Generalmente la "tierra arrasada” se deja al momento de la retirada. Pero en Moscú hubo de esta tierra desde un comienzo, o incluso antes de que el canciller estadounidense, Rex Tillerson, pisara suelo ruso. Pero sólo era basura lo que ardía en el aeropuerto internacional de Vnukovo, donde Rex Tillerson aterrizó. Nada más.
Para los místicos, esto fue una clara y negativa señal para las posteriores conversaciones con su homólogo ruso, Serguéi Lavrov. Pero también, según ellos, fue un anticipo para las relaciones ruso-estadounidenses en particular y para la situación política en general. Finalmente ocurrió lo que no sólo los místicos presagiaban: es decir, nada.
Sin duda, el cielo sobre Vnukovo se despejó nuevamente. Sin duda, el ruso saludó cortésmente al estadounidense. Incluso, el hombre más importante en el Kremlin recibió después de muchas dudas a su invitado de Washington. Tras cinco horas de conversación con Lavrov, Tillerson se reunió con el presidente Vladimir Putin. Pero igual no sirvió de nada.
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Un ultimátum era lo que Tillerson, al parecer, tenía en la maleta y lo que los medios rusos ya habían insinuado antes de su visita. Un ultimátum con el lema: el que no está con nosotros, está contra nosotros. Rusia debería dejar que el gobernante sirio Bashar al Assad caiga y además terminar, lo antes posible, su cooperación con Irán.
Juri Rescheto, corresponsal de DW en Moscú.
El significado de esta visita, sigue siendo poco claro. Lo que era claro es que Tillerson llegaba a Moscú desde Italia, donde él con sus colegas del G-7 acordaron no castigar a Rusia por su accionar en Siria. Nada de sanciones, sino advertencias y palabras. Algo que, al mismo tiempo, provoca un temor comprensible en Ucrania.
Tillerson había asegurado al presidente ucraniano, Petro Poroshenko, que EE. UU. no pondría en duda la integridad territorial de Ucrania. Nada más. Algo que no suena realmente como un ultimátum.
La misma noche de la llegada de Tillerson a Moscú, el presidente de Rusia brindó una larga entrevista televisiva. Una entrevista que se puede entender como una lección de un político experimentado de la Plaza Roja, contra un novato en la política de la Casa Blanca.
Aunque Putin es más joven que Trump, el presidente ruso está desde hace mucho más tiempo en el cargo. Putin habría dado a entender que el reciente ataque con gas venenoso en Siria fue parte, en realidad, de una provocación para eliminar a los "malos", así como en 2003 en Irak y diez años después en Siria. Que el verdadero perdedor podría ser Donald Trump si insiste con más ataques en Siria. Que los enemigos políticos de Trump en su propio país lo iban a destruir, en caso de que la operación contras Siria falle. Y que, por lo tanto, Rusia sería el verdadero amigo de Trump, un amigo con el que puede cazar juntos terroristas y así ser elogiado.
¿Por qué no?, pensó seguramente Tillerson. Los terroristas son los malos, un enemigo en común. A los rusos sólo les falta deshacerse de Assad. Tillerson fue con esa idea al Kremlin. Y salió sin nada. O casi nada, aparte de la disposición principal de los rusos a respetar el acuerdo de evitar conflictos nuevamente en el espacio aéreo sirio. Un resultado importante, que sirve a ambas partes y que protege al mundo, posiblemente, de una Tercera Guerra Mundial.
Por lo demás, esta primera visita a Moscú del ministro de Asuntos Exteriores de la nueva administración estadounidense fue una escaramuza diplomática, después de la cual ni Rusia, ni el resto del mundo se han enterado de algo nuevo: ¿qué planes tiene Estados Unidos con Rusia?, ¿hasta dónde llegarán en Siria? Los tiempos de la "Kremlin-Astrología" no han terminado. Y los tiempos de la "Casa- Blanca-Astrología" parecen recién empezar.
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