SANTO DOMINGO (Rep. Dominicana).- ¿Sirven de algo los programas que procuran la reinserción laboral de las trabajadoras sexuales a partir de otros oficios? ¿Cuáles son sus resultados? El tema está lleno de controversias y no hay respuestas simples ni absolutas. El valor que se le otorgue a estas iniciativas y los efectos que se les atribuyen pueden variar drásticamente, dependiendo de dónde exactamente se esté viendo el “problema”.
Por un lado, los proyectos de “rescate” se consideran útiles en el sentido de que les ofrecen a las mujeres la oportunidad de avanzar en sus estudios primarios o aprender un oficio que amplíe su precario abanico de oportunidades. Esto es precisamente lo que han estado haciendo las hermanas Oblatas del Santísimo Redentor en el Centro Nuestra Esperanza, en Haina, desde hace 23 años: se acercan a las mujeres, las invitan a terminar sus estudios primarios y ofrecen cursos de formación técnica.
Si se le hace la pregunta inicial a la hermana Nieves Altagracia de la Cruz, la respuesta es simple: su labor no es una panacea, pero no porque sea una forma incorrecta de afrontar el tema de la prostitución, sino porque la creación de capacidades por sí sola no siempre supone la existencia de opciones verdaderas y sostenibles para esta la población.
“No puedes ir con las manos vacías a decirles que dejen la calle. Cuando les hablas de las opciones que hay, ellas te dicen: hermana, yo me voy a trabajar a la zona franca y en quince días no me gano ni dos mil. En la prostitución, a pesar de lo difícil que es, me puedo ganar tres mil en una semana”, lamenta la religiosa.
Pese a reconocer esta debilidad y el propio hecho de que la mayoría de las mujeres que participan en su programa no dejan el trabajo sexual, está convencida de que obra correctamente.
“La prostitución no es un trabajo. Eso denigra a las personas. El trabajo dignifica, no denigra”. Nieves Altagracia De la Cruz, directora del Cento Nuestra Esperanza.
Hay testimonios de éxito que la reconfortan. Solanyi, por ejemplo, que dejó el trabajo sexual hace cerca de 20 años. Sus memorias incluyen los pasajes dramáticos en los que sufrió abusos y golpizas que afortunadamente quedaron sepultados por el tiempo; pero está coronada de momentos hermosos de la etapa que percibe como su “regeneración”. Ha dedicado las últimas dos décadas a educar a sus hijos y a su empleo en el sector público, un proceso que vive con satisfacción, como su conquista de la dignidad.
“Solanyi, ponme ese nombre. Fue mi nombre de la calle. Me inicié aquí en Haina, cuando el papá de los hijos míos me dejó sola, con el más pequeño interno. Tuvimos tres hijos y el menor tenía siete meses que había nacido. Lloré mucho. Luego me adapté, anduve muchos sitios y terminé de nuevo en Haina. Cuando las hermanas Oblatas llegaron a Haina, ahí las conocí. Cogí talleres y empecé a trabajar. A partir de entonces, como dicen los tígueres, yo me quité… Duré como cinco años en eso y le doy gracias a Dios que salí bien, porque muchas de mis compañeras están muertas o cortadas… Hoy me dicen doña. Soy una doña. Donde quiera que me mueva, todo el mundo me respeta. Les di educación a mis hijos, todos son profesionales… Hay muchas cosas bellas que se pueden hacer sin vender tu cuerpo. Yo, hoy, me siento libre y bien conmigo misma. Soy feliz, gracias a Dios. ¿Que si es difícil? No es fácil ni difícil. Es cuestión decisión”.
Solangi, como las oblatas, entiende que la sociedad tiene razones morales e incondicionales para eliminar, completamente, el trabajo sexual. Y trabaja para ello, porque desde su punto de vista no es ni puede ser un trabajo decente.
Pero su historia es tan conmovedora como excepcional. Por múltiples factores, no la regla, dado que muchas de las mujeres que participan en los programas del centro u otros similares nunca dejan el trabajo sexual o, lo hacen, pero no de manera permanente.
