jueves, 28 de julio de 2022

¡Abajo los ricos! — José Luis Taveras (@Josel_taveras)

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José Luis Taveras
Santo Domingo - jul. 28, 2022 | 12:01 a. m. | 7 min de lectura
¡Abajo los ricos!
Pintar un cuadro insurrecto en contra de los ricos es un patético tremendismo

He leído en la prensa apologías inspiradoras sobre empresarios. En algunas poco ha faltado para proponer canonizaciones; en otras se mercadea la fantasía de que en el país se agita una ola levantisca en contra de las grandes familias empresariales. Sus autores entienden que se libra calladamente una yihad o guerra santa cuyo frente lo dominan dos columnas: una turba plebe de ignorantes y un escuadrón de clase media resentida. Fuerzas indómitas poseídas por el demonio del odio social. 

Se trata de una narrativa artificiosa, armada para victimizar intereses, justo después de que del fondo de Medusa han emergido como burbujas algunos apellidos de dorado cuño. 

Pintar un cuadro insurrecto en contra de los ricos es un patético tremendismo, propio del delirio surrealista, sobre todo cuando se invoca como trasfondo a una supuesta lucha de clases, como si el fermento ideológico que dominaba en décadas revolucionarias conservara alguna vigencia o fuerza agitadora. 

Lo cómico es que quienes se han trasnochado con estas alucinaciones no vacilan en acusar a una clase media populista e izquierdosa de avivar esta “guerra de odio”. La envidia ha sido el argumento sociológico al que apelan estos expertos para explicar la rabiosa animosidad antiempresarial que, según ellos, sofoca el ambiente de convivencia social y amenaza con despertar una “rebelión de clases” al estilo de las sagas épicas de Marvel.

Rescatar ese rancio pretexto en un mundo sin ideologías es una temeridad. Si hay una sociedad sumisa a estructuras longevas de inequidad social ha sido precisa- mente la dominicana, una de las más desiguales de la región. Hemos consentido todo tipo de dominios, exacciones e injusticias. A pesar de eso, no hemos tenido revoluciones sociales, rupturas violentas por tensiones de clases ni crímenes de odio. Tanto así que el secuestro, como modalidad típica de la delincuencia organizada, no ha podido echar arraigo cultural a pesar de ser un patrón propio de sociedades desiguales. Somos conservadores, pacíficos y recelosos por genes, antropología y cultura.

Me resisto a pensar que las recientes tendencias de Twitter sobre algunos apellidos coligados al caso Medusa haya servido de “base racional” a esta errante conclusión. De ser así, nadie podrá reprobarme por sospechar que esta sintomática coincidencia de opinión sea una respuesta conectada a la misma fuente de intereses. 

Las redes sociales son espacios de interacciones con escasos controles de contenido. El hecho de que circulen opiniones sueltas y ácidas sobre conductas de ciertas familias, aparte de ser una expresión propia de su dinámica contestataria, no implica un necesario juicio en contra de toda una clase social o económica. 

Y es que existe una práctica leve y viciosa, sobre todo en la prensa dominicana, de creer que cuando un directivo de una asociación empresarial habla, lo hace en nombre del “empresariado” dominicano. Como derivación de esa premisa, se infiere que cualquier reproche al comportamiento de una empresa o de un apellido empresarial se hace por igual en contra del sector por entero, como si el empresariado fuese una categoría metálicamente homogénea. Nada más incierto. Si hay una clase atomizada, jerarquizada y disgregada por razones de competencia e intereses es precisamente esa. Usar dos o tres apellidos como escudo en esta imaginaria guerra de clases es iluso. 

En la República Dominicana de hoy no existe una retórica de odio en contra de los empresarios y en ese juicio subyace una razón implícita: la mayoría de los dominicanos económicamente activos son emprendedores independientes. Tenemos una economía informal movida por micro-, pequeños y medianos empresarios. Los valores e intereses que animan esa actividad son esencialmente los mismos, sin reparar en el tamaño del emprendimiento. Todos buscan redituar sus inversiones o derivar una ganancia en la producción, transformación o circulación de bienes y servicios. 

El viejo concepto del proletario como aquel que vende su fuerza de trabajo ya no se corresponde con esa realidad. La informalidad total del mercado laboral dominicano representa algo más del 52 % de la población ocupada, lo que significa que entre cinco y seis de cada diez personas laboran informalmente. En ese contexto, atacar al empresario y a las bases que soportan el sistema de libre empresa es una verdadera autonegación. Aquí la mayoría de dominicanos está ocupada en la subsistencia y son muy pocos los que echan la culpa de sus infortunios a los ricos, por más resabios tóxicos que en sus frustraciones arrojen en las redes sociales.

¿Qué es lo que realmente ha pasado? Que, quiérase o no, en su maduración, la sociedad dominicana ha comprendido la insostenibilidad de un sistema mordido por la corrupción, uno de los primeros obstáculos al desarrollo. Al convertirse el Estado dominicano en el principal empleador, contratista e inversor, el sector privado ha venido participando en la ejecución de los grandes proyectos de obras e inversiones de capital a través de sistemas de contrataciones públicas defectuosos, opacos y coludidos sin un régimen relevante de consecuencias. De esta manera, la corrupción, que se creía confinada al ámbito público, lo ha extravasado y alcanza, con sus prácticas corrosivas, a la esfera privada. ¿Quiénes son los grandes contratistas? ¿Políticos? No. ¿Entonces? Creo que la batalla que libramos no es en contra de los ricos sino de los corruptos, un dominio donde ya no es posible discriminar identidades por actividad, origen ni abolengo. 

El caso Medusa estrena así una interesante configuración social: la mayoría de los acusados son empresarios, a pesar de la imputación de “lawfare” que hacen algunos políticos e intelectuales sobre las intenciones que animan la persecución penal del Ministerio Público. Y este es un patrón consistente que se observa en casi todas las investigaciones en curso y que en pocos meses saldrán a la luz. Se trata de prácticas coludidas de ambas esferas, pública y privada. De manera que anticipar una victimización defensiva haciendo creer que vivimos un ambiente de terror clasista no solo es sofista, es una ociosa necedad. 

Tenemos riqueza legítima, empresarios con sensibilidad social y empresas con responsabilidad corporativa que le dan consistencia y equilibrio al sistema, quizás la mayoría, pero contamos también con riqueza blanqueada, capital dudoso y una casta emergente de primera y segunda generación que ha acumulado una riqueza obscena con la “economía del poder”. Y esto no lo dice la envidia sino hechos verificables. 

A quien más le importa sanear la vida económica es justamente a los empresarios honestos que tienen que soportar la competencia abusiva de estructuras mafiosas en las contrataciones del Estado. Llegó el momento de reconocer a las cabras de las ovejas a pesar de compartir rebaño, pero, por favor, no las mezclemos, para no llamar como dóciles ovejas a viejas cabras monteses.
https://www.diariolibre.com/opinion/en-directo/2022/07/27/no-hay-una-guerra-contra-los-empresarios/1973547?twclid=227am1si1ubebqanlepz6c4sbz

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