jueves, 20 de julio de 2017

Cómo dejamos de preocuparnos y comenzamos a amar a la nueva ultraderecha?

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Lutz Bachmann, al centro, fundador del movimiento xenofóbico y antiislámico germano Europeos Patrióticos Contra la Islamización de Occidente, Pegida, tiene sus ojos cubiertos como si estuvieran pixelados por los medios al arribo de su juicio por cargos de discurso de odio, el 19 de abril de 2016, en Dresden, al este de Alemania. CreditRobert Michael/Agence France-Presse -- Getty Images
VALENCIA, España — En mayo media Europa contenía la respiración ante la segunda vuelta de las elecciones francesas, temiendo una posible victoria de la ultraderechista Marine Le Pen. Aunque venció Emmanuel Macron, más de diez millones de franceses votaron por el Frente Nacional, que obtuvo los mejores resultados de su partido desde su fundación. Resulta atrevido afirmar que se venció a la ultraderecha. Los partidos de esta ideología han conseguido disputar presidencias y ocupar numerosos escaños en la mayoría de países europeos.
Las razones de este giro hacia el populismo xenófobo son ampliamente debatidas y analizadas, pero pocas veces se presta atención a quienes desde abajo vienen armando todo lo imprescindible para que todo esto sea posible.
Mientras la crisis económica continúa, las nuevas ultraderechas usan lo que denominan el “sentido común” para justificar sus soluciones simples a problemas complejos. Conectan con aquellos que se sienten abandonados por las instituciones y amenazados por la globalización.
La crisis económica y la torpeza de las izquierdas y las derechas históricas, que a menudo han legitimado los postulados del Frente Nacional introduciéndolos en la agenda política, no ha hecho más que allanar el terreno para que vuelvan estos discursos del miedo. Ellos son ahora los que se llaman antisistema.
La extrema derecha entendió que ni las referencias nostálgicas a regímenes pasados ni determinadas estéticas resultaban ya rentables. Era necesaria una renovación de la imagen y de la retórica, y aquello que ya sugirió la Nouvelle Droite francesa en los años setenta, está dando hoy sus frutos. Esto es, arrebatarle la hegemonía a la izquierda, ganar la batalla cultural primero para asaltar la política después. Aquella ultraderecha leyó a Antonio Gramsci y trató de aplicarlo para su causa. Aunque ha tomado décadas y ha habido otros factores, hay mucho más que partidos y líderes mediáticos detrás de todos estos éxitos.
Los activistas del fascismo del siglo XXI se llaman Identitarios y rechazan ser catalogados como extrema derecha. Sus símbolos han sido renovados: no llevan esvásticas ni cabezas rapadas. Rechazan igualmente el comunismo y el capitalismo, el eje izquierda-derecha, y se hacen llamar social-patriotas. Afirman que adoran más que nadie la rica diversidad étnica y cultural del mundo. Reivindican el etnopluralismo, esto es, no considerar ninguna raza o cultura superior a otra, sino apreciar la diversidad y tratar de conservarla evitando que se mezclen, es decir, evitando la inmigración, el multiculturalismo y el mestizaje. Los identitarios italianos incluso han realizado viajes a zonas de conflicto para entregar ayuda humanitaria. Porque si en sus países están bien, no vendrán a buscar fortuna a los nuestros.
Fue la organización Casa Pound (en honor al poeta norteamericano Ezra Pound) en Italia en 2002 la que empezó a ocupar edificios abandonados para dar cobijo y alimentos a familias italianas desfavorecidas, acusando al Estado de preocuparse más por los inmigrantes que por los nacionales. Le siguió el partido neonazi griego Amanecer Dorado, repartiendo comida a familias griegas cuando la crisis estaba en su peor momento y ahogaba al país en la miseria.
En Francia, la organización Generación Identitaria lanzó meses atrás la campaña de microfinanciación colectiva Defend Europe para fletar un barco que impida a las ONG rescatar refugiados en el Mediterráneo. Han conseguido recaudar más de 80.000 euros para su nave de unos 40 metros, el C-Star, que ya navega y atracará en varios puertos europeos para recoger más activistas que se quieran unir a la hazaña. Quieren rescatar a los inmigrantes, pero para llevarlos de vuelta a las costas africanas desde donde zarparon.
La propaganda de este grupo neofascista ha llegado hasta Canadá y Estados Unidos: la periodista y activista ultraderechista canadiense Lauren Southern se embarcó con los identitarios franceses en la misión contra el Aquarius en Sicilia. También Steve Bannon entrevistó hace poco al líder de esta organización y en 2015 Richard Spencer y su Instituto de Política Nacional organizaron un concurso de ensayos “Why I’m An Identitarian”.
