Adela Cortina. | Foto: Juan Gonzalez-Posada
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Charla con Adela Cortina, una académica que ha puesto la ética como una necesidad de primera línea.
Por: Diana Fernández Irusta - La Nación (Argentina) - GDA
23 de junio 2018 , 10:10 p.m.
Ganadora del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, doctora ‘honoris causa’ por ocho universidades y profesora visitante de Notre Dame (Estados Unidos) y Cambridge (Reino Unido), Adela Cortina ha sido definida por la prensa como una ‘activista de la ética’.
En el 2008 se convirtió en la primera mujer en ingresar a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España y el mundo ha comenzado a conocerla cada vez más desde que se inventó la palabra ‘aporofobia’: un término que acuñó para definir el odio o rechazo al pobre, es el título de su más reciente libro (editado por Paidós) y terminó siendo elegido como palabra del año 2017 por la Fundación del Español Urgente.
De discurso torrencial y sonrisa permanente, es de los optimistas que creen en la capacidad humana para la colaboración y la regulación institucional. Y reconoce que algo de su presente ya estaba en la infancia, cuando escuchaba el ‘Himno a la alegría’, de la ‘Novena Sinfonía’ de Beethoven: “Fue la primera gran obra que me marcó de pequeña. Es el himno a la fraternidad”. ‘La Nación’ la entrevistó en Buenos Aires, a donde viajó para participar en un encuentro de las Academias de Ciencias Morales y Políticas de América Latina.
¿Qué significa ser una ‘activista de la ética’?
Creo que es importante dejar el mundo mejor que como nos lo hemos encontrado. El otro día tuve una experiencia muy bonita dando una charla. Primero habló un científico y luego yo, que hablé desde la ética. Entonces, uno de los asistentes dijo: ‘Las ciencias nos deslumbran y la ética nos alumbra’. Me pareció una idea estupenda. Efectivamente, hoy en día hay una cantidad de oportunidades que nos dan las ciencias y las técnicas, y ojalá que haya más, que avancen, pero siempre desde la ética, que es la que permite que todos esos avances nos lleven a transformar la realidad, a mejorarla. En 1948, en la famosa Declaración Universal de los Derechos Humanos, se dijo que todo hombre tiene dignidad, y que hay que poner a su servicio los avances económicos y tecnológicos. En ese sentido soy una activista de la ética: entiendo que hay que poner todo al servicio de la dignidad de los seres humanos y de la no destrucción de la naturaleza.
Usted es una gran divulgadora de temáticas filosóficas. ¿Cree que hoy vivimos una suerte de hambre por estas cuestiones?
Hay un hambre total. Cantidad de gente que pide conferencias, charlas, grupos de reflexión. Pero no solo quieren que venga una persona y les hable, sino que quieren después dialogar, debatir, discutir. Y eso es lo importante, porque ¿a quién le toca reflexionar sobre los problemas éticos? A los ciudadanos. Se trata de cómo los humanos nos entendemos con dos valores que creo fundamentales: la justicia y la felicidad.
¿Cómo encarnar, en este momento, esos dos valores?
Esquematizando mucho, diría que la ética trata de unirlos. Todos los seres humanos deseamos ser felices. Lo que pasa es que la felicidad es un proyecto de vida muy personal; no puedo decirles a los demás cómo tienen que intentar serlo. Pero hay otro lado de la ética que sí es exigible, que es la justicia. La justicia no es cuestión de invitación, sino de exigencia. El hecho de que en este momento haya millones de personas que mueren de hambre o que haya unos niveles de pobreza extraordinarios es, sencillamente, injusto. En el ámbito de las injusticias, ya no es cuestión de decir ‘deberías hacerlo de otro modo’ o ‘no me parece bien’, sino de ponerse a hablar en serio, porque eso tiene que cambiar.
¿También habría que preguntarse si es posible ser felices sabiendo que otros padecen?
Efectivamente, habría que desarrollar conceptos de felicidad en los que no pudiéramos ser felices si los otros no tienen las mismas opciones que nosotros mismos. A mí me parece que la gran solución para nuestros días es desarrollar una gran virtud, que es la compasión. Que no es solamente la capacidad de ponerme en el lugar del otro, sino de hacerlo y además comprometerme a sacarlo de ahí.
De discurso torrencial y sonrisa permanente, es de los optimistas que creen en la capacidad humana para la colaboración y la regulación institucional. Y reconoce que algo de su presente ya estaba en la infancia, cuando escuchaba el ‘Himno a la alegría’, de la ‘Novena Sinfonía’ de Beethoven: “Fue la primera gran obra que me marcó de pequeña. Es el himno a la fraternidad”. ‘La Nación’ la entrevistó en Buenos Aires, a donde viajó para participar en un encuentro de las Academias de Ciencias Morales y Políticas de América Latina.
