Cuando Stalin consiguió que los hijos delatasen a sus padres
La delación es, junto a la politización de la existencia, la piedra angular de todo Estado totalitario; el nexo que establece una complicidad indeleble entre el ciudadano y el poder. En adelante, al delator no le queda otro remedio que fidelizar su lealtad al Estado. Hace unas décadas –no tantas- algunos países se convirtieron en auténticos estados de la delación, en los que nadie estaba seguro de no ser denunciado por las más triviales razones.
El profesor manoseaba compulsivamente la montura de los quevedos. Sonreía nervioso, mientras pasaba de una mano a la otra un pequeño papel mecanografiado. A su lado, un chico de apenas once años se mostraba satisfecho ante sus compañeros:
“Vasiliev es el orgullo de nuestro colegio –empezó el profesor señalando al joven, mientras leía el papel-. Ha dado un ejemplo que se debe seguir. Es solo un niño, sí, pero ha demostrado ser un ciudadano responsable de nuestro país…con vigilancia digna de un auténtico bolchevique, Vasiliev ha descubierto y desenmascarado a un enemigo del pueblo…”
La tímida sonrisa del maestro se hizo franca:
“Por supuesto, diréis, ése es el deber de todo ciudadano soviético: tenéis razón. Pero Vasiliev hizo más. Se ha portado como un héroe. Ha superado los prejuicios familiares y ha denunciado a su propio padre.”
El pequeño Vasiliev tomó asiento satisfecho, orgulloso de su traje nuevo, la recompensa por haber informado de que su padre leía a escondidas las proscritas obras de Trostky. Todos le miraron con envidia. Ojalá pudieran ellos denunciar también a su padre. Ojalá fueran capaces de desenmascarar a un verdadero enemigo del pueblo.
A mediados de los años treinta, los jóvenes ejercían una vigilancia activa sobre su entorno, prestos a denunciar a todo aquél que mostrase desviaciones de la línea oficial. Una frase, una palabra, apenas una insinuación, eran suficiente motivo como para que el desgraciado diera con sus huesos en el Gulag. La veracidad de la denuncia no era imprescindible: lo fundamental era hacer cómplices. Por eso, un pobre hombre había sido condenado a tres años en los campos, acusado por un adolescente de albergar al mismísimo Trostky en el sótano de su casa.
En otro lugar de esa inmensa cárcel que era la URSS, las autoridades notificaban a un joven chico y a su hermana –la futura disidente Yelenna Bonner- la deportación de su madre y el fusilamiento de su padre. Pasmada, la chica escuchó concluir a su hermano de nueve años, con perfecta lógica: “Hay que ver cómo son los enemigos del pueblo; algunos hasta fingen ser padres”.
En la Unión Soviética, la delación se generalizó hasta formar un vasto sistema sobre el que se asentaba la propia sociedad. La delación era el sistema. Se estimulaba a los jóvenes a denunciar a los padres, a los profesores, a los hermanos y, por fin, a delatarse unos a otros. Se premiaba la denuncia, y se censuraba como falto de celo político a quien no la ejercía. Los casos se multiplicaron hasta el punto de que la palabra comunista quedó como sinónimo de chivato.
A Stalin no le importaba lo más mínimo la culpabilidad o inocencia de las víctimas. Lo esencial era que no faltase el combustible. Entre las anotaciones que se conservan de su puño y letra, figuran -en los márgenes de los informes que su esbirro Yezhov le presentaba-, a modo de maniático mantra: “Pegue, pegue, maldita sea, pegue; y nada de investigar ¡¡arreste!!”.
El héroe
Todo había empezado en septiembre de 1932, cuando Pavlik Morozov, de quince años de edad, fue encontrado apuñalado, junto a otro adolescente, en una zona boscosa de los Urales. La muerte le convirtió en un héroe. Pronto, se le erigieron estatuas y se establecieron premios con su nombre por todo el territorio de la unión. Pero ¿qué había hecho el joven Morozov para merecer tales distinciones?
Denunciar a su padre. Éste, llamado Trofim, desempeñaba un cargo público en la aldea, pero había abandonado a sus hijos para irse con otra mujer, dejando a los chicos al cuidado de una madre perturbada. Vengativamente, el chico consiguió que su padre fuese condenado por enemigo del pueblo a un campo de trabajo, en el que más tarde moriría asesinado de un disparo.
Durante el juicio que condenó a su padre, Pavlik percibió el terror que inspiraba a sus vecinos, así que, junto con su hermano de nueve años, se dedicó a denunciar a todos los que hablaban mal de la granja colectiva o a aquellos que tuvieran un comportamiento sospechoso. A los pocos meses apareció muerto en el bosque, como un animal.
Se daba la circunstancia de que los habitantes de la aldea en la que vivían los Morozov eran ferozmente individualistas y, de hecho, ninguno de ellos había entrado a formar parte de la granja colectiva. Todos eran, pues, kulaks,enemigos del pueblo. Así las cosas, la prensa soviética desató una campaña presidida por el habitual histerismo y destinada a enaltecer las denuncias de Pavlik y a execrar a sus vecinos. Se fundaron clubes con su nombre, se compusieron canciones y poemas, se estrenaron obras de teatro y películas. Aunque, en unos años, el caso Morozov fue preterido en favor de otros ejemplos más estimulantes, muchos años después, los supervivientes de su aldea aún le recordaban como “el joven malvado”.
Pero Morozov, como todos los demás delatores, no fue sino el resultado de un sistema que proclamaba: “Los niños, como blanda cera, son muy maleables (…) debemos rescatar a los niños de la dañina influencia de la familia (…) Debemos socializarlos, obligando a la madre a entregar su niño al Estado: ésa es nuestra tarea”. La resultante fue una generaciones de delatores, chivatos y soplones, esas figuras que la familia y la educación escolar nos han enseñado siempre a rechazar, con un mohín de repugnancia.
Pero ¿quién no percibirá en estas palabras una cierta actualidad? ¿Y cómo evitar la sensación de que hemos dado un rodeo de varias décadas -y de unas cuantas decenas de millones de muertos- sólo para precipitarnos hacia el mismo terrible punto al que los estados totalitarios condujeron a la humanidad?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario