MI ARTÍCULO EN DIARIO LIBRE https://t.co/BDKmOTpkXO
— José Luis Taveras (@Josel_taveras) February 3, 2022
El presidente Abinader ha boicoteado, sin enterarse, algunas decisiones personales. Y lo ha hecho más de una vez. Así, el viernes de la semana pasada desmonté de la biblioteca todo el catálogo de obras y una buena parte de la legislación comparada sobre el fideicomiso público. El sábado me levanté temprano (que para mi gusto es como decir a las 8:00 a.m.) y en un recodo lateral de la casa, donde instalé mi estudio, dispuse de todos los pertrechos: una taza de leche con café, una tostada, música blues y, obvio, mi cansada portátil. Sobre el escritorio, además de la pila de libros, reposaba, repleto de garabatos, el contrato de fideicomiso público de Punta Catalina y el legajo de sus anexos, así como el decreto que aprobó la constitución del fideicomiso. Ya había delineado los esquemas de mis ensayos: uno, de perfil académico, para la revista Gaceta Judicial, que dirijo, y otro de prensa, en tres entregas, para esta columna. En ambos aportaba algunos enfoques inéditos al debate técnico.
A las 11:03 a. m. comencé a escribir el primer artículo serial con el título “Fidecomiso CTPC: propuestas constructivas (uno de tres)”. Cerca de las tres de la tarde y ya con 966 palabras digitadas (Diario Libre exige un máximo de mil) recibí este mensaje por WhatsApp de un amigo: “Hola, hermano, ¿ya comiste? El presidente hablará mañana en la noche”. Supuse entonces que Abinader iba a bloquear el tema de la agenda legislativa abortando así un trabajo que me había consumido casi cuatro horas. “El hombre va a tumbar la vaina” fue la premonición que susurré entre dientes, suficiente para darle un shut down al ordenador. Subí el volumen de la canción que sonaba: Georgia on my mind (Michael Bolton). Dejé las cosas intactas, y, frustrado, abandoné la oficina.
El domingo vi el corto discurso. Me sentí ligeramente aliviado. Abinader diluía así los nerviosos escarceos sobre un tema que se hacía “obsesión pública” en un país de opiniones rumiantes. Pudo haberse evitado el trance, con mejor apoyo consultivo, pero si a él, que es el jefe de Estado, no le inmuta agregar otro título a su antología de arrepentimientos, a mí menos. Lo reprochable era convertir en ley lo que estaba circulando. Aunque parca, la respuesta del presidente fue certera.
Este relato puede verse con dos apariencias: un presidente sensato o una nación que vigila. Por suerte concurren las dos. Sin embargo, en cualquier sentido, hay determinaciones que parecen irreversibles y una de ellas es la de una sociedad cansada de consentir, pero resuelta a cambiar. Es lo que hemos visto desde hace más de cinco años. Su celo no es tornadizo ni tampoco incitado: nace y se afirma a partir de una crónica de depredaciones impunes de la mayoría de los gobiernos.
Hemos tenido una historia de gestión ineficiente, anacrónica y corrupta. No obstante, con el paso del tiempo, la burocracia estatal ha tenido que ceder a ciertas mejoras en sus procesos de gestión, no así en los de control o rendición de cuentas. Obvio, falta más de lo que se ha hecho.
La ineficiencia operativa del Estado fue la primera excusa política para legitimar los procesos privatizadores que se dieron en América Latina a partir del 1990 en ocasión de los ajustes estructurales “recomendados” por los organismos internacionales de financiamiento. La idea que se impuso como dogma es que el Estado no sabía ni podía administrar. Sobre esa premisa se armaron colusiones con grupos de intereses económicos para traspasar a su favor derechos, bienes y concesiones del Estado al amparo de esquemas subsidiados, acelerados y opacos de enajenaciones públicas.
