"Evito las redes por la misma razón que evité las drogas: me hacen mal": conversación con el filósofo de la era informática Jaron Lanier
Jaron Lanier es una de las voces más respetadas del mundo tecnológico, un visionario que ha ayudado a crear nuestro futuro digital. Además de ser un filósofo de internet, es un músico clásico, que tiene una colección de más de mil instrumentos.
A pesar de que luce y se comporta como un hippy, nunca ha usado drogas. Ni siquiera cuando fue amigo de Timothy Leary, el pionero del LSD, quien llamaba a Lanier "el grupo de control" por su constante rectitud química.
Y, a pesar de que ha sido uno de los protagonistas de la historia de Silicon Valley desde sus inicios, es un crítico de su cultura y no muy amigo de las redes sociales.
"Evito las redes por la misma razón que evité las drogas: me parece que me pueden hacer mal".
Lanier es además autor de varios libros, y el más reciente es "The Dawn of the New Everything" o "El amanecer de todo lo nuevo".
El título se refiere al momento en el que se puso por primera vez esos cascos con los que te sumerges en el mundo de la realidad virtual, un momento que describe como "transformacional", como "abrir un nuevo plano de experiencia".
Fue uno de los primeros en experimentarlo; de hecho, Lanier es conocido como el padre del realismo virtual, lo que, según dice, "puede ser cierto, aunque es posible que la madre no esté de acuerdo".
Su compañía VPL, formada en 1985, fue pionera en el uso de pantallas montadas en la cabeza para mostrar mundos generados por computadora que engañan al cerebro.
Desde ese primer momento, Lanier reconoció que la realidad virtual tenía dos caras: una "potencia para la belleza" y una "vulnerabilidad a lo espeluznante".
¿En busca de un mundo alternativo?
"El amanecer de todo lo nuevo" es una historia y exploración de la realidad virtual. Pero también es una autobiografía de un hombre cuyos primeros años de vida fueron absurdamente inusuales, marcados por la tragedia, le extravagancia y el peligro.
Su madre era una vienesa que había sobrevivido un campo de concentración y se ganaba la vida cotizando en la bolsa de valores de Nueva York remotamente desde la casa familiar en Nuevo México.
Tras una inesperada ganancia, se compró un auto nuevo del color que Lanier eligió.
Pero el día en que aprobó su examen de conducir, murió en un accidente que fue resultado de lo que después se supo era un fallo mecánico de ese modelo de autos.
"Lloramos durante años", escribe sobre su padre y él. Esa tristeza fue agravada por el antisemitismo y la intimidación de vecinos y compañeros de clase. Un maestro le dijo que su madre "se lo merecía" por ser judía.
Después de que su casa ardió en llamas en un ataque de incendio provocado, se fueron a vivir en una tienda de campaña en el lado estadounidense de la frontera con México, hasta que su padre le sugirió que diseñara una casa para ellos.
"Estaba convencido de que nuestro hogar debería estar hecho de estructuras esféricas similares a las que se encuentran en las plantas", cuenta en el libro.
Recuerda que él hizo modelos con pitillos, su padre obtuvo permiso de las autoridades de planificación y juntos construyeron una edificación con forma de pelota de golf, intersectada por "dos icosaedros, formas de veinte lados" para los dormitorios y "un voladizo... cuidadosamente formado para que señalara ciertos cuerpos astronómicos en ciertos momentos".
El padre de Lanier vivió en esa casa durante 30 años, mucho después de que él se marchara.
Un año más tarde, cuando tenía 13 años, Lanier fue a la universidad local a hacer un curso de verano de química. Cuando finalizó, siguió asistiendo a clases hasta que los rectores no tuvieron más remedio que aceptarlo como estudiante universitario.
Aprendió por sí sólo a hacer queso de cabra para venderlo y pagar la matrícula, y cosía su propia ropa, que era más que todo capas.
Otra realidad
Se podría pensar que, después de todo lo que vivió, no es raro que se dedicara a crear realidades alternativas con matemáticas y píxeles en Silicon Valley.
Sin embargo, para él, "la mayor virtud de la realidad virtual es que cuando regresas, de repente percibes la realidad con frescura, como si fuera nueva, y percibir lo que tienes en frente es lo más trascendental que hay".
"En vez de concebir la realidad virtual como un lugar al que te vas para dejar algo atrás, a mí me parece que está subordinada a la realidad", le explicó a la BBC.
"Mi prueba favorita cuando hacíamos las demostraciones con los primeros aparatos que existieron, en los años 80, era poner una flor en frente de la persona que tenía el casco puesto sin que se diera cuenta, para que cuando salieran del mundo virtual, vieran esa flor", contó.
"Cuando ves una flor después de estar en una realidad virtual por unos 10 minutos, la realidad de la flor estalla con una fuerza que no te es familiar".
"Tu sistema sensorial ha estado acostumbrado a la realidad por tanto tiempo, que cuando tienes el chance de experimentar algo distinto y vuelves, esa realidad de siempre es más profunda y bella".
Ser langosta
Mientras estudiaba informática, leyó el trabajo de Ivan Sutherland quien, en la década de 1960, fue una de las primeras personas en crear una pantalla montada en la cabeza que permitía a una persona ver un mundo digital sostenido por programas de computadora.
Después de una temporada en Nueva York, Lanier se mudó a California, se unió a la incipiente industria de los videojuegos y con el dinero que ganaba financiaba experimentos de realidad virtual con otros matemáticos inadaptados, cuyo grupo principal cofundó VPL.
Desde el principio, la realidad virtual era apta para el usos comerciales, como el diseño y la medicina.
Para sus pioneros, sin embargo, era una forma de ganarse la vida mientras soñaban cosas raras en pos de algo tan sencillo como la alegría de entenderlo todo.
En una ocasión, cuenta, él y su equipo se obsesionaron con la creación de avatares no humanos.
Las langostas parecían presentar un gran desafío, por su cantidad de extremidades, pero descubrieron que el cerebro humano se adapta a usar más apéndices con mucha rapidez.
"La mayoría de la gente puede aprender a ser una langosta con relativa facilidad", escribe. "Me resultó más fácil ser una que comerme una".
Un futuro virtualmente real
La compañía de realidad virtual de Lanier sobrevivió solo cinco años, pero su legado se evidencia en cada vez más campos.
Por su costo prohibitivo, la tecnología no se volvió masiva.
No obstante, los fabricantes de automóviles o aviones -para probar nuevos diseños de cabina-; los médicos -para entrenamiento o tratamientos como la terapia de exposición para trastorno de estrés postraumático- y los militares la siguieron usando.
Y poco a poco se fue haciendo más presente.
Así que nadie la ha consignado a la historia: la realidad virtual es demasiado intrigante como para permitir que no haga parte del futuro cercano.
Para Lanier, "el medio está atrapado en el pasado".
"Lo que la mayoría de la gente ha visto es una versión de videojuego o una película. Eso es típico con nuevos medios -al principio el cine era como una obra de teatro-. Pero la realidad virtual aún no ha tenido la oportunidad de liberarse y ser lo que es".
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