Carta de despedida (a Danilo Medina)
Si pudiera graficar en una curva el frenesí del poder, diría que en su vida se notarían dos momentos cimeros: cuando usted logró la habilitación constitucional para conseguir su reelección y al ganar las elecciones de 2016 con aquel mítico 61.74 %. Su segunda gestión, sin embargo, se abrió con escabrosos altibajos, y no era para menos: la autoridad judicial brasileña ya había requerido a Joao Santana como pieza clave en el “mecanismo” de Lava Jato y el monstruo de Odebrecht apenas despertaba de su siesta. No creo que a partir de entonces usted haya dormido bien; en su perturbada soledad se desató una lucha infernal de emociones cruzadas que soportó calladamente.
En la gráfica imaginaria que le comento, veo los primeros dos años de su segundo gobierno como una curva accidentada de caídas en cascada. Aquel presidente ameno, relajado y cercano perdió la sonrisa. Asustado, abstraído y con la dermatitis al rojo vivo, tuvo que esperar más de un año por mejores señales. Pero usted no podía acobardarse ni mostrar sus inseguridades; además, quien gobernaba era un Medina Sánchez, el vástago más curtido de una familia metálica, fría y de voraces ambiciones. Evoco la frase de su infundida hermana: “el momento es perfecto para perpetuarnos”.
Ese filoso 62 % estaba clavado en la médula de sus obsesiones, recordándole a cada minuto que era más grande que las circunstancias. Tal intuición alcanzó talla de convicción cuando sus amigos empresarios, contratistas y funcionarios (esos que ya empiezan a borrarlo de sus contactos) le decían que usted dirigía el mejor gobierno de todos los tiempos. Sacó entonces garras del miedo y no solo toreó como diestro novillero a Odebrecht con una tramoya de pálidas pantomimas, sino que cansó con su silencio el reclamo de las marchas verdes. Salió ileso del sobresalto, señor Medina, pero pagó el susto.
Ya consciente de haber controlado la situación, seguía aturdido. Quedaban evidencias que, en manos de cualquier otro gobernante, aun de su partido, era un riesgo innecesario, por eso guardó hasta la última sospecha su intención de modificar otra vez la Constitución para garantizarse un tercer mandato y así recomponer la escena o lograr el olvido social por sus oscuros desafueros. Quiso, pero no pudo, señor Medina; encontró duras resistencias dentro y fuera de su partido. La idea entonces era hallar un cómodo salvoconducto al entregar el gobierno, pero ¿de quién? Aceptar a Leonel Fernández era una locura, ese señor fue su karma y la razón antitética de toda su vida política. Usted precisaba de una persona anulada en su valor propio, volitivamente enajenada, hechura de sus indulgencias... y lo tenía: ¡Gonzalo Castillo!, un tesorero de viejas confabulaciones, pero sin la mínima preparación para asumir una delegación tan alta en medio de la peor crisis sanitaria que recuerda la historia. Ese fue el acto político más irresponsable, pero a usted le importaba un bledo. Gastó el dinero que el Estado no tenía en medio de la pandemia para vender a un precio de estafa su parodia de candidato, pero el electorado, señor Medina, era otro y le asqueaba su gobierno. La decisión del cambio se hizo irrevocable.
Usó como baratos trastos a hombres de dilatada preparación política como Reinaldo Pared Pérez, Francisco Domínguez Brito o Carlos Amarante Baret. Los entretuvo con caramelos bajo la promesa del famoso relevo de “sangre nueva” cuando usted ya tenía armada su treta con su único candidato. Esa urdimbre no consideró lealtades, méritos ni historia; muchachos que envejecieron esperando la oportunidad que usted le falseó. En el fondo tampoco quería que nadie desarrollara una vida política propia o ajena a su celosa tutela, esa que consentía el enanismo de Gonzalo Castillo.
Deja usted, señor Medina, uno de los gobiernos más corruptos de la historia. Cualquier logro que pudiera rescatarse quedaría eclipsado por esa inmensa sombra. Nada que se diga a favor de su gestión quedaría redimido de su visión licenciosa de la política, esa que le causó un daño genético a la ya quebrada institucionalidad dominicana. Ningún presidente se sirvió tan pródigamente de su condición para constituir una casta de poder como la que se forjó bajo sus indulgencias. Usted instituyó el nepotismo como práctica corriente de la vida pública, encumbró el “chopismo de Estado” dándole cargos hasta a quien no lo pedía, pervirtió a la prensa a través de una red obscena de mercenarismo de opinión, usó y abusó sin contención de los recursos del Estado para adocenar voluntades políticas. Usted, señor Medina, se erigió en el padre del “populismo burocrático”.
No soy devoto del fundamentalismo ciudadano, ese que clama por hogueras, patíbulos y guillotinas en nombre de un derecho arrogado de superioridad moral. Me he formado en el respeto de la dignidad humana, los derechos sustantivos y las libertades públicas. Creo que en el fondo el clamor por una nueva política no es más que el rescate de esa dimensión perdida en el ejercicio público. Tal aspiración pierde sentido si dejamos en la impunidad las incorrecciones de los gobernantes. Y creo que a usted, señor Medina, le toca dar las cuentas que calló al amparo de su poder presidencial. Esta vez no, señor Medina, no habrá dispensas. Júrelo. La sociedad no aceptará su silencio sobre Odebrecht, el financiamiento de su campaña, los pagos a Joao Santana, la sobrevaluación y los sobornos en Punta Catalina, entre otras inconfesiones. Pero tampoco le permitirá al nuevo Gobierno dejar incólume la cadena de impunidad que como siniestro pacto implícito pulsa en la cultura política basado en el principio “hipolitista” de que “los presidentes no se tocan”. Esta sociedad es otra y no consentirá trastadas ni cuentos. Sus cuentas no caducan, señor Medina, y esperan pago. Si aquella vez la pedimos en marchas multitudinarias y usted no se inmutó, es justo que ahora las dé frente a un juez. Como simple ciudadano seré el primero en defender su derecho a una justicia imparcial, con respeto a las garantías del debido proceso, sin retaliaciones ni terrorismos moralistas, pero jamás a que usted pruebe su inocencia en un tribunal.
Finalmente, señor Medina, le invito volver a la rutina del hombre común aunque le sea difícil. Le recomiendo un buen descanso alejado de la tormentosa vocinglería del patio. Busque un recodo despejado para repensar su vida y afrontar los desafíos que le esperan, porque, como escribió el sabio Salomón, hay tiempo para todo: “un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; ...un tiempo para callar, y un tiempo para hablar;” ... (Eclesiastés 3: 4, 7).
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