Como es advertible a primera vista, la migración haitiana en República Dominicana ha terminado cobrando un ritmo vertiginoso que se ha tornado en síntesis de los múltiples problemas de la comunidad nacional.
Ciertamente, detrás del proceso subyace la agravación de las atroces condiciones de vida del pueblo haitiano, aunque ha ido variando el peso de otros componentes causales. A la demanda de mano de obra barata en nuestro país, para racionalizar un esquema de explotación social, se han superpuesto presiones internacionales crecientes con el fin de que el Estado dominicano permita la ampliación indefinida de la población migrante en condiciones de ilegalidad. Como resultado de estas presiones, la migración se ha salido de control, retroalimentada por la corrupción endémica que corroe el funcionamiento del sistema político.
Por primera vez en mucho tiempo, el presidente Luis Abinader se ha propuesto imponer correctivos a este fenómeno. No es en él una postura improvisada, pues fue un tema de campaña, en manifestación de la toma de conciencia sobre el agravamiento incesante del problema.
Lo que está planteado como objetivo para la generalidad de dominicanos es harto sencillo e incontrovertible en su conveniencia: que cese la existencia de migrantes ilegales, a fin de que se produzca una regularización de su estatus y una organización mínima del mercado laboral, y que se produzca la repatriación de los ilegales en cumplimiento de los mandatos legales.
Ha bastado que se comenzara a aplicar el conjunto de disposiciones en tal dirección para que las presiones sobre el Estado dominicano se hayan exteriorizado de formas desconocidas. Salvo excepciones de poca monta, hasta donde llega la capacidad de memoria cotidiana, los cuestionamientos a la aplicación de los preceptos legales del Estado se hacían desde organismos internacionales aupados por núcleos de haitianos en el exterior o bien mediante canales diplomáticos sutiles que quedaban fuera del alcance de conocimiento de la población. Pero, más allá de las versiones sobre de situaciones puntuales, quedaron pruebas fehacientes acerca de tentativas más graves, como un plan para el establecimiento de campos de refugiados que no se ejecutó por la postura de Joaquín Balaguer. Hubiera implicado el ingreso en avalancha de muchas decenas de miles de “refugiados y acelerado desde entonces el caos migratorio que se experimenta en la actualidad.
En las semanas recientes ha aflorado la verdad cruda acerca del origen del designio de que República Dominicana acoja un volumen mucho mayor de migrantes del país vecino en condición permanente y no revocable de refugiados. No bastaron los alegatos de un “alto comisionado” de la ONU, conforme a los patrones hasta ahora básicamente empleados, cuyos alegatos fueron calificados certeramente por el presidente Abinader como irresponsables. De manera sorprendente el siguiente acto se abrió con una combinación de sanciones, una directamente económica a la exportación de azúcar, sustentada en el supuesto maltrato a los trabajadores por el Central Romana, y la otra sobre el turismo con la imputación exorbitante, en falseamiento desfachatado, de que se maltrata a turistas de color oscuro.
El país racista por antonomasia del mundo occidental desarrollado, en el que millones de integrantes de formaciones de extrema derecha exteriorizan el odio y se entrenan en el ejercicio de la violencia étnica, se da el lujo de acusar a República Dominicana de practicar el racismo.
No es el momento ahora de analizar la validez de la acusación. Pero es de aclarar que, si bien siguen existiendo criterios asociados a racismo o prejuicio de color entre sectores minoritarios de dominicanos, no tienen punto de comparación con lo que es característico de la “gran democracia del norte”. Contrariamente al país de los autoconstituidos jueces del mundo, desde tiempos remotos entre los dominicanos ha primado la tolerancia en materia de diversidad de color, al grado de que ha operado como uno de los fundamentos de la estructuración de la nación. Más aún, también contrariamente a la intolerancia ideológica prevaleciente entre las élites dirigentes del líder del “mundo libre”, después de la caída de la tiranía de Trujillo entre los dominicanos existe una capacidad de diálogo fruto de la tolerancia hacia las opiniones de otros.
Resulta, por otra parte, falaz el alegato de que no procede en el momento la devolución de migrantes ilegales debido a la crisis humanitaria que se atraviesa en Haití. En verdad, la migración no opera sino como válvula de escape para la preservación del estatus ominoso en que se ha sometido al pueblo haitiano.
Los alegatos muestran con claridad meridiana lo que subyace detrás de esta indecorosa condena a República Dominicana: que la entrada masiva de haitianos al territorio del Estado que comparte la isla opere como válvula de escape para que no emigren al país donde se ejerce el derecho de intervenir en los asuntos de los demás, incluso mediante el empleo de la agresión bélica (Irak o Afganistán, para no hablar de Vietnam). El propósito de la operación es de larga data, pero se refuerza en las presentes condiciones. Es más que revelador de la doble moral envuelta que concomitantemente en varias de sus demarcaciones estatales se haya decidido poner en ejecución medidas que permitan la deportación de ilegales con violación flagrante de los derechos humanos que dicen defender a escala planetaria como imperialismo moralizador.
Para República Dominicana se abre un panorama delicado. La pequeña y débil economía nacional gravita alrededor del poderoso gigante: la mitad de ingresos por el turismo, el destino de la gran mayoría de exportaciones, la todavía mayor proporción de remesas de residentes en el exterior. Esta relación se ha fundamentado en un ordenamiento geopolítico implantado desde los primeros años del siglo pasado, para lo cual fueron requeridas dos intervenciones militares.
Pero los dominicanos continúan constituidos en nación, y por tanto con la prerrogativa de ejercicio de la soberanía por medio de un ordenamiento autónomo.
