Una nueva política para una nueva economía
17/06/2017 12:00 AM - PAVEL ISA CONTRERAS
Los casos de corrupción que se han venido conociendo en los últimos años han estado desnudando la política dominicana. El de Odebrecht ha sido, por sus dimensiones, el más escandaloso, pero fue sólo el último. En anteriores, no sólo se evidenció cómo se utilizó discrecionalmente el poder para el enriquecimiento propio, sino que en su paso por los tribunales también quedó claro cómo se usa el poder para comprometer la justicia, y el grado de subordinación de las más altas cortes al poder político.
Pero no sólo ha sido la corrupción la que ha mostrado las entrañas y la esencia de los actores políticos dominantes en el país. También lo hizo el proceso electoral de 2016. A pesar del amplio triunfo de Danilo Medina, la reforma constitucional que permitió la repostulación del presidente y las elecciones mismas terminaron constituyéndose en un pasivo para el gobierno y para el PLD. La reforma se basó en una negociación espuria y antidemocrática, calificada por no pocos como un soborno a una enorme proporción de la matrícula del Congreso. La campaña electoral, por su parte, fue significativamente desigual, y marcada, quizás más que otras, por el uso de recursos públicos, mientras la organización del proceso electoral fue un claro fracaso. Por su parte, la oposición fue incapaz de lograr diferenciarse del PLD, llegando incluso a postular candidatos locales muy cuestionables que fueron arrebatados al PLD.
Todo lo anterior está resultando en un significativo nivel de descrédito del sistema político, de los partidos en general, y de la forma dominante de hacer política de los últimos casi 40 años.
La vieja política
Esa práctica política y el entorno de ella se han caracterizado al menos por los siguientes elementos. Primero, por un papel preponderante de la corrupción, del dinero y del uso ilegítimo del poder para apuntalar los esfuerzos por alcanzar y mantenerse en el poder. Los proyectos políticos se han hecho cada vez más dependientes del dinero ilegítimo, lo cual en parte ha sido alimentado y a la vez alimenta el incremento descontrolado del costo de las campañas electorales.
Segundo, por una increíblemente débil regulación y una activa resistencia de los partidos a dotarse un marco normativo razonablemente bueno que regule la vida interna y que hagan más transparente el financiamiento, que lo reglamente y (ojalá) restrinja. Los partidos se han mostrado claramente indispuestos a disciplinarse. No quieren controles y quieren seguir funcionando como hasta ahora, restringiendo la participación y la democracia interna cuando a los grupos de más poder les conviene, y recibiendo financiamiento sin control, aunque eso termine comprometiendo la calidad de política pública y alimentando la corrupción.
Tercero, una limitada transparencia en el ejercicio de la función pública y espacios intolerablemente elevados para el manejo discrecional de los recursos del Estado. Esto se combina con la ausencia de regulación y la dependencia del dinero para crear un entorno favorable para el uso del dinero y los activos públicos para la política partidaria.
Cuarto, una reducida capacidad de la ciudadanía para interpelar a quienes ejercen poder y tienen posiciones de mando en el Estado. Hay insuficientes mecanismos efectivos para la participación directa, y la ciudadanía, en particular la más pobre, está débilmente organizada. A eso se suma el hecho de que muchos medios de comunicaciones y comunicadores están altamente condicionados por el poder político a través de diversas vías, especialmente la económica (p.e. contratos de publicidad con el Estado). El rol crítico de muchos medios ha quedado comprometido.
Quinto, unas prácticas clientelares generalizadas, a través de las cuales se intercambia apoyo político por favores desde el Estado. Eso debilita el ejercicio ciudadano y la capacidad de la población para organizarse y reclamar derechos, al tiempo que socaba la calidad de las políticas públicas y la capacidad del Estado para proveer las cosas a las que está obligado.
Sexto, una cultura política, alimentada desde el poder, en la que el clientelismo y el patrimonialismo en el Estado tienen cierto grado de legitimidad.
