Cada vez que se aborda la corrupción pública se piensa en funcionarios, como si las obras y servicios que se le prestan al Estado fueran ejecutados solo por burócratas. No. Las tramas de las grandes defraudaciones están atadas a los sistemas de contrataciones públicas y quienes licitan son mayoritariamente empresarios; los funcionarios operan otros esquemas. De manera que en el relato de la corrupción hay corruptos y corruptores.
¿Qué ha pasado en los últimos treinta años? Que los funcionarios no se han conformado con una simple “prestación” intermediaria: han ido por más y lo han logrado a través de la tercerización; así, eliminan al empresario del negocio y contratan con ellos mismos usando a terceros aparentes (prestanombres y estructuras corporativas de dilución). Las compensaciones de este modelo, sin embargo, no son las más jugosas, porque solo cubre el mercado de los bienes y servicios, no así el de las obras públicas, ese que compromete los grandes presupuestos de inversión social.
Cualquiera, por así decirlo, puede especular como agente en el tráfico de bienes o en la prestación de servicios no especializados, pero no todo el mundo puede construir grandes obras públicas, cuya ejecución supone una organización empresarial preestablecida. Aquí entran los empresarios. La situación, sin embargo, no sería tan sensible si hubiera un mercado de amplia oferta y participación, donde se pudiera competir en precios y calidad. Pero no: la realidad es que nuestra economía, caóticamente salvaje, es una de las más concentradas y opacas de la región, dominada por oligopolios inamovibles que detentan las grandes oportunidades, incluyendo las estatales.
Siempre he dicho que en el análisis de la corrupción prevalece un sesgo cultural irredimible que excluye de la ecuación factores tan básicos como la estructura del mercado y el sistema de contrataciones. Los funcionarios son apenas la contraparte de otro sector siempre exculpado: el empresario, que participa en el mismo esquema de contratación que el político, con todos sus vicios, trastoques y tamices. La diferencia entre uno y otro es que el funcionario goza de la oportunidad transitoria que le da el puesto, no tiene medios de comunicación ni aval social ni goza de la presunción de riqueza al amparo de la cual puede excusar cualquier sospecha; el empresario, en cambio, controla estructuras económicas permanentes, danza en todos los gobiernos, induce y manipula la opinión pública, está socialmente acreditado y, según nuestros códigos de impunidad, no se corrompe “porque ya no necesita dinero”. Esa es una valoración patéticamente ingenua de la realidad que domina la pobre cultura en contra de la corrupción pública.
He convivido internamente con esa realidad por más de treinta años y conozco las honduras de esos intereses y puedo confesar fehacientemente que algunas tramas imputadas como impúdicas en la clase política son jueguitos de muñecas frente a lo que he visto en esos recovecos. Un oscuro ambiente dominado por la autocensura.
Decir que aquí hay fortunas políticas que superan a las de empresarios tenidos como tradicionales o las de grandes contratistas es un chiste de mal gusto o desconocer dónde se vive. Sí, aquí hay exfuncionarios que han acopiado fortunas escandalosas de primera generación, pero nunca comparables con las que han resultado de una acumulación concentrada e histórica de riqueza. Esa fortuna tradicional no significa “limpia” como se ha impuesto como dogma cultural en una sociedad de bajas comprensiones autocríticas. Tal argumento suele invocarse para victimizar a ciertos centros de poder, sobre todo cuando se habla de reformas fiscales o de políticas corporativas de transparencia. Intereses que no necesariamente se construyeron de forma ortodoxa, muchas veces sobre la base de privilegios, concesiones, protecciones, privatizaciones, colusiones y tratos preferentes en distintos grados y gobiernos para controlar mercados o legitimar abusos de posiciones de dominio.
La idea de control social de ciertos núcleos ha sido vender a los políticos como los corruptos o responsables de todos los males y a los empresarios como dóciles víctimas de sus depredaciones. Falso. Si el político corrupto es un oportunista, el empresario corrupto es un profesional. Los intereses de los políticos vienen y van; los de los empresarios, en cambio, siempre se quedan. Los políticos tienen las oportunidades; los empresarios, las estructuras. La corrupción como práctica no distingue clases, actividades ni extracciones, sobre todo en economías distorsionadas como la nuestra, marcada por colindancias tan cercanas de intereses. Aquí vale decir, en inmejorable dominicano, que “nos conocemos todos”.
¿Alguien ha olvidado la lección de los fraudes bancarios? Si esos timos se dieron impunemente en un sector “controlado” como el financiero, ¿qué pensar o esperar de sectores de la economía abandonados al derecho del más fuerte? ¿Acaso fueron políticos los que causaron un fraude de tal magnitud que nos llevó a veinte años de atraso? No: fue delincuencia de cuello blanco; impolutos empresarios de la banca. Sí: hubo una componenda política y un sistema vulnerable u omiso de supervisión, pero quienes explotaron esas fragilidades fueron banqueros, cuyos lujos y excesos cargamos con un déficit cuasifiscal a cuesta como daga en el lomo.
Odebrecht no vino a enseñarnos; aprendió rápidamente “los mecanismos” locales y fueron tan fáciles y compensatorios que optó por trasladar al país su centro de soborno internacional. Un paraíso de negocios. Encontró los canales, los agentes, los recursos y las plataformas montadas.
Una verdadera lucha en contra de la corrupción tiene que “ensanchar” su acción y alcanzar a los intereses colaterales, esos que no se muestran pero participan derivando más dividendos que los de los propios políticos; los que usan la marca social, la tradición de un nombre, la fuerza del mercado o la coacción de un monopolio para escudar fraudes e imposiciones. El descrédito de cualquier avanzada en contra de la corrupción empieza cuando discrimina su accionar según rangos y nombres, y, en ese reparto, los empresarios no son suizos. Que quede claro, para que después no se hable de ataques al libre mercado: llegó el momento de doblar el guía y recoger a los que nunca aparecen. Y es que detrás de un político corrupto se esconde... una niña linda.
Diario Libre