Por CLAUDIO ACOSTA
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Doce días tras las rejas le cambian la perspectiva, y el ánimo, a cualquiera, y si no que le pregunten a los choferes que desde el pasado primero de mayo guardan prisión acusados de intentar incendiar un autobús lleno de niños que se dirigía a la Feria del Libro, que ya no encuentran de qué forma expresar su “arrepentimiento”. Los sindicatos a los que pertenecen esos choferes se han comprometido a realizar una campaña de protección y cuidado de los menores en sus unidades, como una forma de resarcir el daño causado y convencer así a la Procuraduría General de la República de que los perdone y disponga su libertad. El problema es que, a estas alturas, las cosas no son tan simples ni tan fáciles, pues la suerte de los detenidos está en manos de un juez, que será quien decida si acoge las acusaciones del Ministerio Público o si, como exigen sus abogados, ordena su libertad pura y simple ya que no se produjo un crimen agravado sino “un asunto de simple policía”. Desde luego, nadie cree que los apresados son los “hombres serios y de trabajo” que describen sus abogados, y mucho menos los arrepentidos angelitos en que parece haberlos convertido la prisión, pues esta sociedad está harta de los desmanes de choferes y sindicatos y quiere –y necesita– ver sanciones. Pero también está cansada de ver cómo los gobiernos, por conveniencia politiquera, les han dejado hacer y deshacer a su antojo, otorgándoles una patente de corso que han aprovechado hasta el exceso y sin la cual nunca hubieran hecho lo que hicieron con ese autobús y esos niños.
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