Resultado económico y social
En términos económicos y sociales y de políticas públicas, el resultado de esa vieja política es que se tiende a legislar y a gobernar, primordialmente, para perpetuarse en el poder y para acumular, no para enfrentar los problemas colectivos. En ese sentido, el gasto público se subordina a ese objetivo, ya sea para capturar votos o para granjearse apoyo de ciertos sectores que facilitan el acceso a recursos.
Pero además, genera una alta ineficiencia en el Estado porque una parte importante de los servidores públicos fueron contratados por motivos clientelares y no por sus competencias o su rendimiento. Maestros que no saben enseñar, personal médico que no asiste, personal diplomático que nunca abandona el país, y técnicos que no son tales, son sólo algunos conocidos ejemplos de esto. Eso compromete de forma decidida la calidad de los servicios públicos.
Adicionalmente, esa forma de hacer política contribuye a que la política social descanse demasiado en la asistencia social porque ésta última es individualizada, generando un potencial vínculo clientelar. Esto termina haciendo que se ponga insuficiente énfasis en proveer servicios sociales universales de calidad, o de proveer otros servicios públicos indispensables como protección del medioambiente, seguridad pública y justicia. De hecho, en este último caso, la prioridad ha sido capturar el sistema para protegerse, no que funcione.
En el ámbito fiscal, en un contexto de escasos mecanismos de defensa y débil organización y capacidad de resistencia de la ciudadanía, la tendencia ha sido a hacer descansar las recaudaciones en los impuestos indirectos como el ITBIS y los selectivos, que gravan más a los más pobres. Además, como la dinámica política de corto plazo es la que domina y la rendición de cuentas es tan pobre, hay una tendencia al endeudamiento público para sostener el gasto clientelar.
Por último, las políticas de desarrollo productivo y de empleo, así como las educativas y de protección ambiental, cuyos resultados son a largo plazo, terminan ocupando el asiento de atrás. Se pospone lo importante.
Una nueva política
Esa forma de hacer política no funciona para generar bienestar. Hay que superarla, hay que construir una nueva política, no sólo para hacer democracia y expandir la participación, sino también para erigir una economía más productiva y más inclusiva, y para darnos un Estado que produzca más y mejores bienes públicos.
Para ello se necesita que haya amenaza creíble de sanción a la corrupción, lo cual pasa por poner fin al control absoluto de los partidos sobre las altas cortes. También se requiere que haya una buena ley de partidos, que regule y limite y haga totalmente transparente el financiamiento, y asegure que los mecanismos formales de participación y deliberación funcionen. Hay, por igual, que poner fin al control del Ejecutivo sobre el Ministerio Público y sobre el Consejo Nacional de la Magistratura. Se requiere además de mecanismos más efectivos para asegurar transparencia y equidad en las contrataciones públicas, a fin de reducir los resquicios y prevenir las burlas a los mecanismos actuales de control como las licitaciones amañadas y la colusión entre oferentes.
Pero más que nada y como requisito de lo anterior, se necesitan dos cosas. Primero, que la gente esté empoderada, que reconozca que tiene no sólo el derecho sino la capacidad para cambiar el rumbo de la sociedad y del Estado. Solo un pueblo y una ciudadanía consciente del poder que tiene puede disciplinar a los partidos políticos y hacer que estos respondan a sus intereses, aún diversos y contradictorios. Los partidos, por sí mismos, no harán la diferencia. Hay que obligarlos.
Segundo, necesitamos nuevos liderazgos y nuevos partidos políticos, que piensen la política de otra manera, que la piensen de cara a la gente y a los problemas colectivos. Es muy difícil que los partidos que tenemos, los de mayor peso, cambien su forma de comportarse y sus paradigmas de la política. Parecen estar irremediablemente dañados, y quienes dentro de ellos quieren hacer de la política algo diferente no tienen la fuerza necesaria.
Por ello, en paralelo a la construcción de fuertes movimientos sociales, de más “marchas verdes”, que accionen en temas cruciales como la política social, la democracia y el medioambiente, hay que construir “partidos verdes” y “opciones electorales verdes” que terminen “matando” a la vieja política y abriendo las puertas a una nueva democracia, a una nueva economía y al bienestar colectivo.
