Consejitos ingenuos para Abinader
La gente sabe que la crisis no está para hazañas y quiere ver a un presidente haciendo lo posible, mejor que prometiendo lo improbable
En tres meses y algo el presidente Abinader cumplirá la primera mitad de su gestión. A esa altura la población presume que el Gobierno tiene total dominio de sus funciones. A partir de agosto las exigencias serán más crudas y los errores menos aceptables. La oposición embestirá. Lo hará con fuerza y con ganas. En sus acometidas será inclemente, más después de que el mandatario anuncie su repostulación.
Estos meses serán críticos para planear la segunda mitad del gobierno. El presidente precisa de mayor concentración, suficiente para eludir las provocaciones del juego político. Debe gobernar como si no hubiera oportunidad para un segundo mandato, desechando distracciones y destemplanzas.
Lo primero que debe hacer es evaluar sus primeros dos años y, en esa ocupación, consultar la opinión de “gente de afuera”. Debe aceptar las críticas sin más reacción que el silencio. En ese sentido, creo que el Gobierno ha tenido sus aprietos para lograr una comunicación asertiva y perfilar una personalidad orgánica.
Con respecto a la comunicación, creo que el presidente debe hablar menos. Abinader evidencia estrés reactivo. Habla a través de Twitter, en los pasillos, en los actos ceremoniales, en las alocuciones nacionales, en las reuniones de consejos, en las inauguraciones privadas. Hablar no siempre sugiere cercanía; hay lenguajes simbólicos de mayor potencia. La hiperactividad ejecutiva del presidente lo constriñe a adelantar intenciones o proyectos no madurados. Es el momento de escuchar y responder con ejecutorias, no con más anuncios.
El primer mandatario debe guardar reserva tanto de su imagen como de su palabra. La excesiva exposición desgasta y en cada intervención asume el riesgo, no siempre calculado, de una declaración desacertada. Temas de políticas institucionales deben ser tratados por los funcionarios concernidos, así como la crítica de relevancia debe ser respondida por el vocero del Gobierno. Las reacciones a una declaración son dirigidas a quien la produce. El presidente debe ahorrase esa distracción, sobre todo cuando las apelaciones se hacen con intenciones políticas. La oposición lo empezará a provocar sistemáticamente.
Por igual, estimo que el modelo discursivo debe ser revisado. Se advierte cierta inconsistencia entre el cuadro de crisis que le ha tocado gerenciar y las grandilocuentes expectativas que ordinariamente alientan sus discursos. Es preciso atenuar esa oratoria excitada. Y no hablo de abandonar el optimismo. Es que cuando no hay correspondencia entre la realidad concreta y su traducción retórica el mensaje resulta inverosímil; se percibe demagógico. El uso de construcciones hiperbólicas como “trasformar al país”, “revolucionar la nación”, “cambiar la historia”, y otras no menos quiméricas, reflejan un dudoso realismo que, lejos de crear confianza, genera recelos. Cuanto más objetivo y determinado, el mensaje será más creíble. La gente sabe que la crisis no está para hazañas y quiere ver a un presidente haciendo lo posible, mejor que prometiendo lo improbable. Le basta con que las cosas funcionen o mejoren las atenciones básicas. Me agrada ver al presidente sin teleprónter; se siente más cálido, cercano, falible y humano.
El otro punto es el de la personalidad del Gobierno, un concepto todavía en construcción. La Administración del PRM no se percibe como un cuerpo homogéneo, armónico ni compacto. Los funcionarios manejan tiempos distintos. Esa asincronía confunde y dispersa. Tampoco se advierte una estrategia comunicacional que le dé coordinación matriz al discurso y las visiones de las distintas unidades, a pesar de que comparten la misma imagen corporativa.
Las asimetrías entre los distintos ministerios son muy marcadas: funcionarios competentes con burócratas opacos. En su composición, el Gobierno tiene tres matrices: la partidaria, la empresarial y la tecnócrata. Crece la percepción de que la matriz empresarial domina las políticas troncales y los grandes proyectos. De ahí la acusación política de que el Gobierno es de los ricos. Se impone aclarar y enviar mensajes correctos. La presidencia, en ese control, luce absorbente. Asume programas y obras que por su naturaleza debieran ser de la competencia natural de ciertos ministerios; asumirlos en forma de gabinetes alienta la idea de que no hay confianza en la capacidad o responsabilidad de esos ministerios.
Se perciben debilidades en el seguimiento metódico a los proyectos anunciados y pesadez burocrática para que las ejecuciones fluyan. Hay quejas de que se anuncian proyectos no estructurados como para mantener la expectación.
La identidad gubernamental ha estado asociada a la transparencia y la rendición de cuentas. El presidente sometió un paquete legislativo orientado a reforzar ese régimen. Esta reforma es trascendente y debiera ser escudo distintivo de la presente Administración, pero la población no conoce sus bases ni alcances. Un avance institucional de esa dimensión no puede diluirse. Lo deseable fuera que desde este mes se elaborara una campaña de información ciudadana sobre estas iniciativas orgánicas. Lo mismo podría decirse de la reforma del Ministerio Público. El Gobierno no tiene que esperar una modificación constitucional para promoverla. Tampoco debe servirle de excusa. Se pueden hacer cambios importantes dentro de las posibilidades legales adjetivas. Seguir la ruta de la reforma constitucional, en un escenario de posible repostulación, es un ejercicio desgastante. La oposición no consentirá, a menos que se negocien importantes prestaciones políticas.
El Gobierno precisa de un refresh. Está compelido a renovarse. Dos años son suficientes para probar a ciertos funcionarios. La incompetencia de algunos era un hecho conocido aun antes de su nombramiento. El presidente Abinader debe evitar terminar con las mismas caras con las que empezó. Y no es que yo crea que los cambios deban hacerse porque sí. No. Hay ministros estupendos que prestigian al Gobierno y otros afuncionales, que ocupan una posición como compensación a lealtades o contribuciones. El Gobierno y la nación pierden manteniéndolos. Sus sustitutos debieran ser los que desde un principio merecían ser considerados: gente calificada en el área de la competencia ministerial y con visiones modernas.
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