Entonces, ¿ya se puede decir fascista? No debería usarse este calificativo a la ligera. No es un término amplio para definir a “la gente con la que no se está de acuerdo”. Ni siquiera es sinónimo de “malos actores políticos”. El tipo de política de Mitch McConnell, en mi opinión, ha perjudicado gravemente a Estados Unidos; pero las maniobras legislativas cínicas no son lo mismo que amenazar y fomentar la violencia, y yo no llamaría fascista a McConnell. Sin embargo, Donald Trump es de hecho un fascista, un autoritario dispuesto a usar la violencia para alcanzar sus objetivos nacionalistas y racistas. Y también lo son muchos de sus seguidores. Si a alguien le quedaban dudas al respecto, el asalto del miércoles al Congreso debería haberlas disipado.
Y si una lección nos ha enseñado la historia acerca de cómo tratar con los fascistas, es la de la futilidad del apaciguamiento. Ceder ante los fascistas no los apacigua, solo los anima a ir más lejos. Entonces, ¿por qué tantas figuras públicas —que deberían haber sabido cómo es Trump y su movimiento— han intentado, una y otra vez, aplacarles cediendo a sus exigencias? ¿Por qué siguen haciéndolo incluso ahora?
Piensen en algunos momentos decisivos en el camino hacia el saqueo del Capitolio. Un gran paso se dio en febrero, cuando todos los senadores republicanos, a excepción de Mit Romney, votaron en contra de condenar al presidente por los cargos presentados en el proceso de destitución, a pesar de que había pruebas claras de su culpabilidad. Como es sabido, Susan Collins justificó su voto manifestando que esperaba que el presidente hubiera “aprendido la lección”. Lo que realmente aprendió fue que podía abusar de su poder con impunidad.
Otro gran paso se dio en primavera, cuando un grupo de manifestantes armados, animados por Trump, amenazaron a las autoridades de Michigan que habían propuesto restricciones contra la covid-19. Ese ensayo general de la violencia de esta semana sí suscitó algunos chasquidos de reprobación entre los republicanos, pero no una resistencia activa. De hecho, uno de los líderes en esos sucesos era Meshawn Maddock —implicada también en los disturbios del miércoles— que está a punto de convertirse en copresidenta del Partido Republicano en Michigan. Una vez más, la lección quedaba clara: los activistas de derechas pueden amenazar impunemente a los cargos electos, incluso si esas amenazas incluyen blandir armas en espacios públicos.
Después vino la insólita negativa de Trump a aceptar la derrota electoral. Muchos republicanos se le unieron en el intento de rechazar la voluntad de los votantes; casi dos tercios de los republicanos de la Cámara votaron en contra de aceptar a los electores de Pensilvania después de los disturbios trumpistas. Pero incluso aquellos que no se han unido activamente a los intentos del todavía presidente de perpetrar un golpe de Estado han procurado tratarlo a él y a sus seguidores con delicadeza. McConnell tardó más de un mes en reconocer a Joe Biden como presidente electo. Un destacado republicano preguntaba en declaraciones a The Washington Post: “¿Qué hay de malo en seguirle la corriente durante este poquito de tiempo?” Pues bien, ahora ya sabemos la respuesta.
Y, por último, ¿qué ocurrió el pasado miércoles? Era predecible que se produjera un ataque trumpista durante la confirmación de la victoria de Biden. Entonces, ¿por qué fue tan laxa la seguridad? ¿Por qué no hubo apenas detenciones? Lo que sabemos da a entender que los encargados de proteger el Congreso no lo hicieron porque no querían que nadie los viese tratando a la turba del “hagamos a Estados Unidos grande otra vez” como el peligro que realmente es. The Wall Street Journal informaba de que a los funcionarios del Departamento de Defensa les preocupaba la óptica de situar personal militar en las escaleras del Capitolio, algo que no les preocupó el año pasado, durante las protestas mucho menos amenazadoras de Black Lives Matter. Pero según The Associated Press, fuentes del Departamento de Defensa afirman que la policía del Capitolio rechazó las ofertas de ayuda.
Y una vez más el intento de apaciguar a los fascistas acabará envalentonándolos. Hasta ahora, la lección que han aprendido los seguidores de Trump extremistas es que pueden perpetrar ataques violentos contra las instituciones fundamentales de la democracia estadounidense sin afrontar prácticamente ninguna consecuencia. Claramente ven sus hazañas como un triunfo, y estarán impacientes por perpetrar más.
Porque esto no ha terminado. Si no les aterra lo que Trump pueda hacer de aquí al día de la investidura, es que no han estado prestando atención. No es posible que yo sea el único al que le preocupa lo que ocurrirá durante la toma de posesión.
Después del fracaso a la hora de proteger el Congreso, ¿cómo podemos estar seguros de que habrá una seguridad adecuada durante la transición presidencial? No hace mucho, esta clase de preocupaciones podrían haber parecido paranoicas, pero ahora resultan completamente razonables.
E incluso aunque la investidura transcurriera sin incidentes, la amenaza permanecerá. Si alguien se imagina que la gente que atacó el Capitolio desaparecerá sin más en cuanto Biden se instale en la Casa Blanca, es un iluso. ¿Qué podemos hacer? Es hora de dejar de apaciguar a los fascistas que nos rodean. Las fuerzas del orden deberían intentar detener a tantos participantes en el ataque del miércoles como sea posible. Y cualquiera que pretenda interferir de manera violenta con la transferencia de poder también debería ser arrestado.
Alguien tiene que rendir cuentas por todos los delitos que se han cometido a lo largo de los últimos cuatro años. ¿Acaso alguien duda de que los aliados y socios de Trump hayan participado en actos delictivos? No me digan que deberíamos mirar hacia delante, no hacia atrás; exigir responsabilidades por las acciones pasadas será crucial si queremos que el futuro sea mejor.
El apaciguamiento es lo que nos ha traído hasta aquí. Tiene que parar, ya mismo.
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