Pero no sólo ha sido la corrupción la que ha mostrado las entrañas y la esencia de los actores políticos dominantes en el país. También lo hizo el proceso electoral de 2016. A pesar del amplio triunfo de Danilo Medina, la reforma constitucional que permitió la repostulación del presidente y las elecciones mismas terminaron constituyéndose en un pasivo para el gobierno y para el PLD. La reforma se basó en una negociación espuria y antidemocrática, calificada por no pocos como un soborno a una enorme proporción de la matrícula del Congreso. La campaña electoral, por su parte, fue significativamente desigual, y marcada, quizás más que otras, por el uso de recursos públicos, mientras la organización del proceso electoral fue un claro fracaso. Por su parte, la oposición fue incapaz de lograr diferenciarse del PLD, llegando incluso a postular candidatos locales muy cuestionables que fueron arrebatados al PLD.
Todo lo anterior está resultando en un significativo nivel de descrédito del sistema político, de los partidos en general, y de la forma dominante de hacer política de los últimos casi 40 años.
La vieja política
Esa práctica política y el entorno de ella se han caracterizado al menos por los siguientes elementos. Primero, por un papel preponderante de la corrupción, del dinero y del uso ilegítimo del poder para apuntalar los esfuerzos por alcanzar y mantenerse en el poder. Los proyectos políticos se han hecho cada vez más dependientes del dinero ilegítimo, lo cual en parte ha sido alimentado y a la vez alimenta el incremento descontrolado del costo de las campañas electorales.
Segundo, por una increíblemente débil regulación y una activa resistencia de los partidos a dotarse un marco normativo razonablemente bueno que regule la vida interna y que hagan más transparente el financiamiento, que lo reglamente y (ojalá) restrinja. Los partidos se han mostrado claramente indispuestos a disciplinarse. No quieren controles y quieren seguir funcionando como hasta ahora, restringiendo la participación y la democracia interna cuando a los grupos de más poder les conviene, y recibiendo financiamiento sin control, aunque eso termine comprometiendo la calidad de política pública y alimentando la corrupción.
Tercero, una limitada transparencia en el ejercicio de la función pública y espacios intolerablemente elevados para el manejo discrecional de los recursos del Estado. Esto se combina con la ausencia de regulación y la dependencia del dinero para crear un entorno favorable para el uso del dinero y los activos públicos para la política partidaria.
Cuarto, una reducida capacidad de la ciudadanía para interpelar a quienes ejercen poder y tienen posiciones de mando en el Estado. Hay insuficientes mecanismos efectivos para la participación directa, y la ciudadanía, en particular la más pobre, está débilmente organizada. A eso se suma el hecho de que muchos medios de comunicaciones y comunicadores están altamente condicionados por el poder político a través de diversas vías, especialmente la económica (p.e. contratos de publicidad con el Estado). El rol crítico de muchos medios ha quedado comprometido.
Quinto, unas prácticas clientelares generalizadas, a través de las cuales se intercambia apoyo político por favores desde el Estado. Eso debilita el ejercicio ciudadano y la capacidad de la población para organizarse y reclamar derechos, al tiempo que socaba la calidad de las políticas públicas y la capacidad del Estado para proveer las cosas a las que está obligado.
Sexto, una cultura política, alimentada desde el poder, en la que el clientelismo y el patrimonialismo en el Estado tienen cierto grado de legitimidad.
Resultado económico y social
En términos económicos y sociales y de políticas públicas, el resultado de esa vieja política es que se tiende a legislar y a gobernar, primordialmente, para perpetuarse en el poder y para acumular, no para enfrentar los problemas colectivos. En ese sentido, el gasto público se subordina a ese objetivo, ya sea para capturar votos o para granjearse apoyo de ciertos sectores que facilitan el acceso a recursos.
