ÁGORA
Esa cultura política que nos lastra
Ese fardo lo cargamos desde el periodo colonial, constituyéndose en lastre para América y el Caribe hispanoparlantes.
Más que la tenaz resistencia de las colectividades políticas y sociales que adversan los procesos de cambios, es la fuerza de la cultura política el lastre que generalmente obstaculiza, o hasta llega a impedir, cualquier proyecto transformador. Ello así, porque al ser esta el conjunto de valores, costumbres y prácticas en que discurre y se configura un sistema político, en mayor o menor grado envuelve a todos los sectores políticos y con ellos a toda la sociedad. Por consiguiente, es en esa cultura donde vive y reproduce ese germen llamado continuidad del antiguo un régimen que corroe o lastra todo intento de cambios. Recientes declaraciones o auto imputaciones de funcionarios y determinadas prácticas en la presente administración confirman este aserto.
A ese propósito, constituye un lastimoso ejemplo las recientes declaraciones de una funcionaria, que siendo elegida diputada renunció de ese mandato popular a los tres días de instalarse el nuevo gobierno para ocupar un puesto en esta administración. Instalada como Superintendente de Seguros, aumenta la nómina de la institución. “Tengo que nombrar mi gente”, fue su desparpajado alegato. Ese hecho insólito, impensable en un país normal, sólo produjo ruido. Ninguna consecuencia. Otra muestra: en un acto eminentemente político, sectores religiosos se congregan frente al Congreso para presionar, fustigar y demonizar a los congresistas que osaren desoír sus concepciones sobre sus ideas/fe sobre el aborto, una cuestión universalmente aceptada como algo del ámbito privado.
Nuestra administración pública adolece de muchos lastres, pero el más tóxico es el criterio de selección de los funcionarios basado en la supuesta o real lealtad política de estos al gobierno de turno. Esa práctica determina un funcionario rehén, de precarios o inexistentes derechos laborales; además de una inaceptable limitación del derecho al trabajo a personas de probado talento y talante. Este problema preocupa a la actual administración y da muestra de querer enfrenarlo, pero en muchas dependencias algunos de sus principales incumbentes, presas de la vieja cultura política, recurren a la inaceptable práctica de “poner a mi gente”, tengan o no competencia.
Así, nuestro país difícilmente podrá superar el drama de miles de reales trabajadores que cada cuatro años padecen el estrés que produce la incertidumbre de su permanencia o no en sus puestos y la sensación de otros tantos de no tener espacio en el nuevo gobierno. Tampoco, que se produzcan hechos deplorables, como el de los médicos cancelados y precipitadamente reintegrados ante la amenaza de una huelga del sector salud en plena pandemia. Esas circunstancias la producen la idea de que “el poder es para usarlo” o un “manjar”, que el Estado es patrimonio de quienes formalmente lo controlan y/o de determinados poderes fácticos.
Ese fardo lo cargamos desde el periodo colonial, constituyéndose en lastre para América y el Caribe hispanoparlantes. Aquí, quizás como en ningún otro país, el Estado es la principal fuente de empleos, el que asigna recursos y compra voluntades tengan talento o no. En los países donde se ha querido superar la cultura patrimonialista del Estado se ha apostado a políticas de inclusión social, reformistas o revolucionarias y de institucionalización enfrentando ancestrales los privilegios. Los resultados han sido relativamente pobres, porque esa apuesta la han impulsado líderes voluntarios, básicamente, y no gobiernos racional, funcional y democráticamente estructurados.
La esencia patrimonialista de nuestra cultura política sólo produce ineficiencia, negación de derechos, inequidad, miserias humanas para lograr y/o mantener un puesto, además de y corrupción generalizada y eso no lo supera una sola voluntad. Por consiguiente, como sociedad debemos reflexionar sobre la manera de superar el farto que supone para nuestro sistema político esa concepción patrimonialista del Estado surgida después de la independencia de las colonias, incluso en otros continentes, constituye una herencia que no lo extirpa ninguna figura, es más, ni siquiera un partido, sino una voluntad colectiva pensada e impulsada de manera sostenida con propuestas de transformación decididamente democráticas.
En tal sentido, las propuestas de cambios en la administración pública en todos los niveles del Estado, gobierno central, municipios y distritos municipales deben tener como eje central los temas de la limitación del número de cargos de confianza, o de discrecionalidad exclusiva del jefe del equipo de las instancias gubernamentales, incluyendo la Presidencia, de los derechos laborales, las jubilaciones y sus montos de acuerdo a tiempo total de trabajo y de cotización en la administración pública, y no de un periodo puntual de ejercicio laboral. Toca a otras instancias del gobierno garantizar el innegociable derecho a la sindicalización de los trabajadores como forma de garantizarles salarios dignos, y de limitar la incidencia de los poderes fácticos en las esferas de lo público.
Sólo así transitaremos el camino de la gobernabilidad, otras de las condiciones indispensables para vencer la cultura de la exclusión, consustancial al patrimonialismo, que ha lastrado el ideal democrático por el que tanta sangre generosa se ha derramado en este país y en toda la región
https://acento.com.do/opinion/esa-cultura-politica-que-nos-lastra-8929078.html
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