Derrotemos la impunidad, evitemos la muerte de la verdad
Un libro reciente de la escritora norteamericana Michico Kakutani lleva el título de este artículo, sin los signos de interrogación.
Era lógico que el estudio de Michico Kakutani sobre “La falsedad en la era de Trump” prescindiera de las interrogantes, porque Trump desplegó durante su régimen un afán permanente por construir una “verdad alternativa”. Incluso contra la realidad de los hechos.
Proclamar la muerte de la verdad en la era de Trump está en correspondencia con la lógica formal.
Abriendo el libro Kakutani dice: “Dos de los regímenes más monstruosos de la historia de la humanidad subieron al poder en el siglo XX. Ambos se afianzaron sobre la violación y el saqueo de la verdad y sobre la premisa de que el cinismo, el hastío y el miedo suelen volver a la gente susceptible a las mentiras y a las falsas promesas de unos líderes políticos empecinados en el poder absoluto”.
Y repujando el cuadro, cita el libro de Hannah Arendt “Los orígenes del totalitarismo”: “El sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de existir”.
Dos hechos concurrieron para regresar a la relectura del libro de la doctora Kakutani: 1ro. El fin de “los gobiernos del Yo” de Danilo Medina. Y, 2do, los juicios que se están llevando a cabo con el descubrimiento de los casos de corrupción.
Cada vez somos más conscientes del lado oscuro de los hechos, en una etapa en la que la razón y la verdad escaseaban. El guión de la propaganda danilista retintineaba en nuestros oídos como un relato fantástico.
Habíamos rebasado el nivel de la miseria ancestral, un país de clase media, millones y millones de empleos, un sistema de salud rebosante de realizaciones, en fin, un país ideal, soñado.
Todo zurcido como un mecanismo de inmovilismo social, sobre el Yo de Danilo, el Dios tutelar que acabó engendrando la tentación totalitaria. Nada más le faltó crear un “Ministerio de la verdad”, como el que aparece en el libro de Orwel (1984), para desvirtuar la realidad.
El esquema de desvirtuar los hechos era más tautológico en el aspecto de encubrir la corrupción. Algo así como la joya de la corona del régimen fue el cinismo. Se convirtió en la respuesta oficial a todo reclamo de verdad.
La escena del juicio, en cambio, es un striptease del sistema, un espectáculo penoso que deja al descubierto la forma como operaba la corrupción.
De pronto entramos en un mundo al revés en el que el andamiaje de la corrupción se ve súbitamente patas arriba.
Este juicio habita un espacio de estupefacción y de mudez, porque mirando a cada uno de los acusados, pensamos más en el sistema que les permitía actuar que en ellos mismos. En lingüística se diría que son significantes que remiten a otros significantes. Todo el esfuerzo por desvirtuar la realidad queda deshecho.
Cualquiera de los casos que están en la justicia (Pulpo, Coral, etc.) tipifican la reproducción de una práctica que se convirtió en política de Estado. Son los intersticios del sistema que nos presentan sin ningún pudor el nivel inimaginable que alcanzó la corrupción ampliamente legitimada desde la cúpula palaciega.
No es un relato lineal la lectura del juicio a los corruptos del danilismo, pero aún admitiendo que existen otras maneras de entender lo que está ocurriendo, lo cierto es que la disyuntiva es un dilema que nos sitúa entre la muerte de la verdad y la resurrección de la mentira.
De lo que se trata es de vencer la impunidad, cerrar ese círculo vicioso que desde el siglo XIX es la angustia de los pensadores dominicanos. Corrupción más impunidad igual a desinstitucionalización.
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