Pero además, genera una alta ineficiencia en el Estado porque una parte importante de los servidores públicos fueron contratados por motivos clientelares y no por sus competencias o su rendimiento. Maestros que no saben enseñar, personal médico que no asiste, personal diplomático que nunca abandona el país, y técnicos que no son tales, son sólo algunos conocidos ejemplos de esto. Eso compromete de forma decidida la calidad de los servicios públicos.
Adicionalmente, esa forma de hacer política contribuye a que la política social descanse demasiado en la asistencia social porque ésta última es individualizada, generando un potencial vínculo clientelar. Esto termina haciendo que se ponga insuficiente énfasis en proveer servicios sociales universales de calidad, o de proveer otros servicios públicos indispensables como protección del medioambiente, seguridad pública y justicia. De hecho, en este último caso, la prioridad ha sido capturar el sistema para protegerse, no que funcione.
En el ámbito fiscal, en un contexto de escasos mecanismos de defensa y débil organización y capacidad de resistencia de la ciudadanía, la tendencia ha sido a hacer descansar las recaudaciones en los impuestos indirectos como el ITBIS y los selectivos, que gravan más a los más pobres. Además, como la dinámica política de corto plazo es la que domina y la rendición de cuentas es tan pobre, hay una tendencia al endeudamiento público para sostener el gasto clientelar.
Por último, las políticas de desarrollo productivo y de empleo, así como las educativas y de protección ambiental, cuyos resultados son a largo plazo, terminan ocupando el asiento de atrás. Se pospone lo importante.
Una nueva política
Esa forma de hacer política no funciona para generar bienestar. Hay que superarla, hay que construir una nueva política, no sólo para hacer democracia y expandir la participación, sino también para erigir una economía más productiva y más inclusiva, y para darnos un Estado que produzca más y mejores bienes públicos.
Para ello se necesita que haya amenaza creíble de sanción a la corrupción, lo cual pasa por poner fin al control absoluto de los partidos sobre las altas cortes. También se requiere que haya una buena ley de partidos, que regule y limite y haga totalmente transparente el financiamiento, y asegure que los mecanismos formales de participación y deliberación funcionen. Hay, por igual, que poner fin al control del Ejecutivo sobre el Ministerio Público y sobre el Consejo Nacional de la Magistratura. Se requiere además de mecanismos más efectivos para asegurar transparencia y equidad en las contrataciones públicas, a fin de reducir los resquicios y prevenir las burlas a los mecanismos actuales de control como las licitaciones amañadas y la colusión entre oferentes.
Pero más que nada y como requisito de lo anterior, se necesitan dos cosas. Primero, que la gente esté empoderada, que reconozca que tiene no sólo el derecho sino la capacidad para cambiar el rumbo de la sociedad y del Estado. Solo un pueblo y una ciudadanía consciente del poder que tiene puede disciplinar a los partidos políticos y hacer que estos respondan a sus intereses, aún diversos y contradictorios. Los partidos, por sí mismos, no harán la diferencia. Hay que obligarlos.
Segundo, necesitamos nuevos liderazgos y nuevos partidos políticos, que piensen la política de otra manera, que la piensen de cara a la gente y a los problemas colectivos. Es muy difícil que los partidos que tenemos, los de mayor peso, cambien su forma de comportarse y sus paradigmas de la política. Parecen estar irremediablemente dañados, y quienes dentro de ellos quieren hacer de la política algo diferente no tienen la fuerza necesaria.
Por ello, en paralelo a la construcción de fuertes movimientos sociales, de más “marchas verdes”, que accionen en temas cruciales como la política social, la democracia y el medioambiente, hay que construir “partidos verdes” y “opciones electorales verdes” que terminen “matando” a la vieja política y abriendo las puertas a una nueva democracia, a una nueva economía y al bienestar colectivo.
http://www.elcaribe.com.do/2017/06/17/una-nueva-politica-para-una-nueva-economia
Entrevista al economista Pavel Isa en #SILVIAenPerspectiva @Tvsilviagarcia
Luis Orlando Diaz Volquez https://youtu.be/to_y2G_nrgg
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