Las Oblatas lo saben. Aunque intentan “que tengan otra opción de vida” y procuran cambios sustanciales en su medio de sustento, no hay garantías.
Esto influye en que haya formas distintas de abordar el tema. Para el Movimiento de Mujeres Unidas (Modemu), por ejemplo, es infructuoso y un desatino aspirar a erradicar el trabajo sexual.
Además de lo difícil que sería hacer desaparecer esta antiquísima práctica, piensan que debe abordarse como un oficio digno que les permite ganarse el sustento a miles de mujeres y que, para ser implementado, requiere del uso del cuerpo, como ocurre con muchos otros oficios que no están estigmatizados.
“Puedes crear en ellas capacidades que no existían para que decidan si siguen en el trabajo sexual o no. La falla está en plantearte desde el principio -y exclusivamente- sacarlas, porque las estigmatizas más”, Liyana Pavón, especialista en trata de personas y trabajo sexual.
Así, para el colectivo, la prioridad no debe ser el “rescate” de las mujeres que lo ejercen, sino el adecentamiento de las condiciones en que lo hacen.
A su entender, que este trabajo parezca indigno es resultado de una doble moral de la sociedad, de un pudor injustificable basado en concepciones religiosas que históricamente han hecho que se evada y hasta se cuestione el carácter del sexo como una necesidad humana.
Partiendo de esto, Jacqueline Montero, presidenta de la organización, sostienen que la forma más apropiada de ayudar a estas mujeres es otorgándoles reconocimiento como parte de la clase trabajadora. De hecho, Modemu forma parte de la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe que, en toda la región, está haciendo incidencia por la aprobación de leyes que reconozcan y formalicen el trabajo sexual autónomo.
La especialista Liyana Pavón, abogada y consultora en trata de personas y género, piensa que procediendo a partir de este enfoque se combaten los elementos más dramáticos y nocivos que caracterizan el trabajo sexual: la discriminación y el estigma que la sociedad ejerce sobre las mujeres y el consecuente sentimiento de autodesprecio o poca valoración que ellas sufren.
Desde su ángulo se percibe que, contrario a lo deseado, estos males que se fortalecen con los proyectos “rescatistas”.
A través de Modemu, el programa estatal Banca Solidaria ha otorgado 460 microcréditos para trabajadoras sexuales que prueban suerte con negocios propios. En los próximos meses, se prevé beneficiar a 200 más. Todavía no hay informes de resultados.
“Aunque al momento del diseño de los proyectos se pretende darles una segunda opción la realidad es que ellas no dejan el trabajo sexual. Lo siguen haciendo, a veces como fuente de ingresos extras. … Puedes crear en ellas capacidades que no existían para que decidan si siguen en el trabajo sexual o no. La falla está en plantearte desde el principio -y exclusivamente- sacarlas, porque las estigmatizas más”, refiere.
Hace el planteamiento basándose en la idea de que cuando se les invita a dejar el trabajo sexual suele argumentarse que éste es indigno y sucio, y si las mujeres empiezan un negocio que no logra arrancar, su frustración se incrementa.
Como precisa Pavón, no es que las dos visiones sean excluyentes o contradictorias, de hecho Modemu las conjuga, pero en la práctica ha sido históricamente difícil despojarse del pesado estigma estampado sobre el trabajo sexual. Además hay una diferencia esencial y clara entre el abordaje del tema desde un plano moral-religioso y desde otro en que lo moral está determinado por el sentido social.
Hay conceso en que ningún esfuerzo para crear capacidades y oportunidades para las mujeres es en vano, sobre todo si se considera que las trabajadoras sexuales son expulsadas de su mercado siendo todavía muy jóvenes. Jacquelin Montero apunta que una edad tan temprana como los 30 años, cuando otras mujeres empiezan la primavera de su vida profesional, las trabajadoras sexuales empiezan su declive, sufriendo el menosprecio y el rechazo de sus clientes. Cuando llega este momento, y en la mayoría de los casos, emigrar es, lejos de una opción, algo ineludible.
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