Por Matías Bosch Carcuro
Es 1 de noviembre de 2001, alrededor de las 3 de la mañana en Santiago de Chile. Sonó el teléfono repetidas veces. Yo lo escuchaba, no quise cogerlo. Por qué? Pues no quise y ya... La razón me decía que uno debe levantarse y contestar, pero me resistí. A la mañana siguiente, como casi siempre, entré en internet a revisar la prensa dominicana. Ahí salía que el viejo, el abuelo Juan había fallecido. Luego supe que era mi padre que me llamó insistentemente para darme la noticia. En la noche del día 2 volé hacia Santo Domingo y de ahí directo a La Vega, donde nos dimos un abrazo gigante con mi abuela Carmen y despedimos al Viejo. De todas maneras, él estaba y está en mí. Lo recuerdo siempre como a fines de los '80 y el 90. Lo recuerdo lúcido, firme, terco, necio, indomable; lo recuerdo tierno y dulce, tremendamente cariñoso y protector; lo recuerdo lindo cuando hablábamos por teléfono y me mandaba alguna carta; lo recuerdo victorioso, luchador, combatiente, revolucionario; lo recuerdo inmensamente esperanzado en el ser humano, en nosotros, los hombres y las mujeres. Hoy, coincidentemente, llevan al Panteón de la Patria a mi coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, quien fue un hijo pero también un compañero de lucha, de vida y muerte. Anteanoche abracé a dos hijas suyas que no conocía... mis ojos se aguaron al tocar carne de su carne, huesos de sus huesos, calor humano proveniente de su genética esplendorosa. Cayó en combate a los 31 años. Un joven eterno y para siempre, como diciéndonos "no se rindan". Como dijo Víctor Jara: "Canto que ha sido valiente, siempre será canción nueva". Y como dijo Nicolás Guillén en su Balada de los dos Abuelos
"Los dos en la noche sueñan
y andan, andan.
Yo los junto.
Los dos se abrazan.
Los dos suspiran. Los dos
las fuertes cabezas alzan;
los dos del mismo tamaño,
bajo las estrellas altas"
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