Ylonka Nacidit-Perdomo: «Amor»…
«Te busco con una desesperante ternura. Invento en torno a ti una pausa en el silencio de mis días. Sé que tengo coraje para no pensarte, pero no puedo abandonarme a ti, a tu presencia única, porque existen tantos porqués que no puedo explicar sin ahogarme de súplicas ante ti. / Tú, en cambio, vas hacia otro lugar, hacia otro encuentro, y me dejas de pronto desfallecida, íntimamente callada, íntimamente despierta, sin tu voz… sin estar habitada por tu locura que conozco como una flor abierta que recibe del rocío al aire y al agua para llenarse de placer a escondidas de la luna. / Estoy sin tu voz, me lo repito, pero no importa. No importa ya, si sola voy corriendo con el peligro de morir por tu ausencia».
CARTA ALSILENCIO [1]
El «amor», ese Cupido tan obsesivo y lleno de defectos, que se contempla con los ojos, que se idea, que se hace llamar, que pocas veces es verdaderamente mutuo.
El «amor» es ¿un entusiasmo febril? o es ¿una preocupación que excita? cuando se hace ley, relación social, apariencia o un capítulo de nuestras vidas, virtud o sacrificio cuando sólo tiene un poder persuasivo para unir, para aproximarnos, para dejar de ser una misma, dependiente de ese otro «Yo» que se hace presente, que se cree auténtico, que vincula a los cuerpos, que necesita ser en la piel, en la gracia, en la ansiedad, en la espera, en el odio con rabia, y en la pasión con espera.
¿Quién conoce y sabe cuál es el auténtico amor; ese que se cree nacer desde la esencia de las almas, que se hace insistente, intimidad, y espejo del inconsciente no aceptable, sin lógica, sin entretiempos, con diversos encuentros, significados o cálculos egocéntricos?
Es tan difícil dejarse ser-en-el-amor cuando no se re-afirma como trascendencia de esa tensión entre la voluntad y la sin razón, cuando se hace complejo o una alianza que no se siente, un miedo que asecha, una distracción, un estar dentro del otro, pero al mismo tiempo fuera; cuando se asume como “pecado”, como materia de la in-virtud moral. ¿Qué cosa es el «amor» cuando se funda en una historia sin destinos comunes, en “algo” que se sostiene por la responsabilidad mutua, por una inconformidad desastrosa, o un conjunto de porqués sin respuestas, o cuando se guarda sin posibilidad de gritarlo?
Ese «amor» que no tiene posibilidad de ser gritado, es el perfecto; es el que se hace de un peregrinar en la espera, que está en tensión por las diferencias, por la diversidad del afecto y de los afectos; es el que está expuesto a lo injustificable, que no surge de la fuente de ley alguna, que no depende de la acción cristiana, que se cree mudo, hecho en el límite del misterio, que es denso e intenso, que no averigua intereses, ni fortuitas aventuras. Es el que está en perspectiva con lo que no se ve, con lo que no se implora, que es voluntario -en ocasiones-, y, otras veces, una curiosa caridad de caricias. Es el que no abunda, que no se comprende, que no tiene motivos ni privados ni públicos para hacerse colectivo, que florece todos los días, que se construye en el silencio. Es el «amor» que no se aferra a los equívocos, que se manifiesta congregado en la naturaleza, que no confunde los senderos por los que transita, que comprende que es capaz de estar por encima del ideal. Es el «amor» que no se preocupa por la traición, que no lo procura la gente común; es el que se hace de la victoria de los encuentros corazón a corazón, luz a luz, estremecimiento contra tribulaciones. Es el «amor» que sobrepasa todas las imposibilidades, que no es erróneo porque no necesita la autorización de nadie. Es el «amor» que no se olvida, que reconcilia lo súbito con lo inesperado, que no agrede, que no se presta, que no se sacrifica a sí mismo.
¿Conoce usted este amor flexible, amado, y buen amado, que trae consigo la felicidad propia, que se vive al empezar el atardecer o el amanecer, que se encuentra con el aire, con la respiración, que se alimenta del oxígeno, que se concentra en plenitud en las ramas de los árboles erguidos en vivo deseo de servir al bienestar nuestro? Ese «amor» quizás no se haga realidad, pero, tal vez, se hace pensamiento, se multiplica, y se concentra inquebrantablemente en el instante, en el despertar a la vida. Es éste el amor que viene con nosotros desde el agua, al nacer. De ahí, que sí creo que «el amor no tiene edad», es eterno.
Cuando nacemos todos llegamos a la vida sin sexualidad para el amor. No buscamos nada que no sea que, nos correspondan en el amor, que nos abriguen los brazos que nos esperan. Se nace para el amor, y no lo sabemos, y acaso nunca lo percibimos; y no sé, de pronto, porqué no convenimos en hacer primordial interpretar, conocer, existir sin hacerle objeción a esa naturaleza nuestra, que es la cita crucial que tenemos al despertar del sueño que se hace origen de Todo. Quizás, ésta sea la síntesis de la síntesis de ese principio idéntico a la luz. Nos pasamos el tiempo disponiendo de nosotros por una “ley natural”, colocando en yuxtaposición deliberaciones absurdas, pre-concebidas. Del amor hacemos siempre un litigio.
Pero ¿es acaso el «amor» que es ágape (caridad) el que debería de ser, el que no tiene adjetivos, que llega para los demás, que es virtud, una única palabra: vínculo puro? ¿Es el amor posible, que no está sólo al borde del simple acto de querer amar; es ese «amor» el que precede a lo creado en-sí, a lo que se justifica en el universo como conjunto de las cosas; es el que traemos del “descanso” sin dioses conocidos, que se transmuta en las columnas inanimadas de la luna y el sol, donde confluyen los sonidos reflejos, ese comienzo que re-encontramos en la des-sensualización que traemos al abrir los ojos, y ver el mundo?
La palabra «amor» es logos existente, preexistente y ya existente, que se pensó como una coordenada afirmativa, fluyente en la imagen del Todo. Es que ese amor que traemos, no se hace una oración de intercambio, sino de primer término, axioma del alma que escucha.
Yo quise despertar de la nada para provocar ese deseo inquieto de conocer el amor de la vida y a la vida; ese nacer que bordea los círculos en que se viaja como esencia cósmica, que no se disimula en itinerario alguno, porque hasta cierto punto es hacerse otra forma exaltada a la curiosidad, al color que se dice rojo, que nuestra memoria conoce como una abstracción, como un valor óptico llamado amor.
Pero es tan temporal esta impresión de que existimos, y de que nacemos, y que al hacerlo amamos, quizás, a quien nos espera, que el amor se hace una luz que irradia la mirada, que entrelaza en sus destellos líneas que ratifican el ya-saber que nos aguarda para colocarnos en una «Cesta de la felicidad».
Si hay algo que aun tengo pendiente hacer, es continuar comprendiendo «la sustancia de la relación-amor» sin dogma alguno, sin relatividad, sin convicciones, porque hacia el infinito todo es posible de escudriñar, de apreciarse antes y después que nos asumamos -como ha escrito Paul Ramsey-, un «ágape “transformado” a eros».
NOTA
[1] Carta al silencio es una colección de textos en prosa poética de la autora de este artículo.
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