Brasil, un gigante abatido
El país que hace una década aspiraba a ser una potencia en el mundo se hunde en la crisis política y moral
São Paulo 8 ABR 2018 - 10:02 CEST
“¿Cuándo se jodió el Brasil? En 1500, cuando llegaron los portugueses”. La ironía de Clovis Rossi, uno de los más respetados periodistas brasileños, podría ser suscrita por millones de compatriotas. Es una sensación muy común, como si algo fuese mal desde el principio, como si sus problemas estuviesen tan anclados en la historia que difícilmente encontrarán solución. La rapiña colonial, un sangriento régimen esclavista que llegó casi hasta el siglo XX, una independencia sin héroes proclamada por el heredero de un rey portugués… Con un bagaje así, son muchos los que piensan que su país ya nació jodido y que la desigualdad social, la violencia y la corrupción forman parte de su naturaleza.
Hace apenas una década, todo era muy diferente. En 2008, mientras la crisis económica hundía a Europa y a EE UU, Brasil batía marcas de crecimiento, con un 7,5%. El viejo mito del país del futuro parecía a punto de ser realidad. Aquello era una potencia en ciernes, un gigante con una población de 200 millones que aspiraba a jugar un papel de primer orden al frente de la coalición de las naciones emergentes. Tanto confiaba el mundo en Brasil y tan seguros de sí mismos estaban los brasileños que de una tacada se hicieron con las sedes del Mundial de fútbol y de los Juegos Olímpicos. Y al comando, un héroe popular, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, cortejado por la elite de la política mundial.
Como si todo aquello hubiese sucedido en 1500 y no antes de ayer, Brasil es hoy un país arrasado por la crisis política y moral. Ni siquiera la recuperación de la economía, después de tres años desastrosos, ha conseguido aliviar el ánimo. Brasil tiene un presidente, Michel Temer, rechazado por más del 90% de sus ciudadanos. Tiene un Congreso con decenas de parlamentarios, incluidos los líderes de los principales partidos, investigados por corrupción. Sufre 60.000 asesinatos al año, con una guerra cotidiana en las favelas, y amontona entre rejas más de 725.000 personas, la tercera población carcelaria del mundo. Hasta Lula va camino de la cárcel, condenado por corrupción y dejando tras de sí la imagen de un país desgarrado, entre la rabia de sus seguidores y la euforia de los que celebran su desgracia.
Tanto se ha enfangado Brasil que, por primera vez desde el retorno de la democracia, en 1985, los mandos del Ejército se permiten hacer pronunciamientos políticos y lanzar amenazas veladas. Ahora se descubre que “muchos brasileños han perdido la vergüenza de defender la dictadura”, como apunta Clovis Rossi, veterano reportero del diario Folha de S.Paulo. Son los que han colocado en la segunda posición de las encuestas para las elecciones del próximo octubre al ultraderechista Jair Bolsonaro, un tipo que se ha negado a condenar el asesinato de la concejal y activista de Río de Janeiro Marielle Franco, otra reciente conmoción en el país.
Pero, sin remontarnos a 1500, ¿cuándo realmente empezó a torcerse todo? Hay una fecha clave, 2013. Ya con la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, en el poder, la apuesta del Partido de los Trabajadores (PT) por protegerse de la crisis mundial inyectando dinero público en la economía daba síntomas de agotamiento. Y de repente explotó el malestar social. La chispa fue por un motivo que parecía nimio, la subida del transporte público, y la mecha prendió por todo el país con grandes movilizaciones, protagonizadas por jóvenes de izquierda. Rousseff aún ganó las elecciones del año siguiente por el margen más estrecho de la historia, pero la situación se deterioró a toda velocidad. Brasil se precipitó a la peor crisis económica en un siglo. Para completar lo que Rossi llama una “combinación letal”, las investigaciones de los contratos de la petrolera pública Petrobras revelaron que el sistema político se alimentaba de una gigantesca red de corrupción.
“En los años anteriores el consumo se había extendido y estaba surgiendo una nueva mentalidad de exigencia con la calidad de los productos”, explica la socióloga Fátima Pacheco. “Esa idea se trasladó a la política. El viejísimo dicho de "roba pero hace" se transformó en "si roba, no hace". La tensión se desbordó en las calles entre 2015 y 2016. Ahora los manifestantes eran otros: la clase media que sufría la crisis y se indignaba con los escándalos. Los hasta entonces socios de centro derecha del PT reaccionaron destituyendo a Rousseff. Para la izquierda, fue el equivalente a un golpe de Estado. A Rousseff la sustituyó alguien tan impopular como ella, su vicepresidente, Michel Temer. “Y la pérdida de credibilidad se extendió a todo el sistema político”, apunta Pacheco.
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