Puntos de vista lunes, 21 de febrero de 2022
POLÍTICA Y CULTURA
“¡Yo fui un sacerdote equivocado!”
Bien formado en sus estudios en Roma, era un intelectual de profunda base cultural y académica. El Padre Castillo de Aza había escrito aludiendo a Trujillo: “Lejos de retractarme de mi propósito, he llegado a la plena convicción de que la Iglesia Católica, Apostólica y Romana no registra, en sus anales milenarios, una figura de relieves tan destacados que, en conjunto, haya favorecido con tanta generosidad sus intereses espirituales y de cultura”. Haciendo una crítica a estos pronunciamientos del pasado, yo había escrito que ese sacerdote era “indigno” de sus prendas de representación eclesiásticas, al elevar a Trujillo a un sitial que no le correspondía. Aquel hombre, me dijo, mirándome a los ojos: “nosotros vivimos una realidad impostora, ignorante en su esencia de todo lo que transcurría en el Poder político.
Cuando promoví que se le otorgara al Generalísimo el título de Benefactor de la Iglesia, lo hice como un trujillista convencido de la gran obra unificadora de Trujillo y los apoyos a nuestra labor de evangelización. En mi fuero íntimo puedo confesarle, que no hice daño a nadie y le pedí perdón a Dios por haberme extralimitado, confundido en mis apreciaciones de aquel momento, pero yo no soy un sacerdote indigno, yo fui un sacerdote equivocado”. Le respondí, que no hubo nada personal en la alusión, sino el deseo de explicar las contradicciones suscitadas entre la Iglesia en su Pastoral y la respuesta del Papa Juan XXIII, negando como oficio y consejería, que se le otorgara a Trujillo ese título, y por otro lado, las declaraciones laudatorias a Trujillo como las expresadas por él.
Era la dicotomía entre aquel discurso, los agravios y la expiación de culpas. Fue un desafío para el Padre Zenón acudir a darme una explicación, a sobrecoger su espíritu, a flagelarse tantos años después de un desatino, a yugular un tiempo histórico por el que nadie le estaba ajustando cuentas. Entonces me dijo que le diera un abrazo. Me levanté de mi curul y le di un abrazo. Lo invité a beber un café. Parecía un niño en el día de Reyes. Algo en su alma se había desprendido para siempre como yerro y castigo. Y en mi cabeza se quedó clavada su frase, “yo no soy un sacerdote indigno, yo fui un sacerdote equivocado”.
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