Lejos de mejorar el desempeño de las empresas estatales, la mayoría de los gobiernos apresuró su deterioro para forzar la privatización y derivar así utilidades colaterales. No fueron pocas las fortunas latinoamericanas de políticos y empresarios que nacieron o se consolidaron con el gran negocio de las privatizaciones. México, Argentina y Chile fueron verdaderas láminas. La propaganda de la época fue poderosamente persuasiva: presentar al empresario como la mano redentora que, en nombre del empleo y la eficiencia, venía a asumir los riesgos del salvamento mientras que el político quedaba como el responsable de todos los males. Desde entonces el empresario fue mercadeado como un dechado ético dispuesto a producir riqueza solidaria e imponer prácticas de buena gestión en tanto que el gobierno era un botín de reparto entre políticos corruptos y desclasados.
Luego de evaluarse los magros beneficios sociales de las principales privatizaciones de América Latina y la posterior emergencia de un capital (empresarial-político) construido con la llamada “economía del poder” en la que el político se hizo empresario y el empresario invirtió capital político, este último empezó a revelarse sin mitificaciones: como un agente económico real que procura el máximo rendimiento y participa en contrataciones públicas viciadas, coludidas y opacas. Es entonces cuando su marca empieza a crear igual sospecha que la del político, con la ventaja, para él, de que en algunas culturas políticas, como la nuestra, predomina el sesgado concepto de que el empresario, cuando participa como contratista, licitador o socio del Estado, es un tercero ajeno a las defraudaciones públicas de los políticos y que por su condición no puede ni debe ser alcanzado.
Esa percepción que ve la ética pública como una dinámica dicotómica entre malos y buenos (políticos y empresarios) parece gravitar pesadamente en este Gobierno, de fuerte matriz empresaria. Así, el propio ministro de Energía y Minas, Antonio Almonte, al defender el esquema del fideicomiso para la gestión y operación de Punta Catalina ha argumentado que la escogencia de este instrumento se hizo para “despolitizar el complejo energético”; en otras palabras, defenderla de los políticos. La pregunta se impone: ¿Y de los empresarios quién nos defiende? ¿Acaso son políticos los que generan energía en un mercado oligopolio dominado por la concentración y la falta de transparencia? Y, aclaro, para evitarle el escozor a las finas epidermis: creo y defiendo una economía de libre mercado, ejerzo el derecho empresarial por más de tres decenios, y, al hablar de empresarios, no aludo al emprendedor o inversionista que padece igualmente un modelo de rabiosa competencia desleal. Me refiero a los que abusan de su posición de dominio económico e influencias políticas para concentrar las oportunidades del Estado en condiciones ventajosas.
Luis Abinader debe demostrar que como empresario es un buen político y revertir la manida creencia de que el Estado no sabe administrar. Punta Catalina debe ser la insignia más alta de esa intención. Y el problema no solo es del instrumento o la técnica jurídica para sustentar sus estructuras y operaciones (fideicomiso, sociedad de capital u órgano descentralizado) sino de aislar la dirección, gestión y control de la terminal de cualquier riesgo conflictivo con intereses concurrentes. Antes de pensarse en nombres, deben definirse perfiles; antes de proponer diseños funcionales, deben idearse marcos seguros de políticas sectoriales para darle sentido de futuro a una obra que nos costó más de lo que pudo haber sido. La preservación de ese activo en el patrimonio público es prioritario y estratégico porque aporta un tercio de la matriz energética nacional. Abinader está compelido a convertir una obra necesaria, pero que resultó de la corrupción, en un emblema de buena gestión.
Así las cosas, prometo llevar las aportaciones inconclusas que quise hacer a través de estos escritos al centro del debate abierto en el Consejo Económico y Social, foro propuesto por el presidente Abinader para discutir la suerte de Punta Catalina. Ojalá nos hagan caso. Mientras, gracias, señor presidente; usted no solo habla, también escucha. Eso es virtuoso en un país que ha tenido como mandatarios a ciegos, sordos y mudos.
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