Aún no ha acabado la pandemia, pero ya han cambiado muchas cosas. Una de ellas, la política económica. A ningún gobierno, no importa su color, le ha temblado el pulso a la hora de apretar el botón del gasto público para paliar los daños que el virus y las restricciones están infligiendo a las personas y a las empresas. Donde antes se veneraba la austeridad y se demonizaba la deuda ahora se presume de generosidad en las ayudas y de eficacia en el incentivo público. En Estados Unidos se repite el New Deal un siglo después, con una explosión de inversiones en infraestructuras y de gasto social nunca visto. Y al otro lado del Atlántico la Unión Europea se acerca a una política fiscal común ensayando con los multimillonarios Fondos de Recuperación.
También los gobiernos han dado un golpe de timón a sus presupuestos nacionales. Incluso los adalides de la frugalidad se han visto obligados a abrir el grifo de los fondos públicos acuciados por el tsunami del coronavirus. La economía real acude suplicante al Estado en busca de ayuda para sobrevivir a la parálisis impuesta por las restricciones. El gasto público no sólo se ha vuelto necesario sino también virtuoso. Ya antes de dejar el cargo, Angela Merkel, látigo de los despilfarradores del sur europeo, utilizó el semestre de presidencia alemana en la UE para presionar a sus hasta entonces alumnos aventajados, los “frugales”, para conseguir el millonario fondo. Incluso se permitió invocar la “solidaridad en la crisis”. “No sólo es un gesto humanitario, sino también una inversión de futuro”, proclamó.
Ahora que un socialdemócrata la ha sucedido en la cancillería, Alemania se prepara para “refundar la economía social de mercado” y aprobar inversiones “masivas” que deberán modernizar la Administración y las infraestructuras o construir 400.000 viviendas. De hecho, el nuevo Gobierno tripartito –con Verdes y Liberales– acaba de aprobar un presupuesto adicional de 60.000 millones de euros que financiará proyectos ecológicos y de digitalización. El Ministerio de Finanzas lo dirige un liberal, conspicuo enemigo del endeudamiento y de las subidas de impuestos, Christian Lindner, pero él mismo ha definido esa inyección de dinero público como un booster –la tercera dosis de la vacuna contra el virus– para la economía y una “práctica estatal habitual”.
Eso no significa de ningún modo que en Alemania los halcones del Schwarze Null, el endeudamiento cero consagrado en la Ley Fundamental alemana, hayan sido derrotados. De hecho, Olaf Scholz se ha cuidado mucho de dejar claro que respetará el ajuste fiscal. Para empezar, los 60.000 millones no aumentarán la deuda pública, puesto que saldrán de los créditos autorizados para este año, 240.000 millones, de los que sólo se han gastado 180.000. La deuda alemana no llega ni al 70% del PIB, una cifra frente a la que sonroja el 122,1% en que está encaramada la española. La fortaleza económica y fiscal de Berlín le permitirá no subir impuestos a los más ricos –pese a que fue una de sus promesas electorales–, al tiempo que aumenta el salario mínimo, de 9,6 a 12 euros la hora.
En Países Bajos, uno de los más fieles seguidores de la política de austeridad del ministro de Finanzas de Merkel Wolfgang Schäuble, como demostró Jeroen Dijsselbloem en sus años al frente del Eurogrupo, continúa al frente del Gobierno Mark Rutte. Pero también ha cambiado la dirección de la política económica. Aunque hay un nuevo Ejecutivo, integrado por cuatro partidos de centroderecha, es el tercero que encabeza el liberal Rutte, en el puesto desde 2010. Y lo mismo que antes lideraba la ortodoxia económica del club de los frugales y fue de los más difíciles de convencer para poner en marcha el Fondo de Recuperación europeo, propone ahora un gran programa de inversiones públicas que inevitablemente aumentará la deuda pública del país. El plan incluye un fondo de 35.000 millones de euros para promover la transición ecológica de la economía holandesa. Rutte quiere además construir 100.000 viviendas, subir un 7,5% el salario mínimo, aumentar las becas universitarias o subvencionar las guarderías.
