RD no tiene las grandes catedrales y museos europeos. Pero tiene fantásticos templos a la naturaleza: los parques nacionales. Este invento de EEUU cumple un siglo. Privatizarlos (como hemos hecho en RD) no era parte del plan https://t.co/Q2YnsQS1Tu— Grupo Jaragua (@grupojaragua) 19 de septiembre de 2018
La ‘mejor idea de América’ cumple cien años
Hace un siglo EE UU aprobó la ley que creaba su sistema de parques nacionales
Era su respuesta a la Europa de los museos y las catedrales medievales
Washington
Es una de las paradojas que explican Estados Unidos en todos sus matices, más allá de las caricaturas. Uno de los mayores símbolos de este país identificado con el capitalismo más desregulado es propiedad del Estado federal. Salvo quizá las fuerzas armadas, no hay institución más socialista, en su organización, que los parques nacionales: igualitaria, pública, sin clases sociales. Y, como las fuerzas armadas, los parques nacionales son el espejo en el que se proyecta la identidad nacional.
Tres rangers, guardas con el uniforme y sombrero asociados a figuras de la cultura popular como el Oso Yogui, custodian el documento original del Organic Act, ley que hace 100 años creó el sistema de parques nacionales. El documento se expone en una vitrina a unos metros de la sala de los Archivos Nacionales de Washington donde pueden verse los textos fundacionales de EE UU: la declaración de independencia, la Constitución y la Carta de Derechos.
La compañía no es fortuita. La ley orgánica, firmada por el presidente Woodrow Wilson el 25 de agosto de 1916, tiene, como los otros documentos, un carácter fundacional. Es la Constitución, todavía vigente, de la red de parques y monumentos nacionales que vertebra la conciencia ecológica del país: el vínculo de una nación urbana, industrial y comercial con los grandes espacios y la naturaleza primigenia.
“Desde el inicio del sistema de parques nacionales, los parques han sido diseñados y gestionados para ser accesibles a todos los americanos como parte de su derecho de nacimiento. Esto contrastó con los grandes terrenos rurales europeos que solo estaban abiertos a la aristocracia, dejando al ciudadano medio con poco acceso al mundo natural”, explica en un correo electrónico el profesor Robert Keiter, de la Universidad de Utah, autor de To Conserve Unimpaired: The Evolution of the National Park Idea (Conservar intacto: la evolución de la idea del parque nacional). La vieja Europa tenía el Louvre y las catedrales medievales; la joven nación americana, los templos naturales de Yosemite, Yellowstone o el Gran Cañón.
Las 412 áreas que integran el sistema, con una extensión de 340.000 kilómetros cuadrados, recibieron en 2015 307 millones de visitas. Obama, que ha protegido más acres de terreno y agua pública que ningún otro presidente, celebró el centenario dedicándole su último discurso semanal. “No hay nada tan americano”, dijo citando al presidente Franklin Delano Roosevelt. “La idea fundamental que hay tras los parques es que el país pertenece a la gente”.
Espejo e ideal de EE UU, y modelo para el resto del mundo, los parques nacionales han reflejado las pasiones de cada tiempo. El centenario coincide con un debate renovado sobre su financiación y mantenimiento. Quienes, desde una óptica conservadora, cuestionan el intervencionismo público en la economía, ponen en duda el control del poder central sobre ellos.
Tampoco escapan a la revisión permanente de la historia. En este caso, a la conciencia de que, antes de ser declarados parques nacionales, no eran bosques o montañas prístinos, ni el edén imaginado por los caballeros ilustrados —la mayoría eran hombres— de la costa Este que en el siglo XIX se maravillaban ante su fauna y flora, sino que eran lugares, en muchos casos, habitados por americanos nativos. Aún pervive el mito según el cual los parques eran lugares inhabitados que merecían ser preservados intactos. Una visión romántica que, como escribió Mark David Spence en Disposessing the Wilderness: Indian Removal and the Making of the National Parks (Desposeer la naturaleza: el traslado de los indios y la creación de los parques nacionales), obvia que “los pueblos nativos modelaron estos entornos durante milenios, y que, por tanto, parques como Yellowstone, Yosemite y Glacier eran más representativos de viejas fantasías sobre un continente a la espera de ser descubierto que de las condiciones reales en los tiempos de Colón o la aventura de Lewis y Clark”.
