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lunes, 2 de noviembre de 2020
Elecciones en Estados Unidos en la recta final: una elección, muchos perdedores
Elecciones en Estados Unidos en la recta final: una elección, muchos perdedores
En Estados Unidos se anuncia el difícil nacimiento de una nueva era, pero el costo ha sido muy alto: partidos en decadencia, instituciones resquebrajadas, fractura nacional. Las bajas son numerosas. La esperanza es el único combustible positivo de toda este tumultuoso tiempo que promete no terminar tan pronto. Aquí concluye esta Cuenta Regresiva, el acompañamiento que hemos hecho desde que faltaban 90 días para las elecciones en Estados Unidos, escoltando el recorrido de campaña y tratando de radiografiar los latidos de un país que no se reconoce en el espejo.
Aunque nunca se sabe, y la opinión pública estadounidense tenga el sesgo-trauma de las elecciones de 2016, si tomamos en cuenta que las grandes compañías encuestadoras han incluido en esta ocasión el voto blanco rural que antes de Donald Trump tenía poca vocación para votar, pareciera que, visto el récord histórico del voto adelantado y los números de los sondeos que se siguen manteniendo, es muy probable que Joe Biden gane la presidencia de Estados Unidos. E incluso que la victoria sea por una amplia ventaja.
Basta con ver a Biden visitando estados como Texas o Georgia, en los que los demócratas tienen décadas sin ganar; o a Trump visitando Nebraska, para asegurarse de un voto electoral único. Si a eso le sumamos que comparado con Hillary Clinton, Biden tiene mucha mejor posición en los nueve estados en los que se decidirá la elección, aún más.
Pero siempre cabe la posibilidad de que el electorado de un muy desprestigiado Donald Trump, quien paradójicamente cuenta con una fidelidad de base asombrosa, sea una opinión que haya sido silente en los últimos meses y le brinde un nuevo triunfo al mandatario.
En la madrugada de martes para miércoles se sabrá.
Lo que no se sabrá es quién y cómo quedará en el poder.
Quiénes han perdido ya
Donald Trump se ha cansado de anunciarlo: él no siente ningún compromiso por entregar y transicionar pacífica e institucionalmente la Presidencia. Hay un grupo de milicias supremacistas armadas, preparadas para salir a la calle en la eventualidad de una derrota, con una prevalencia política que nunca antes, según ha investigado y publicado el diario inglés The Guardian, que ha reseñado el fenómeno con mucha preocupación. Y el mandatario nunca marcó distancia de ellos. Por el contrario, en transmisión nacional, Trump les mandó el mensaje opuesto: "Proud Boys (que es el nombre de la agrupación supremacista más conocida): stand back and stand by" (retrocedan y estén listos), les dijo el mandatario en mitad del primer debate.
Por otra parte, los republicanos tienen un ejército de abogados para impugnar las elecciones en tribunales estatales y federales. Y aunque la diferencia sea enorme, si ellos quieren impugnar, pueden hacerlo en tantos estados como quieran -la elección es un proceso controlado por cada estado autónomamente-, y retrasar la paz y la estabilidad estadounidense todo lo que la maniobra legal permita.
No será la primera vez. Y de seguro tampoco la última. Estados Unidos ha visto impugnadas las elecciones seis veces en su historia. La última vez fue en el año 2000, fecha en la que el país estuvo esperando resultados por cinco semanas, hasta que Al Gore decidió abandonar la pugna legal y dejar que George W. Bush asumiera la Presidencia (el único mandatario de la era moderna que, a causa del malestar popular y las protestas por el conteo, no pudo caminar la calle Pensilvania el día de su inauguración).
Sólo en 1860, con la elección de Abraham Lincoln y la esclavitud en juego, el desconocimiento de una elección terminó de catalizar la guerra civil estadounidense. De allá para acá, todos los procesos de reclamo terminaron en tribunales electorales locales o federales. Y la democracia sobrevivió.
La gran preocupación para la conservación de la democracia es que, aunque haya una diferencia notoria y no haya evidencias de fraudes en el historial eleccionario estadounidense, la contienda termine en el Tribunal Supremo, controlado por una abrumadora mayoría conservadora, ahora que, gracias a un proceder oportunista y contrario al propio criterio republicano, la nominación de la magistrada Amy Coney Barrett fue aprobada. Las instituciones democráticas podrían pasar su mayor prueba, después de cuatro años ya bastante exigidos en cuanto a burla institucional se refiere. "Veamos hasta qué punto están dispuestos a robarse la elección", ha escrito en un tuit Paul Krugman, Premio Nobel de Economía y académico liberal.
Por otra parte, el partido republicano, con muchas de sus personalidades de peso alejadas y reducido ya a la consecución de un hombre carismático y sin mayores ideas conservadoras, le espera, como ha anunciado ya John Bolton, una inminente revisión que le permita redefinirse alrededor de ideas apropiadas para los tiempos, el país y el mundo.
Lo mismo los demócratas que, aún ganando, han tenido que recurrir a una figura tradicional, con 50 años en la política -y que ya ocupó el poder-, para poder buscar el centro y ganar una elección que luce histórica por todo lo que se juega.
