El senador Tucano
Me gustaría escribir una novela que llevara ése título. Un senador regodeándose en su gloria (porque todo lo importante, grande, extraordinario que se hace emana del deseo de gloria), destornillándose de la risa, como si él fuera la figura fantástica del desencanto y la abominación pública que nos saca la lengua y nos enseña el trasero.
Dibujar en ese personaje todos ésos fantoches que viven en la idolatría del dinero, y que han prosperado de forma exorbitante gracias al simulacro de democracia en que vivimos, y a la desgracia inconmensurable de habitar el país del “na’ e na’”. Claro que también podría aparecer en mi novela “El general Tucano”, “El coronel Tucano” o el “Diputado Tucano”, y hasta “El Presidente Tucano”. Pero me inclino más por “El senador Tucano”, puesto que la palabra senador tiene su historia.
Como hoy día estamos perdidos para todas las causas, la gente piensa que un senador es un tipo que cena varias veces en la noche. En la Roma antigua el Senado era un cónclave de ancianos.
La palabra misma viene de lo que hemos latinizado con la expresión “Senectute” que quiere decir viejo, anciano. Ese cónclave operaba como un consejo consultivo, puesto que en la antigüedad la sapiencia se emparejaba a la ancianidad. Pero su verdadero poder residía en el valor implícito de los años vividos de sus integrantes, y el saldo experiencial derivado de ello. Muy lejos de ese senado de “barrilito” y “comisiones” de nuestro personaje.
El senador Tucano, personaje de mi novela, es dueño de una vergonzosa bajeza y mientras lee los diarios que informan de las investigaciones en el extranjero sobre la comisión de 3.5 millones de dólares que compartió con “El coronel Tucano”, se dice para sí: “-!Mierda, están perdiendo su tiempo, en esta media isla del carajo nunca ocurre nada!-”. El senador Tucano vive en el sur corto, no en el largo del otro senador; y conoce a pie juntilla las capuchas invisibles del miedo. Él sabe que en el trujillismo el miedo y el silencio fueron convertidos en modos de vida obligatorios, y que con ligeras variantes eso continúa porque Trujillo se fugó del bronce de las estatuas, y supervive en las mentes de nuestros “líderes”, y en el tieso entramado de las instituciones. “!Pendejos!”- grita desgañitado el Senador Tucano, y la esposa que ha llegado con un vaso de jugo de limón, abre los ojos despavorida y le pregunta – “A quién le habla, querido”-. Y él, volviendo a gritar, le dice: -“A todos ésos que creen que porque esa investigación de los Tucanos se hace en USA vamos a caer presos. ¡Mierda! ¡Lo cogimos y qué! Que venga uno sólo de mis compañeros a hacerse pasar por honesto, que le voy a cantar la murga del colibrí, para que se enteren todavía de la más ancha y más honda podredumbre. Aquí cogemos todos, óyelo bien, cogemos todos, y no es cosa de que el que esté libre que tire la primera piedra, coño; es que no hay piedras, es que si se abajan a buscar una sola piedra para tirarla no encuentran nada, porque quizás ya se las han robado. ¡Aquí cogemos todos! ”-, exclamó, bebiéndose un trago refrescante del jugo de limón.
Corro el riesgo, eso sí, de que mi personaje adopte el sesgo de la Picaresca española, porque en ése Senado de la República, y en la Cámara de diputados, los pícaros dominan la escena. Salvando, claro está, el hecho de que en la coyuntura de los llamados “siglos de oro” español, junto a la abundancia que proporcionaron a las cortes las riquezas provenientes del mundo americano, pululaba el hambre y la mendicidad; y ser pícaro era una forma de sobrevivencia. Mientras que nuestra picaresca legislativa es un antro de corrupción decepcionante y penosa, carente por completo de creatividad.
Pero por muy enrevesado y extravagante que pueda parecer el personaje del “Senador Tucano”, da una dimensión de época, y se corresponde umbilicalmente con la fétida realidad que estamos viviendo. Me preocupa el final. Los dominicanos somos los huérfanos de la historia, parece que siempre perdemos, que siempre nos joden, que siempre terminamos con un cañón en el culo. Por eso, mi personaje novelesco, “El senador Tucano”, aparece al final celebrando y alegre a más no poder, mientras grita: “Que viva el barrilito, coño”. “Aquí cogemos todos”.
