era muy formal, por lo que pronto otras mujeres se aparecieron en su puerta las noches entre semana, lo cual me dejaba pocos ratos de tranquilidad del otro lado del muro. Una noche pasó un par de horas con la mujer de arriba y luego regresó a su departamento para su segundo encuentro nocturno, mientras yo dormía en el sillón para escapar del ruido que provenía de cada muro, piso y techo compartido entre nosotros.
Creo que cualquiera habría llegado a su límite para entonces, pero tener que escuchar en sonido envolvente los ruidos derivados de la vida sexual de otra persona parece una tortura hecha a la medida de los que viven en un celibato interminable.
Así que le dejé una nota al Vecino Casanova llena de sugerencias prácticas para remediar la situación —almohadillas para las patas de los muebles, una alfombra gruesa—, y a cambio dejó una extensa diatriba pegada a mi puerta, firmada con su teléfono e instrucciones para “enviarle un mensaje de texto cuando hiciera demasiado ruido” (este… no, gracias).
Se quejaba de mi ruidosa aspiradora, aunque yo no tenía una, y del sonido que interpretaba como mis arrumacos nocturnos. Algunas veces, dijo, incluso llamaba a su compañero de apartamento para que fuera a su habitación a escuchar el ruido antes “de que el espectáculo terminara”.
No podía entender de qué hablaba. O bien el sonido venía de otro piso en el edificio o había dos hombres de veintitantos con la oreja pegada a mi muro escuchándome… ¿acomodar mi ropa limpia?
Con indignación, comencé a redactar mi impugnación mentalmente, pero no había forma de decir “¡Te puedo asegurar que en este departamento nadie está teniendo sexo!” y salir airosa. Así que decidí mudarme a otro sitio.
Una amiga se estaba separando de su marido y buscaba a alguien para compartir un lugar. Siempre había preferido vivir sola, pero estar en un departamento para dos me había obligado a considerar lo agradable que sería compartir un hogar, tener a alguien más con quien repartirse las tareas de sacar la basura y pelearse con los vecinos.
Comenzamos a ver casas, traté de sentirme mejor por dejar mi apartamento pensando en todas las cosas que no me gustaban de él. Nos mudaríamos a un barrio más tranquilo donde nos alcanzara para una casa de dos pisos con patio como siempre había querido, una fantasía que no tenía nada que ver ni con el piso perfecto ni con el hombre perfecto.
Aprendí una lección: no puedes atraer al hombre correcto a tu vida solo porque planeas su llegada.
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