Ambos partidos parecieran haber perdido los mecanismos con los cuales interpretar a la mayoría de la población, y si no logran vencer la inercia burocrática que impide que sus líderes descifren al ciudadano, la víctima final será la democracia.
El amenazado mayor
Aunque para muchos es un alivio en el que se sienten muy cómodos (un tema para versar en otra oportunidad), perder es casi siempre un mal trago. Pero para un Presidente que detenta el poder de la democracia más importante del mundo, perder debería ser no sólo una alternativa sino una oportunidad magnífica para honrar el valor democrático del que se ufana de ser el país de más libertades jamás conquistadas.
Lo que pasa es que se trata de en caso muy distinto. Para Donald Trump, perder las elecciones no es apenas una coyuntura política. Podríamos decir incluso que, siendo él, además, un outsider que nunca tuvo la política por profesión, la derrota política es lo de menos. Nadie puede imaginarse a Donald Trump tratando de reformar al partido republicano después de ser derrotado o mitigando los costos por haber perdido en un primer periodo.
Los problemas de Donald Trump son bastante más serios.
Al primer mandatario lo tomaría sin la protección ni el poderío presidencial un racimo de amenazas legales que lo inculpan de diversos delitos, desde varios flancos. Fraude bancario en NY, estafa en Bienes y Raíces, auditorías de hoyos millonarios en el fisco federal, irregularidades en financiación de campaña, obstrucción a la justicia en investigación federal. Son solo algunas de las pugnas legales que enfrentaría, para no entrar en detalles, y en muchas de ellas la amenaza final es la quiebra o la cárcel.
Dejar la Presidencia significa para Donald Trump quedar en completo estado de vulnerabilidad, sin un senado o partido que lo respalde, sin poder con el cual intimidar, y con muchos lobos esperando su momento para cobrar la presunta deuda financiera, legal o moral que han puesto a esperar por una buena oportunidad.
El proceder legal, financiero y ético de Donald Trump pareciera tener demasiados puntos frágiles, y después de todo el odio que ha sembrado, sobrarán quienes quieran hacer justicia o tomar venganza, como se le quiera calificar.
El mismo Trump lo dijo en uno de sus mítines: "si yo perdiera la presidencia, de seguro me tendría que ir a vivir a otro país". Y eso a los 74 años es siempre un gran revés. Cualquiera en sus zapatos trataría de que la transición no tuviese que concretarse jamás.
El legado de una época
Este era ya un país fragmentado desde hacía décadas: liberales y conservadores, incluyentes y racistas, xenófobos y nacionalistas, proteccionistas y libremercadistas. Pero Donald Trump ha llevado esa división con su discurso polarizado a unos niveles que exceden los límites institucionales y políticos de la década de los sesentas y setentas, y ha metido esa división en la cotidianidad de la gente, en las calles y en sus casas, haciendo que haya rencor entre nacionales por su manera de pensar, como si en lugar de adversarios, fuesen enemigos.
Estados Unidos ha dejado de ser el gran aliado poderoso de Occidente y, de hecho, ha lastimado brusca e inesperadamente a sus compañeros de visión europeos, con lo cual un bloque importante de poderes que balanceaba al mundo frente a las amenazas de China, Rusia y países que acogen el terrorismo, ha quedado disminuido. El unilateralismo actual ha dejado más vulnerable al mundo libre, incluyendo América Latina, y los expertos dicen que esa es una herida que no se solventará con una simple transmisión de mando.
La coordinación de la pandemia más peligrosa que ha sufrido el mundo en 100 años encontró en Estados Unidos la gestión más decepcionante de todo el planeta. Un país que teniendo el 4 por ciento de la población mundial ha tenido el 25 por ciento de los fallecidos, y que en plena segunda ola ha decidido no tomar más medidas porque supuestamente "la hemos dejado ya atrás", desconociendo los más elementales consejos científicos que se dan aquí y en el mundo. Se calcula que entre un 60 y un 80 por ciento de los fallecidos en Estados Unidos podrían haber sido evitados con las medidas gubernamentales adecuadas.
El mundo recibió una gran señal de que el ritmo de la globalización lleva un paso que ni siquiera el país más acaudelado del orbe pudo seguir. Los científicos sociales alemanes ya hablan de un nuevo periodo en el que, además de otros cambios, la globalización baja de velocidad comercial y cultural. Al menos por un paréntesis de tiempo, y a contrapelo del espíritu de su fundación, Estados Unidos ha dejado de ser el refugio de perseguidos por sus opiniones, vocaciones, orientación sexual o religión, el convocador de libertades e inspirador de solidaridades que fue por más de dos siglos.
Quizás el más vigoroso de los legados está en que a raíz de la sustentación del racismo desde el poder (y del resurgimiento de grupos supremacistas), del favorecimiento de los más privilegiados y el maltrato a la prensa, a la mujer y a la ciencia, la sociedad civil estadounidense ha probado una vez más su tenacidad, ha incluido a una nueva generación que participa masivamente y desde muy joven en la política (la generación Z) y muestra que este país tiene más caliente que nunca la sangre en sus venas.
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