Aunque públicamente no pidan votar por Marine Le Pen, sus acciones han ayudado sin ninguna duda a reforzar el mensaje del miedo que ha capitalizado el Frente Nacional. Sobre todo entre la juventud.
Piden prácticamente lo mismo: acabar con la inmigración y desterrar al islam de Occidente. Salir de la Unión Europea y de cualquier organismo supranacional que imponga leyes que puedan ser contrarias a los intereses nacionales. Y acabar con la clase política que ha dirigido el país durante décadas vendiéndolo al mejor postor y desvirtuando su identidad acogiendo a miles de extranjeros inadaptables.
En España, sin embargo, no existe un partido ultraderechista capaz siquiera de conseguir un solo escaño en el parlamento, pero las ideas que defienden estos partidos existen igual que en otros países. Los partidos de extrema derecha españoles llevan años divididos y enfrentados, incapaces de superar sus diferencias y de elaborar un discurso atractivo para el votante.
Y el paisaje político español es relativamente diferente al de sus vecinos. Desde los años ochenta, el Partido Popular ha sido capaz de recoger el voto desde el centro hasta la derecha radical. La resaca de la dictadura franquista persiste y la ultraderecha no ha sabido desligarse del todo de este pasado poco atractivo para las nuevas generaciones. La crisis económica pudo ser una oportunidad para articular un nuevo movimiento populista ultraderechista, pero el descontento fue capitalizado entonces por movimientos populares como el de los Indignados, y poco después por el partido Podemos. Ambos impusieron su propio marco de referencia sin alusiones xenófobas, demostrando que se podía canalizar la indignación popular sin azuzar el odio al extranjero.
Es, sin embargo, el Hogar Social Madrid el que abandera el movimiento identitario en España y que ha recibido una enorme y amable atención por parte de los medios de comunicación. Bajo las siglas de HSM se han ocupado ya seis edificios abandonados en la capital de España, donde se alojan familias españolas sin recursos y donde se entregan alimentos.
En prácticamente todos los países, las llamadas fake news (noticias falsas) –muchas de indudable intencionalidad xenófoba– han dado un formidable impulso a las ideas de la nueva ultraderecha, que se expanden sin control a través de las redes sociales y a una amplia red de medios. Y es que la gran victoria de la ultraderecha es haberse convertido en una opción democrática más mientras el proyecto europeo se desintegra y Occidente pierde poco a poco su hegemonía en un mundo cada vez más multipolar.
El peligro que entrañan los nuevos grupos identitarios, más allá de su discurso de odio, es que se obvia su matriz neonazi y se acepta su aparente pátina democrática. Sobre todo cuando los índices de violencia ultraderechista aumentan en Europa a un ritmo alarmante. Solo en 2016, Alemania registró 3500 ataques contra refugiados.
Normalizar sus discursos es renunciar a la propia democracia, a los valores y a los derechos que aseguran la convivencia. El terrorismo yihadista y la islamofobia se retroalimentan, como las sociedades cada vez más cerradas en sí mismas alimentan el desconocimiento y las sospechas entre sus ciudadanos. Menospreciar este nuevo fascismo ahora nos pasará factura a largo plazo.
Los ciudadanos debemos exigir más que simples consignas a corto plazo en vez de delegar en los políticos toda responsabilidad. Recordar que somos sujetos activos y recuperar el activismo social y cultural para evitar que la nueva contracultura y lo alternativo sea hoy ser nacionalista y xenófobo. Debemos también reocupar los espacios que poco a poco se fueron abandonando y que hoy son coto de los ultraderechistas. Neutralizar los discursos del odio con datos que los desmonten y campañas que los empequeñezcan.
Y es responsabilidad de todos advertir sobre estas brechas por donde se cuelan estos mensajes y volverlas a sellar como debimos haber hecho hace 70 años. De lo contrario, solo hace falta echar la vista atrás para ver cómo el discurso de odio es tan solo el principio de algo mucho peor.
https://www.nytimes.com/es/2017/07/19/como-dejamos-de-preocuparnos-y-comenzamos-a-amar-a-la-nueva-ultraderecha/?ref=nyt-es&mcid=nyt-es&subid=masinformacion&mccr=inicio

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