¿Qué significa ser una ‘activista de la ética’?
Creo que es importante dejar el mundo mejor que como nos lo hemos encontrado. El otro día tuve una experiencia muy bonita dando una charla. Primero habló un científico y luego yo, que hablé desde la ética. Entonces, uno de los asistentes dijo: ‘Las ciencias nos deslumbran y la ética nos alumbra’. Me pareció una idea estupenda. Efectivamente, hoy en día hay una cantidad de oportunidades que nos dan las ciencias y las técnicas, y ojalá que haya más, que avancen, pero siempre desde la ética, que es la que permite que todos esos avances nos lleven a transformar la realidad, a mejorarla. En 1948, en la famosa Declaración Universal de los Derechos Humanos, se dijo que todo hombre tiene dignidad, y que hay que poner a su servicio los avances económicos y tecnológicos. En ese sentido soy una activista de la ética: entiendo que hay que poner todo al servicio de la dignidad de los seres humanos y de la no destrucción de la naturaleza.
Usted es una gran divulgadora de temáticas filosóficas. ¿Cree que hoy vivimos una suerte de hambre por estas cuestiones?
Hay un hambre total. Cantidad de gente que pide conferencias, charlas, grupos de reflexión. Pero no solo quieren que venga una persona y les hable, sino que quieren después dialogar, debatir, discutir. Y eso es lo importante, porque ¿a quién le toca reflexionar sobre los problemas éticos? A los ciudadanos. Se trata de cómo los humanos nos entendemos con dos valores que creo fundamentales: la justicia y la felicidad.
¿Cómo encarnar, en este momento, esos dos valores?
Esquematizando mucho, diría que la ética trata de unirlos. Todos los seres humanos deseamos ser felices. Lo que pasa es que la felicidad es un proyecto de vida muy personal; no puedo decirles a los demás cómo tienen que intentar serlo. Pero hay otro lado de la ética que sí es exigible, que es la justicia. La justicia no es cuestión de invitación, sino de exigencia. El hecho de que en este momento haya millones de personas que mueren de hambre o que haya unos niveles de pobreza extraordinarios es, sencillamente, injusto. En el ámbito de las injusticias, ya no es cuestión de decir ‘deberías hacerlo de otro modo’ o ‘no me parece bien’, sino de ponerse a hablar en serio, porque eso tiene que cambiar.
¿También habría que preguntarse si es posible ser felices sabiendo que otros padecen?
Efectivamente, habría que desarrollar conceptos de felicidad en los que no pudiéramos ser felices si los otros no tienen las mismas opciones que nosotros mismos. A mí me parece que la gran solución para nuestros días es desarrollar una gran virtud, que es la compasión. Que no es solamente la capacidad de ponerme en el lugar del otro, sino de hacerlo y además comprometerme a sacarlo de ahí.
La felicidad es un proyecto de vida muy personal; no puedo decirles a los demás cómo tienen que intentar serlo
Usted mencionó la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. ¿En qué quedó ese legado de la posguerra?
Las realizaciones deberían estar a la altura de las declaraciones: si realmente creemos que todos los seres humanos tienen dignidad y derecho a la vida, a expresarse libremente, a tener un trabajo, tenemos que estar a la altura. No digo que no se haya progresado; de hecho, la esclavitud no está permitida, varones y mujeres, se dice, debemos ser tratados igualmente (sonríe, cómplice)… Pero queda mucho por andar. La verdad es que, desde hace dos siglos por lo menos, la humanidad tiene una cantidad de medios y bienes suficiente para que nadie pase hambre. Tenemos una cultura, desde 1948, para saber que todos debemos ser tratados como iguales. Pero ¿qué ocurre a la hora de las realizaciones? En los seres humanos hay dos tendencias: la tendencia al egoísmo y la tendencia al altruismo. Desgraciadamente la tendencia al egoísmo tiende a triunfar. Lo cual es una tontería, porque ser egoísta es poco inteligente.
¿En qué sentido?
Se suele entender que la racionalidad humana consiste en maximizar el beneficio, caiga quien caiga. Incluso la racionalidad económica. Ese es el egoísta: el que en todas sus jugadas intenta obtener el máximo, le pase lo que le pase al otro. Creo que el neoliberalismo ha asumido la costumbre desafortunada de decir que somos individuos egoístas, y que la maximización del beneficio es lo nuestro... eso me parece una ideología. No es verdad. Somos seres que nos hacemos unos con otros, y el que es cooperativo está trabajando por el otro y por sí mismo. Es mucho más inteligente.
Sin embargo, todo en nuestra cultura parece conspirar contra este enfoque...