Desde la fundación de EE UU, las tensiones por el uso y la propiedad de la tierra han sido recurrentes. En The Wilderness Warrior (El guerrero de la naturaleza), biografía de Theodore Roosevelt —“el presidente naturalista”, le llamaban—, el historiador Douglas Brinkley recuerda una pelea entre el presidente John Quincy Adams y el futuro presidente Andrew Jackson que definiría los términos de la discusión venidera. En 1828, Adams creó una reserva en la isla de Santa Rosa, en la bahía de Pensacola, en Florida. El objetivo no era ecológico: la madera de los robles en la isla debía servir para construir navíos de guerra. Pero en las elecciones de 1832, el candidato Jackson lo convirtió en tema de campaña y denunció la iniciativa de Adams como una expropiación ilegal del Gobierno federal.
Eran los primeros antecedentes de los esfuerzos, en la segunda mitad del XIX, de preservar terrenos naturales ante la explotación humana. En 1858, Henry David Thoreau escribió: “¿Por qué no deberíamos tener nuestras reservas nacionales… en las que el oso y la pantera, e incluso algunos de la raza de los cazadores, pudieran seguir existiendo sin ser borrados por la civilización de la faz de la tierra, y nuestros bosques preservados, no para el deporte ocioso sino para la inspiración y nuestra auténtica recreación?”. La idea de la conservación como “el mayor bien, para el mayor número, durante el tiempo más largo”, según una definición de la época, cuajaría medio siglo después con la llegada a la Casa Blanca de Theodore Roosevelt, el presidente que convirtió en prioridad la conservación de los recursos naturales como un ideal “democrático en espíritu, propósito y método”.
Entonces ya existían 35 parques y monumentos nacionales, entre ellos el de Yellowstone, el primer parque nacional de EE UU y del mundo. La Organic Act codificó el sistema y lo organizó, con la creación en National Park Service, oficina dependiente del Departamento de Interior que se encargaría de su gestión. El objetivo era noble pero difícil de cumplir, por contradictorio: dejar los espacios intactos y al mismo tiempo disponibles para el disfrute del público y las generaciones futuras.
La masificación, la polución, la desaparición de especies depredadoras o el cambio climático han hecho mella. “Yellowstone, la primera reserva salvaje de la humanidad se está convirtiendo (…) en un gran teatro masificado”, escribió en 1998 Robert D. Kaplan en su ensayo Viaje al futuro del imperio. “Aunque el mandato […] exige a los agentes del parque que eviten que queden dañados para las generaciones venideras, los parques ya han sido dañados”, escribe William Lowry en Repairing Paradise: the Restoration of Nature in America’s National Parks (Reparando el paraíso: restauración de la naturaleza en los parques nacionales de América, 2009). “En los años recientes, por tanto, los políticos han intentando revertir las políticas tradicionales reintroduciendo especies eliminadas, reduciendo el tráfico en automóvil, rellenando suministros de agua fresca y restaurante flujos de agua naturales”.
Los parques están lejos de ser paraísos terrenales aislados del mundanal ruido. Cuando hace dos años la Administración federal tuvo que cerrar durante unos días por una disputa presupuestaria entre demócratas y republicanos, los parques también dejaron de funcionar. Su carácter público forma parte del ADN de EE UU. Habrían podido caer en manos de grandes terratenientes, pero, como escribía hace unos días el columnista Nicholas Kristof en ‘The New York Times’, “afortunadamente, partir de finales del siglo XIX, una serie de líderes políticos visionarios propugnaron que los lugares naturales más gloriosos de América fueran una reserva común para todos”.
“Que nuestros parques nacionales estuviesen abiertos a todos desde el principio”, dice el profesor Keiter, “era coherente con la política histórica de terrenos públicos de la nación, que evitaba los monopolios poniendo a disposición de los ciudadanos las tierras del Oeste para que se asentasen en ellas con la venta de fincas públicas y otras leyes, pero con limites en la extensión para evitar la acumulación de amplias propiedades privadas. Así que los parques nacionales me parecen una institución democrática, no socialista”.
Con todos sus problemas, las sombras de su historia y las amenazas futuras, fueron, y quizá son aún, “la mejor idea de América”, como dijo el escritor William Stegner. Como mínimo, una de las que mejor refleja el espíritu de este país.
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