Escribir en dominicano
Redactar como se habla en Matahambre lleva a que los editores te pidan que añadas un glosario a tus novelas, que escribas en un lenguaje más cómodo, más amable
La familia de mi padre vivía en Matahambre. El barrio se llamaba Matahambre porque en un pasado mítico, en vez de multifamiliares del Gobierno, allí crecían aguacates, mangos y guanábanas. Aquellos edificios eran un rico compendio de todos los acentos de la isla, variaciones del español, que en algunos casos era lo único de valor que traían consigo unos campesinos que habían abandonado sus conucos para estar “mal, pero en la capital”. Las íes mocanas, el gutural barahonero y el tigueraje capitaleño dialogaban a la sombra de los números ganadores que una locutora de dicción académica repetía durante horas por los altoparlantes de la Lotería Nacional. Los pregoneros traían otras cosas, jingles orales que se sucedían hasta la caída del sol cuando eran sustituidos por las voces demasiado roncas de unas prostitutas que publicitaban sus servicios en la acera de enfrente.
Leí a William Faulkner, a Carlos Fuentes y a Quevedo con ese telón de fondo. A un lado estaba el mundo real, con su olor a inodoro y cigarrillos; al otro, una literatura que, aunque reflejaba mundos de rampante oralidad, estaba higiénicamente contenida en 300 páginas de papel. Como el estudiante de música que escucha la nota que produce un grifo que gotea, mi oído adolescente comenzó a escuchar literatura en lo que salía de las bocas que me rodeaban, en Matahambre abundaba el resplandor estético y ético que hacía buenos a aquellos libros. Pequeña minera de la oralidad, me dedique a copiar a bolígrafo las expresiones idiomáticas, las onomatopeyas, las formas de contar lo extraño, las barrocas malas palabras con que las mujeres acompañaban los jalones de pelo en sus peleas. Sin entender muy bien lo que hacía, empecé a escribir en dominicano.
Escribir en dominicano significa que te pedirán que añadas un glosario a tus novelas, que escribas en un lenguaje más cómodo, más amable. Que recibirás cartas de rechazo de editores y agentes en las que te explican que lo universal es lo genérico y lo tuyo es la oralidad. La oralidad que es lo particular, el aleph al que van a parar las afectaciones de todas las psicologías, no es para ellos universal. Hay una resistencia creativa en la oralidad, una contienda permanente entre lo impuesto y lo improvisado, una contracolonización espontánea basada en lo económico y lo que es placentero al paladar. Escribir en dominicano es echar a la basura las ortodoxias gramaticales, los prejuicios paralizantes y la pobreza de un español neutro que solo hablan las actrices latinoamericanas en las telenovelas de Telemundo.
Esta práctica me ha hecho comprender la trascendencia de la contribución que ha hecho la clase trabajadora al acervo cultural dominicano, una clase abandonada a su suerte que se fue a Nueva York con una mano delante y otra atrás, y regresó con el Pulitzer de Junot Díaz, el Raymond Carver aplatanaoa quien le debemos la primera descripción magistral de una dominicanidad contemporánea, transatlántica y felizmente disfuncional.
Hoy se habla en Matahambre un español muy distinto al que utilicé para escribir mi primera novela. A la velocidad de una semiautomática, la calle produce nuevos significados para viejas palabras. He venido a tomar unas fotos de referencia para una película y encuentro que en el apartamento de mi abuela hay ahora una iglesia evangélica. Una elocuente pastora cocina a fuego lento a sus hermanos, los sazona, pronto habrá algunos tirados por el suelo, sacudidos por el verbo. Escucho, desde el parqueo, los aleluyas. La música urbana del colmado se confunde con las panderetas. Un haitiano hace chistes con un taladro en la mano. Viejos que juegan dominó golpean la mesa con sus fichas. Ya no hay mundo real y literatura, solo un español democrático y participativo que masticamos con las mismas muelas con las que los creadores del castellano masticaron, en Hispania, el latín.
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