Venezuela: qué pasa en Caracas (lejos de las protestas de la oposición y del “gran plantón” contra Maduro)
A la 1 del mediodía de un día como hoy, Érica debería estar trabajando en una consulta de radiología. Este lunes, sin embargo, está comprando dos kilos de una calabaza de intenso color naranja.
"Mi jefe me ha dicho que no vaya a trabajar", me cuenta mientras el tendero descuartiza la auyama, como se llama en Venezuela a la calabaza.
Estamos en la redoma de Petare, uno de los barrios populares más grandes de América Latina.
Entre montones de basura, cientos de vendedores informales comercian con frutas, verduras, sardinas y muchos de los productos que no se encuentran nunca en un supermercado.
Aquí están a un precio muy superior al regulado por el gobierno.
El "plantón nacional" al que convocó este lunes la oposición de Venezuela para protestar nuevamente contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro por la situación de crisis que atraviesa el país parecería que no influye en el caos perpetuo de esta plaza.
"Afecta, se vende mucho menos, viene menos gente. Se quedan en casa por miedo", cuenta el vendedor que ha partido la calabaza para Érica.
A su lado, en otro puesto, otro joven vende sardinas a un precio muy económico. Es quizás la fuente de proteína animal más barata para la población venezolana, que ha visto cómo la subida continua de precios por la inflación ha convertido en casi prohibitivos el pollo y la carne.
Las colas
Al salir de Petare, en un pequeño centro comercial es la hora del almuerzo y algunas pocas personas están comiendo. Pero donde más gente se ve es en la cola de una sucursal del Banco de Venezuela.
"Es para pagar los CLAP", me explica una mujer. Se refiere a la bolsa de comida de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), la solución del gobierno contra la escasez y el sobreprecio del que acusan a los canales privados de distribución.
Por el precio de 10.000 bolívares (poco más de US$2 en el cambio en el mercado negro en este momento), los consejos comunales reparten entre los vecinos censados una bolsa con tres paquetes de arroz, tres de azúcar, dos de pasta, uno de granos, dos latas de atún, un aceite y un kilo de leche en polvo.
Es un precio muy beneficioso, pero la entrega es desigual. "A mí es la primera vez que me la van a dar", dice la señora, que mira el reloj con impaciencia. Si no ha pagado antes de las 5:00 de la tarde, el miércoles no recibirá la bolsa. Por ello, no tiene interés en manifestaciones.
"Menos movimiento"
Cerca de ahí, en el barrio de clase media de La Urbina, apenas hay actividad en un hipermercado. Fuera, en la esquina espera un taxista.
"De los 17 compañeros de la cooperativa, sólo vinimos a trabajar 4 y ya sólo quedo yo", cuenta Ricardo, quien apenas ha hecho dos carreras.
"Hay menos movimiento, la gente sale menos de casa", dice. Cuando toma a un cliente se aleja la máximo de las zonas de protestas. Teme que dañen su auto, su único capital de trabajo como autónomo.
Ricardo es chavista. Votó siempre por Hugo Chávez y lo hizo también por Nicolás Maduro. "Pero esto sólo se va a resolver con un cambio", admite. Culpa al gobierno, pero también a la oposición por la polarización del país.
"La protesta no genera más que más paro, heridos, enfado", dice. Pese a no ser opositor, siente en ocasiones ganas de unirse a las multitudinarias protestas y aportar.
El taxista tiene a dos de sus tres hijas fuera del país y la otra está preparándose para salir también. "Entiendo a la oposición. Eran gente de clase media-alta que ahora tiene problemas", dice comprensivo mientras hace un llamado al entendimiento entre las dos Venezuelas, ahora muy enfrentadas.
"Yo mismo antes tenía para ir a la playa, para comprarme zapatos y para beberme una botella de whisky. ¿Eso en otros países es ser clase alta?", me pregunta con candidez Ricardo, que viste una limpísima camisa azul, tan pulcra como el auto que espera de momento en vano a que se suba un cliente.
"No me gusta a mí mucho eso"
De Petare y La Urbina, en el este de Caracas, me dirijo al centro. Para ello, en un día normal, atravesaría la autopista Francisco Fajardo, el gran eje vial de la capital de Venezuela.
Pero ya miles de manifestantes de la oposición ocupan una parte de la vía y hay que buscar soluciones. El tráfico es fluido, escaso, más de fin de semana que de lunes.
En el centro, el popular mercado de Quinta Crespo, como todos los lunes, está cerrado. Alrededor, sin embargo, están los puestos de frutas y verduras más informales.
"Tenemos cuatro hijos que alimentar", me dice Emily, que regenta un puesto de verduras, al responder a la pregunta de si les gustaría ir a una marcha, sea de uno u otro bando. Sus niños han ido este lunes a la escuela, pero no es el caso de todos en una ciudad en la que muchos se resguardan cuando hay movilizaciones masivas.
"No me gusta a mí mucho eso", dice sobre las marchas Emily, que teme enfrentamientos. Vive en el El Valle, un barrio humilde donde la pasada semana hubo saqueos y disturbios. "Se metió gas lacrimógeno en la casa y les afectó a mis hijos. Es algo que yo no había vivido en mis 34 años y asusta".
Su marido, más atrevido, añade. "A mí me gustaría ir, pero hay que ganar real", dice mientras da el precio de una pequeña cestita de ajos.
Como un sábado
Enrique trabaja en una distribuidora de alimentos para mayoristas. "Nuestros clientes vienen sobre todo del este de Caracas, y hoy han venido menos", dice. En esa zona es donde este lunes se realiza el plantón en la autopista.
Al menos este lunes el metro no estaba cerrado, algo que suele pasar cuando hay concentraciones opositoras. "Pero parecía sábado, apenas había madres llevando a los chamos (niños) a la escuela", dice Enrique.
A él no le gusta acudir a las marchas. ¨Siempre hay violencia y terminan pagando los güevones (tontos)", afirma.
El miércoles de la pasada semana, que fue un día de grandes marchas tanto de la oposición como del gobierno, el comercio sí cerró. "El jefe fue", revela Enrique, que explica cómo en los últimos años la empresa ha pasado de tener 60 a 30 empleados por la crisis.
Unos metros más allá, Eduardo exprime naranjas y llena dos jarras grandes de plástico de un jugo demasiado azucarado. "Se nota cuando hay marcha. Yo a esta hora otro día habría vendido ya dos sacos de naranja", me dice mostrando el segundo, aún recién abierto.
"La gente se queda más en su casa por miedo, no lleva a los chamos a la escuela", afirma. De hecho, el comercio de unos chinos que le venden las pajitas está cerrado, así que toca beber el jugo directamente del vaso.
¿Y tú no vas nunca a las marchas?, le pregunto. "No, tengo que ganar real", dice, práctico.