Bueno, sucede que el propio Darwin, cuando estaba escribiendo ‘El origen del hombre’, se retrasó en su publicación porque se encontró con el llamado “misterio del altruismo biológico”. Desde la perspectiva original de Darwin, los altruistas tendrían que desaparecer, porque solamente el que está muy preocupado por su propia preservación tendría que prevalecer en la lucha de la vida. Pero se llegó a la conclusión de que en los grupos pequeños lo que la gente valora enormemente es a los altruistas. En estudios muy interesantes de antropología evolutiva se descubrió la importancia que en los seres humanos tiene la tendencia a la cooperación. La de estar dispuesto a dar a los otros, siempre que puedas, de alguna manera, y también recibir. El mecanismo de la reciprocidad. Entonces, una cosa es el egoísmo asilvestrado, que es la clave del capitalismo, y otra cosa es un sistema contractual: te doy, tú me das, nos devolvemos, construimos... esa segunda tendencia en los seres humanos me parece mucho más interesante.
¿Y qué hacer con la corrupción?
La corrupción es una lacra, un atentado contra el Estado y el bien común. Creo que es una buena noticia –pienso en España– que los casos de corrupción se descubran y que los jueces actúen, impongan penas y la ciudadanía se dé cuenta de que el Poder Judicial actúa. Y que las personas que se corrompen se den cuenta de que no hay impunidad. Porque en los regímenes autoritarios y totalitarios por supuesto que hay corrupción, muchísima, pero ni sale a la luz. Es una desgracia que la corrupción exista, pero en los países democráticos sale a la luz, los jueces toman medidas y la castigan.
Esto convive con ciudadanías que desconfían de las dirigencias políticas...
Lo vamos viendo cada vez más: el poder político acumula tal cantidad de poder que muchos quieren optar a él sencillamente por enriquecerse, acumular puestos y poder económico. Por eso creo que la ciudadanía acierta cuando piensa que muchos de los políticos piensan solo en su propio bien y no les interesa demasiado el bien común. Se está viendo demasiado esa escisión entre los políticos y lo que es el bien de la gente. En una ocasión, una socióloga argentina dijo algo que me gustó mucho. Estaban en elecciones y dijo: “El problema es que no buscamos un presidente, buscamos un salvador”. Me pareció muy lúcido. Los políticos no tienen que ser salvadores ni hacer promesas de utopías maravillosas. Tienen que poner las bases de justicia para que los ciudadanos lleven adelante sus proyectos de felicidad. Hay una sociedad civil riquísima, médicos, abogados, medios de comunicación, una parte importantísima de la sociedad que queda oscurecida; los ciudadanos tendrían que estar muy atentos, seguir de cerca a los políticos, ver si efectivamente cumplen con los compromisos que han asumido, e impulsar leyes de transparencia. Necesitamos una sociedad civil que delibere, debata, no se limite a votar cada cuatro años, sino que cree una riqueza de discusión y reclame responsabilidad a la política.
En Argentina, la reciente discusión por la legalización del aborto generó una enorme movilización de la sociedad civil. ¿Qué opina de que nuestras demandas al poder político suelan dirimirse en las calles?
Salir a la calle está bien, y hay que hacerlo para expresar claramente que no estamos de acuerdo con algo, pero lo que debemos cultivar es la deliberación, la discusión, el intercambio de argumentos. Lo que no puede ser es que porque no estamos de acuerdo con algo salgamos a la calle sin más. Es muy sencillo decir ‘no estoy de acuerdo’, pero lo que hay que hacer es tener argumentos, propuestas. No sé si es muy utópico, pero es el camino. Hacia allí hay que ir.
Las realizaciones deberían estar a la altura de las declaraciones: si realmente creemos que todos los seres humanos tienen dignidad y derecho a la vida, a expresarse libremente, a tener un trabajo, tenemos que estar a la altura. No digo que no se haya progresado; de hecho, la esclavitud no está permitida, varones y mujeres, se dice, debemos ser tratados igualmente (sonríe, cómplice)… Pero queda mucho por andar. La verdad es que, desde hace dos siglos por lo menos, la humanidad tiene una cantidad de medios y bienes suficiente para que nadie pase hambre. Tenemos una cultura, desde 1948, para saber que todos debemos ser tratados como iguales. Pero ¿qué ocurre a la hora de las realizaciones? En los seres humanos hay dos tendencias: la tendencia al egoísmo y la tendencia al altruismo. Desgraciadamente la tendencia al egoísmo tiende a triunfar. Lo cual es una tontería, porque ser egoísta es poco inteligente.
¿En qué sentido?