Que Francia gaste sin miedo resulta menos sorprendente, pese a que Emmanuel Macron llegó al Elíseo defendiendo un liberalismo económico que, en cualquier caso, no prescinde del Estado del bienestar, aun necesitado de reformas. El exsocio de la banca Rothschild echó la casa por la ventana con el covid-19, aprobando un plan de 100.000 millones de euros en 2020. Para abril del próximo año le esperan elecciones presidenciales, así que ha presentado unos presupuestos con un aumento del gasto de 11.000 millones. A las generosas ayudas contra el covid les sucederán ahora inversiones en transición ecológica, interior, justicia, transporte público y medidas sociales como una renta mínima de 500 euros para jóvenes ni-ni que quieran formarse. El desembolso se financiará con el crecimiento del PIB y sin subir impuestos a los ricos. Al mismo tiempo, Macron promete recortar el déficit público más de tres puntos y la deuda pública del 116% actual al 114%.
Grandes coaliciones
También Mario Draghi ha elaborado unos presupuestos expansivos para el próximo ejercicio. El aumento del gasto alcanza los 23.400 millones. Con ese dinero habrá para conceder deducciones en los recibos de la luz y del gas, créditos blandos para que los jóvenes compren su primera vivienda, incentivos fiscales para que las empresas contraten a jóvenes y mujeres, y ayudas para reactivar la economía, con exoneraciones fiscales para bares y restaurantes o 150 millones de euros para el turismo.
Y, como en Francia, el Gobierno italiano confía en el rebote del PIB –el 6% este año y un 4,7% en 2022– para sostener el dispendio, porque el expresidente del BCE y exdirectivo de Goldman Sachs ha prometido una rebaja de impuestos, desde el IRPF hasta el IVA pasando por los tributos regionales, que va a dejar a las arcas públicas sin una recaudación de 12.000 millones de euros.
Con estas cuentas Mario Draghi ha tenido que satisfacer a los seis partidos que forman su gobierno, desde Forza Italia y La Liga hasta el Movimiento 5 Estrellas. Una circunstancia que se repite en otros países como Finlandia, donde el Ejecutivo se lo reparten cinco partidos de centroizquierda. Para 2022 ha aumentado su techo de gasto en 900 millones de euros y 500 millones para 2023. Finlandia también ha sido uno de los defensores de la frugalidad en la Unión Europea y, aunque su deuda pública es sólo del 57,2% del PIB –por debajo del objetivo del Pacto de Estabilidad, que es del 60%– y el déficit público no supera el 5,6% del PIB pese al aumento de los gastos por el covid, el Gobierno planea una subida de impuestos de entre 100 y 150 millones de euros para el próximo año. La idea es elevar el impuesto al tabaco y eliminar la subvención fiscal al gasóleo, pero no tocar ni el IRPF ni el impuesto de sociedades.
En Austria, la coalición de gobierno une a los conservadores del ÖVP y a Los Verdes. Y su presupuesto para 2022 sufre de parecido trastorno bipolar que los de sus socios europeos. “Quiero dejar algo claro: reducción de deuda no significa programa de austeridad, más bien selección y fijación de áreas de interés”, zanjó el exministro de Finanzas, Gernot Blümel cuando presentó las cuentas. La reciente dimisión de Sebastian Kurz como primer ministro –la Fiscalía lo investiga por corrupción– ha cambiado el gobierno, pero no su política económica. Contra el coronavirus, Austria desplegó “el mayor paquete de ayudas desde el Plan Marshall”, según presumió el extitular de Finanzas: los ERTE austriacos salvaron 1,2 millones de puestos de trabajo, las empresas recibieron 3.400 millones de euros en compensaciones mientras estuvieron cerrados por la pandemia y se han aplazado o rebajado pagos de impuestos por importe de 5.100 millones más.
Para el Gobierno austriaco, ese monto de ayudas ha sido posible gracias a las políticas fiscales sostenibles que ejecutaron antes de la llegada del virus. Así que, una vez pasado lo peor de las restricciones, Viena quiere volver a ellas, reduciendo deuda. En 2020 aumentó el gasto público un 12,1% y este año crecerá un 2,5%. Para 2022, está programado un gasto de 99.000 millones, con un recorte del déficit público del 6% actual al 2,3% y una reducción de cuatro puntos en la deuda pública, hasta el 79,1% del PIB.