Dibujar en ese personaje todos ésos fantoches que viven en la idolatría del dinero, y que han prosperado de forma exorbitante gracias al simulacro de democracia en que vivimos, y a la desgracia inconmensurable de habitar el país del “na’ e na’”. Claro que también podría aparecer en mi novela “El general Tucano”, “El coronel Tucano” o el “Diputado Tucano”, y hasta “El Presidente Tucano”. Pero me inclino más por “El senador Tucano”, puesto que la palabra senador tiene su historia.
Como hoy día estamos perdidos para todas las causas, la gente piensa que un senador es un tipo que cena varias veces en la noche. En la Roma antigua el Senado era un cónclave de ancianos.
La palabra misma viene de lo que hemos latinizado con la expresión “Senectute” que quiere decir viejo, anciano. Ese cónclave operaba como un consejo consultivo, puesto que en la antigüedad la sapiencia se emparejaba a la ancianidad. Pero su verdadero poder residía en el valor implícito de los años vividos de sus integrantes, y el saldo experiencial derivado de ello. Muy lejos de ese senado de “barrilito” y “comisiones” de nuestro personaje.
El senador Tucano, personaje de mi novela, es dueño de una vergonzosa bajeza y mientras lee los diarios que informan de las investigaciones en el extranjero sobre la comisión de 3.5 millones de dólares que compartió con “El coronel Tucano”, se dice para sí: “-!Mierda, están perdiendo su tiempo, en esta media isla del carajo nunca ocurre nada!-”. El senador Tucano vive en el sur corto, no en el largo del otro senador; y conoce a pie juntilla las capuchas invisibles del miedo. Él sabe que en el trujillismo el miedo y el silencio fueron convertidos en modos de vida obligatorios, y que con ligeras variantes eso continúa porque Trujillo se fugó del bronce de las estatuas, y supervive en las mentes de nuestros “líderes”, y en el tieso entramado de las instituciones. “!Pendejos!”- grita desgañitado el Senador Tucano, y la esposa que ha llegado con un vaso de jugo de limón, abre los ojos despavorida y le pregunta – “A quién le habla, querido”-. Y él, volviendo a gritar, le dice: -“A todos ésos que creen que porque esa investigación de los Tucanos se hace en USA vamos a caer presos. ¡Mierda! ¡Lo cogimos y qué! Que venga uno sólo de mis compañeros a hacerse pasar por honesto, que le voy a cantar la murga del colibrí, para que se enteren todavía de la más ancha y más honda podredumbre. Aquí cogemos todos, óyelo bien, cogemos todos, y no es cosa de que el que esté libre que tire la primera piedra, coño; es que no hay piedras, es que si se abajan a buscar una sola piedra para tirarla no encuentran nada, porque quizás ya se las han robado. ¡Aquí cogemos todos! ”-, exclamó, bebiéndose un trago refrescante del jugo de limón.
Corro el riesgo, eso sí, de que mi personaje adopte el sesgo de la Picaresca española, porque en ése Senado de la República, y en la Cámara de diputados, los pícaros dominan la escena. Salvando, claro está, el hecho de que en la coyuntura de los llamados “siglos de oro” español, junto a la abundancia que proporcionaron a las cortes las riquezas provenientes del mundo americano, pululaba el hambre y la mendicidad; y ser pícaro era una forma de sobrevivencia. Mientras que nuestra picaresca legislativa es un antro de corrupción decepcionante y penosa, carente por completo de creatividad.
Pero por muy enrevesado y extravagante que pueda parecer el personaje del “Senador Tucano”, da una dimensión de época, y se corresponde umbilicalmente con la fétida realidad que estamos viviendo. Me preocupa el final. Los dominicanos somos los huérfanos de la historia, parece que siempre perdemos, que siempre nos joden, que siempre terminamos con un cañón en el culo. Por eso, mi personaje novelesco, “El senador Tucano”, aparece al final celebrando y alegre a más no poder, mientras grita: “Que viva el barrilito, coño”. “Aquí cogemos todos”.
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