Se suele entender que la racionalidad humana consiste en maximizar el beneficio, caiga quien caiga. Incluso la racionalidad económica. Ese es el egoísta: el que en todas sus jugadas intenta obtener el máximo, le pase lo que le pase al otro. Creo que el neoliberalismo ha asumido la costumbre desafortunada de decir que somos individuos egoístas, y que la maximización del beneficio es lo nuestro... eso me parece una ideología. No es verdad. Somos seres que nos hacemos unos con otros, y el que es cooperativo está trabajando por el otro y por sí mismo. Es mucho más inteligente.
Sin embargo, todo en nuestra cultura parece conspirar contra este enfoque...
Bueno, sucede que el propio Darwin, cuando estaba escribiendo ‘El origen del hombre’, se retrasó en su publicación porque se encontró con el llamado “misterio del altruismo biológico”. Desde la perspectiva original de Darwin, los altruistas tendrían que desaparecer, porque solamente el que está muy preocupado por su propia preservación tendría que prevalecer en la lucha de la vida. Pero se llegó a la conclusión de que en los grupos pequeños lo que la gente valora enormemente es a los altruistas. En estudios muy interesantes de antropología evolutiva se descubrió la importancia que en los seres humanos tiene la tendencia a la cooperación. La de estar dispuesto a dar a los otros, siempre que puedas, de alguna manera, y también recibir. El mecanismo de la reciprocidad. Entonces, una cosa es el egoísmo asilvestrado, que es la clave del capitalismo, y otra cosa es un sistema contractual: te doy, tú me das, nos devolvemos, construimos... esa segunda tendencia en los seres humanos me parece mucho más interesante.
¿Y qué hacer con la corrupción?
La corrupción es una lacra, un atentado contra el Estado y el bien común. Creo que es una buena noticia –pienso en España– que los casos de corrupción se descubran y que los jueces actúen, impongan penas y la ciudadanía se dé cuenta de que el Poder Judicial actúa. Y que las personas que se corrompen se den cuenta de que no hay impunidad. Porque en los regímenes autoritarios y totalitarios por supuesto que hay corrupción, muchísima, pero ni sale a la luz. Es una desgracia que la corrupción exista, pero en los países democráticos sale a la luz, los jueces toman medidas y la castigan.
Esto convive con ciudadanías que desconfían de las dirigencias políticas...
Lo vamos viendo cada vez más: el poder político acumula tal cantidad de poder que muchos quieren optar a él sencillamente por enriquecerse, acumular puestos y poder económico. Por eso creo que la ciudadanía acierta cuando piensa que muchos de los políticos piensan solo en su propio bien y no les interesa demasiado el bien común. Se está viendo demasiado esa escisión entre los políticos y lo que es el bien de la gente. En una ocasión, una socióloga argentina dijo algo que me gustó mucho. Estaban en elecciones y dijo: “El problema es que no buscamos un presidente, buscamos un salvador”. Me pareció muy lúcido. Los políticos no tienen que ser salvadores ni hacer promesas de utopías maravillosas. Tienen que poner las bases de justicia para que los ciudadanos lleven adelante sus proyectos de felicidad. Hay una sociedad civil riquísima, médicos, abogados, medios de comunicación, una parte importantísima de la sociedad que queda oscurecida; los ciudadanos tendrían que estar muy atentos, seguir de cerca a los políticos, ver si efectivamente cumplen con los compromisos que han asumido, e impulsar leyes de transparencia. Necesitamos una sociedad civil que delibere, debata, no se limite a votar cada cuatro años, sino que cree una riqueza de discusión y reclame responsabilidad a la política.
En Argentina, la reciente discusión por la legalización del aborto generó una enorme movilización de la sociedad civil. ¿Qué opina de que nuestras demandas al poder político suelan dirimirse en las calles?
Salir a la calle está bien, y hay que hacerlo para expresar claramente que no estamos de acuerdo con algo, pero lo que debemos cultivar es la deliberación, la discusión, el intercambio de argumentos. Lo que no puede ser es que porque no estamos de acuerdo con algo salgamos a la calle sin más. Es muy sencillo decir ‘no estoy de acuerdo’, pero lo que hay que hacer es tener argumentos, propuestas. No sé si es muy utópico, pero es el camino. Hacia allí hay que ir.
Somos seres que nos hacemos unos con otros, y el que es cooperativo está trabajando por el otro y por sí mismo. Es mucho más inteligente
Adela Cortina Orts nació en Valencia, España, en 1948. Es catedrática de ética y filosofía política en la Universidad de Valencia. Entre otros, escribió ‘Ética de la razón cordial’, ‘Por una ética del consumo’ y ‘Aporofobia: el rechazo al pobre’. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo con ‘¿Para qué sirve realmente la ética?’
DIANA FERNÁNDEZ IRUSTA
LA NACIÓN (Argentina) - GDA
En Twitter: @LANACION
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