Puntos de vista martes, 15 de septiembre de 2020
POLÍTICA Y CULTURA
“Señor, ¿para qué hiciste la memoria?”
Tony Raful
Salvador Díaz Mirón, dijo del poeta mexicano, Manuel José Othón (1858-1906), que “tenía seis alas blancas como los serafines”. ¿Habíase visto mayor elogio de un poeta grandioso como Díaz Mirón a un escritor modernista de sus dimensiones creadoras? Othón escribió al Señor: “Señor ¿para qué hiciste la memoria/ la más tremenda de las obras tuyas?/ Mátala por piedad, aunque destruyas/el pasado y la historia”. En esos versos, Othón reivindica la anulación de la memoria, el nivel urticante de los recuerdos, los tormentos del alma, suscritos en repetición trivial a un espacio de palabras y sentimientos. Llega a pedir al Señor que la mate por piedad, aunque ello conlleve la destrucción del pasado y la historia. Desintegrar la historia si fuera preciso para limpiar la memoria flagelada. ¿Pero qué somos, dónde queda el ser social sin memoria? Los budistas que reniegan de todo deseo, purifican sus almas desactivando la conciencia trillada, (recipiente de la memoria) de todo accionar vital como interferencia. La anulación de la conciencia vulgar daría paso a la conciencia cósmica y espiritual, que desborda y trasciende los inútiles sufrimientos humanos. Si sufrimos, dicen, es porque deseamos; desaparezca el deseo y desaparecerá el sufrimiento, haciendo una diferencia entre el sufrimiento y el dolor, éste último no deja de existir sujeto a las leyes materiales, pero el deseo es una creación de la conciencia, una camisa de fuerza permanente que según los budistas nos hace infelices. Mis diferencias con el budismo, no radican en su concepción del deseo como razón del sufrimiento y de toda la secuela de males que padece la humanidad, ya que la ambición, el desenfreno, las depravaciones, son sucedáneos de su impronta recurrente; pero el amor constituye una fuerza espiritual de dimensiones troncales, asociado a toda iniciativa creadora, tiene un poder mágico y deslumbrante. Hasta la vida de las células se auspicia bajo un mandato de amor. El amor puede transformar el mundo, cambia a los seres humanos, los hace diferentes. Y es en el amor, donde Jesús construye su mensaje de salvación. El amor es retentiva del corazón.
La liberación es el amor y la falta de amor es el infierno. No hay que imaginarse el infierno, como el lago de aguas residuales sulfurosas y ardientes, bramadas por el fuego inapagable del castigo divino. Se trata de una metáfora, eficaz como sujeción para el nivel primario de los instintos.
El infierno es la memoria del pecado. Supérese esa tragedia, consciente de la práctica nociva de la agresión, de la explotación, del despojo, de la felonía, del crimen, de la alevosía, de la ambición desmedida, del hurto y de los vicios, y saldrá del infierno en vocación ascendente hacia las alturas infinitas del amor, que repone lo sagrado, como ejercicio de convivencia humana e integración holística de la propia existencia.
Delimitar la diferencia entre conciencia trascendente y memoria, daría paso a la creación de una criatura envolvente de luz y eternidad. En el universo no hay prisa, todos los días se comienza de nuevo y se hace la luz.
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