República Dominicana, en contraste con muchas naciones de nuestra América, se ha caracterizado desde 1966 por haberse desarrollado democráticamente de modo paulatino pero progresivo. ¿Qué explica esta exitosa consolidación democrática que ha permitido celebrar elecciones de modo ininterrumpido desde 1966, en un ambiente de pleno respeto de las libertades públicas desde 1978 y con transparencia electoral desde 1996?
Primero, los liderazgos personales de Balaguer, Bosch, Peña Gómez y las presidencias de Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco, Leonel Fernández, Hipólito Mejía, Danilo Medina y Luis Abinader, que -con la excepción de Balaguer- nunca cedieron a tentaciones autoritarias.
Segundo, la existencia de partidos fuertes, como lo han sido el PRD, el PLD, el PRM y la emergente Fuerza del Pueblo, liderados por Miguel Vargas, Medina, Abinader y Fernández, todos herederos de dos tradiciones de organización partidaria -la neoboschista del centralismo democrático encarnada principalmente por el PLD y la Fuerza del Pueblo, ahora matizada por la necesaria masificación, y la originalmente boschista, desarrollada en el PRD por Peña Gómez, y encarnada ahora también en el gobernante PRM, de partido “atrápalo todo” (Kircheimer) y policlasista-, y que todavía siguen convocando con gran intensidad la entusiasta adhesión político-electoral de militantes y simpatizantes, siendo, además, capaces de alcanzar consensos en los momentos críticos de la nación.
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Y, tercero, la prevalencia del más pragmático ciudadano democrático latinoamericano: el dominicano, quien, aunque no haya vivido la terrible tiranía trujillista ni la dictablanda balaguerista, tiene viva la memoria de sus crímenes, por lo que, no hace caso a los cantos de sirena populistas que anuncian el ascenso de los autócratas, se decanta siempre por el voto útil y prefiere, incluso, resolver la incertidumbre electoral en primera vuelta.
Lógicamente, nuestra democracia no floreciera sin desarrollo económico sostenido ni estabilidad macroeconómica, fruto del pacto de grupos empresariales, que, comprometidos siempre con el desarrollo de la economía y contrario a otras de la región, ponen todos sus huevos de inversión en la canasta dominicana.
Nuestra democracia tampoco fuera posible sin los más capitalistas de todos los latinoamericanos, que somos los dominicanos de todas las clases sociales, deseosos de prosperar, educarse, y de devenir propietarios y no simples proletarios. Este weberiano “espíritu del capitalismo”, base del emprendimiento criollo, desde el vendedor ambulante hasta la más grande corporación, es lo que explica, por lo menos, según afirma Pedro Mir, remontándose al fructífero comercio intérlope con Inglaterra, Francia y Holanda, devastado lamentablemente en 1604 por órdenes de la anticapi Corona española, por qué hoy, para los dominicanos que permanecieron en la isla, se fueron o “regresaron en yolas” (Torres Saillant), tanto en Santo Domingo, como en Estados Unidos y Europa, la empresa se asume “como vocación”.
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Peligrosos nubarrones -merecedores de una próxima columna- amenazan, sin embargo, nuestro manifiesto éxito democrático: la desafección política, el deseo de no contradecir la opinión de la multitud digital; las falencias de la democracia interna de los partidos; el populismo in nuce; un modelo económico que no fomenta la educación, la innovación, la competitividad, la creación de empleos formales y dignos, la inclusión social, el acceso al crédito, la inversión y el desarrollo público-privado y nacional-extranjero de las indispensables grandes infraestructuras; y un “Estado fallando” en aspectos claves como seguridad ciudadana y jurídica, transparencia pública y responsabilidad estatal.
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