El crecimiento previsto de la economía este ejercicio alcanzará el 4,4%, por lo que el Gobierno cree que tiene margen para acometer una gran reforma fiscal, “la mayor transformación del sistema tributario de la Segunda República [desde 1955]”, alardeó de nuevo Gernot Blümel. El tipo del impuesto de sociedades se rebajará del 25% al 23% y se concederán primas a las inversiones verdes por valor de 350 millones de euros. Pero también se crea un impuesto sobre el CO2 que deberán pagar todos los austriacos, 30 euros por cada tonelada que produzcan con sus coches o sistemas de calefacción.
En el lado del gasto, 8.700 millones se destinarán aún a luchar contra la pandemia, 1.720 millones financiarán políticas climáticas y medioambientales –2,5 veces más que en 2021– y 250 millones ayudarán a los parados de larga duración.
Las excepciones nórdicas
En Suecia gobierna en solitario el socialdemócrata SAP, pero con un presupuesto que le han diseñado tres partidos de la oposición: el Partido Moderado, los ultraderechistas Demócratas Suecos y los Demócratas Cristianos. Magdalena Andersson se convirtió en portada de todos los medios europeos el pasado noviembre cuando, tras convertirse en la primera mujer al frente del Gobierno de su país, dimitió sólo siete horas después. Una semana después volvió al cargo en una segunda votación a falta de un gobierno alternativo.
El caso es que el presupuesto de la oposición recorta el gasto previsto en las cuentas socialdemócratas en 107 millones de euros y Andersson tendrá que funcionar con él al menos hasta la primavera, cuando el Gobierno pueda presentar enmiendas, de acuerdo con las leyes suecas. También recorta los ingresos en 146 millones de euros, porque establece una reducción en el IRPF para trabajadores y pensionistas, rebajas en los impuestos al diésel y la gasolina y en los que gravan las opciones sobre acciones, las donaciones o la publicidad. Por el contrario, aumentan las partidas para pagar a los agentes de policía y equiparlos con equipos de alta tecnología, instalar cámaras de seguridad y aumentar la capacidad de los centros de detención de inmigrantes.
Aunque también hay espacio para el gasto social. Para reducir las listas de espera en la sanidad causadas por el coronavirus se dedicarán 332 millones de euros y 283 millones para aumentar la capacidad de los servicios de salud. Un total de 195 millones irán a mejorar las guarderías y 59 millones más a instalar puntos de recarga para vehículos eléctricos.
Dinamarca es de todos los llamados frugales el país que ha regresado a la ortodoxia fiscal con más decisión. De hecho, el Gobierno ha presentado un presupuesto cuyo objetivo declarado es “quitar el pie del pedal” para enfriar la economía. El gasto se recorta desde los 164 millones de este año hasta los 106 millones de euros en 2022. Los socialdemócratas gobiernan en solitario con el apoyo parlamentario de un partido de izquierda, Lista Unitaria, y los social liberales, pero los vientos fiscales son más propios de la derecha, al igual que su política de inmigración. En Dinamarca no tienen problemas de desempleo, que ha caído tras superar lo peor de la pandemia, pero sí sufren carencias de personal sanitario. No obstante, las cuentas de 2022 prevén recortar deducciones fiscales, como las que se deben a la adquisición de viviendas, para enfriar el mercado inmobiliario. Y habrá 113 millones para ayudas a personas sin hogar, discapacitados y ancianos. Las cuentas dedicarán sólo 4,7 millones de euros para luchar contra la escasez de mano de obra, pero 32 millones a mejorar el sistema penitenciario.
Reino Unido se ha aplicado igualmente a soportar sobre los hombros del Estado el impacto del covid. Y en ello seguirá el próximo año. Boris Johnson ya anunció su particular New Deal en 2020 cuando anunció un plan de 5.422 millones de euros para “construir y construir” todo tipo de infraestructuras, desde carreteras hasta hospitales y colegios. Unos meses después prometió la mayor inversión en defensa desde la Guerra Fría, 18.500 millones de euros adicionales para modernizar las fuerzas armadas británicas. Para 2022, Johnson promete un aumento del gasto de 177.000 millones de euros, de los que 5.900 irán al NHS, el castigado servicio de salud público.
Además, el Gobierno conservador británico quiere subir el salario mínimo de 8,1 a 9,5 libras la hora y ha puesto fin a la congelación de los sueldos de los funcionarios. Al mismo tiempo, se ha comprometido a bajar los impuestos al alcohol, los restaurantes y los comercios. No obstante, ya después del verano anunció un aumento de las cotizaciones a la Seguridad Social y del impuesto de sociedades.