Puntos de vista martes, 17 de noviembre de 2020
POLÍTICA Y CULTURA
Lo que me pasó en Florencia, alguna vez
La fuerza gravitacional del arte no puede medirse con cronómetros o péndulos colgados sobre medidas matemáticas, no puede definirse en manuales o ilustrarla en memorias turísticas. Hablo de arte verdadero, que trasciende y trasiega sobre el lomo anciano de los museos antiquísimos, donde alguien marcó una casilla, solicitó un traductor, y se arrimó a la tribu que gira insomne en rotación de asombro y cerilla, buscando la luz en pasillos oscuros, tocando glaciales y veranos en la soledad muerta de un nombre, de un artesano del pincel y la espada de los tiempos idos. Suceden cosas. En la Sala Botticelli, alguien se desmaya al contemplar “El nacimiento de Venus”, atina a ver de reojo “La Anunciación” y “La Adoración de los magos”. Estamos en Florencia. La viajera es reanimada, la taquicardia inexplicable ante un exceso de belleza que lo desbordó. El sofoco ante coordenadas recónditas que navegan solamente en un alma sensible. No puede explicar nada. No debe intentar racionalizar. Solamente sus grandes ojos como bóvedas melifluas de un encanto inexplicable. El diagnóstico es físico, mide temperatura y ausculta enfermedades terminales. No acierta, no se aproxima al temblor ni a la belleza del dibujo que otea hondonadas en el pincel de aquel que sigue dibujando sobre la mascarilla, el módulo reincidente de la belleza, ese cielo impecable de su perennidad. La música y la pintura se amasan. La pueblan seres diminutos que resisten el moho y la roña. Nace el mito. ¿Quién lo impugna? ¿Quién inmoviliza la imagen, ese trono de percepción y goce indecible? Nadie ose sujetar la pantomima telúrica al eje racional, a su ordenamiento de lógica cautiva. Es el viaje del alma donde el escultor y el artista doblegan la oscura matriz de lo aprendido. Es la libérrima extensión de la imaginación, la fertilidad de la libertad absoluta, la creación, el principio, la rotación de todos los albures y prodigios de la escobilla. Entonces retrocedo. Abandono mis mediciones, el ajuar de todas mis certezas, y allí, en Florencia donde me lleva el hechizo, voy en fila india, como un vulgar visitante con aprestos de imagen y corolario de duendes que me acosan. Voy a ver la tumba de Stendhal. Alguien habla del Maestro. Me quedo detenido en el tiempo de Stendhal, lo recorro en su tiempo datado.
Mármol y piedra dura lo cementa por siempre. Siento un ligero vahído, trato de sostenerme en el vacío, me retiro del grupo de convidados donde estoy en la cola. Toco una columna erguida. En breve segundo la cabeza me da vueltas. No sufro de nada. No recuerdo cuando estuve alguna vez aturdido. Se acerca la guía, una hermosa traductora italiana que abandona momentáneamente a la grey de peregrinos. ¿Qué le pasa señor? Le respondo que nada, un ligero extravío, y de súbito me encontré perdido. Ella me dice, que mi experiencia les pasa a muchos visitantes al Museo, pero solamente ante la tumba de Stendhal. Sofocos y taquicardia. Una especie de vahído inexplicable. Esplendor y sensibilidad que alteran la materia y trastornan el cuerpo bajo hipnosis de belleza y misterio.
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