Al mismo tiempo, como resultado del alud de la migración ilegal, en el país se ha conformado un consenso tendente a ponerle freno. Este fenómeno auspicioso es el que ha llevado a la agudización de la injerencia imperial. Deshonestamente, se ha descalificado, afuera y también aquí, el estado de opinión como expresión de racismo y xenofobia. En verdad, por el contrario, la convocatoria del Instituto Duartiano responde a la persistencia del patriotismo. No es cierto, por tanto, que el cuestionamiento de la inmigración ilegal provenga de una extrema derecha fascista, como se ha alegado desde una coalición de “izquierdistas” o “liberales” amparados en ONG instrumentadas por organismos internacionales y magnates del poder mundial animados por objetivos turbios.
En tercer lugar, lo que subyace no es el antihaitianismo, sino la exigencia de control migratorio, una demanda que solo puede ser cuestionada en el límite de la falta de responsabilidad.
No es el momento ahora tampoco de discutir las implicaciones de una política migratoria. Lo que se exige es, pura y simplemente, la devolución de los ilegales a su país de origen.
Nadie hasta ahora ha abogado por una expulsión de todos los haitianos, el fantasma infundado de la búsqueda de la “limpieza étnica” por una pretendida obsesión de color entre los dominicanos. Nadie ha pretendido en las décadas recientes “meterse con Haití” o nada por el estilo, como aseveraron los presidentes de Cuba y Venezuela, en demostración de por lo menos despiste a conveniencia. La condición indudable de Haití como víctima del sistema imperial llama también a confusiones irreflexivas. Mientras tanto, los haitianos que llegan a Cuba son internados sin excepción en una instalación en Guantánamo antes de ser devueltos.
Está suficientemente establecido que en torno a la agenda migratoria subyace un problema grave, porque la ampliación incesante de la población haitiana conllevaría una dualidad nacional llamada a degenerar en tensiones crecientes que podrían desembocar en consecuencias desastrosas.
Peor aún, de continuar así las cosas, la previsible demanda de dualidad nacional, alentada por el poder imperial, tendría como resultado la desaparición de la nación en los términos en que se ha constituido desde el siglo XIX como fruto de prolongadas luchas de todo el pueblo.
Por consiguiente, se ha abierto un dilema sin precedente. Algo demasiado triste porque involucra inmigrantes pobres de un país vecino que debe ser amigo. No se trata de un reto cualquiera. Pero por lo menos se ha creado un estado de opinión de que la migración debe ser frenada, disminuida y regulada. Esta exigencia no va dirigida contra el pueblo haitiano. Responde a un requerimiento de supervivencia del pueblo dominicano, soberano sobre el territorio de su Estado.
Resulta, por otra parte, falaz el alegato de que no procede en el momento la devolución de migrantes ilegales debido a la crisis humanitaria que se atraviesa en Haití. En verdad, la migración no opera sino como válvula de escape para la preservación del estatus ominoso en que se ha sometido al pueblo haitiano. Aunque se recibieran más millones de haitianos aquí, no se alterarían los fundamentos de la situación humanitaria catastrófica vigente en el país vecino, de la que no son ajenas las potencias que ahora satanizan a los dominicanos.
Precisamente, es lo contrario: en la medida en que se reproduzca la expectativa de emigración, se facilita la reproducción de un orden que somete a la miseria más espantosa a la casi totalidad de un pueblo.
El problema neurálgico envuelto no debe conducir a olvidar al pueblo haitiano. Es también absolutamente correcto el llamado del presidente Abinader a que la comunidad internacional asuma el deber de contribuir a la superación del espanto existente En el vecino país. Ahora bien, la concreción de una acción de esta naturaleza está sembrada de dificultades. Primero, a causa de la indiferencia ante la ausencia de riesgos dentro del ajedrez de pugnas entre las potencias. Por otra parte, desde hace tiempo, con claridad desde la ascensión de Michel Martelly, los poderes hegemónicos de Occidente se han comprometido con los peores intereses en Haití, vistos como paradójica garantía de estabilidad. Las variantes de intervención no han servido de nada, o más bien han contribuido a empeorar las cosas. De manera que se está ante el reto de las dificultades para que se produzca una ayuda auspiciosa que respete los atributos soberanos del pueblo haitiano.
Aunque parezca paradójico, los dominicanos deben eximirse de inmiscuirse en cualquier aspecto de los asuntos del país vecino. Han de ofrecer el ejemplo, en primer lugar a los países de la América Latina, de una acción unilateral y desinteresada. Lo que se pueda hacer desde aquí podría contribuir a abrir una dinámica de cooperación viable. La reacción popular espontánea ante el terremoto de 2010 sorprendió a no pocos haitianos que bien pueden tener convicciones de buena fe pero que no calibran la tesitura de la generalidad de los dominicanos.
Por desgracia, aun en el mejor de los casos, revertir las condiciones en Haití es cuestión de largo plazo. Aparentemente, nada anuncia por el momento el establecimiento de un ordenamiento preparado para emprender una reconstrucción del país vecino. Es demasiado severo el daño que han infligido por décadas políticos mafiosos y núcleos de negociantes manipulados por intereses internacionales. En último caso, cualquier solución solo será resultado de la acción del propio pueblo haitiano, con el que se tiene el deber humano de la solidaridad. Pero nunca se insistirá demasiado en que las intervenciones extranjeras no traerán nada conveniente y que la llave de las soluciones está en las manos de los haitianos en Haití.
Resulta inevitable que la corrección del caos migratorio retroalimente motivos de resentimiento en Haití. La afluencia de nacionales haitianos a República Dominicana ha operado como una de las banderas de proa de los detentadores del poder de todas las orientaciones desde Jean Bertrand Aristide. No es, por tanto, un tema nuevo, y requiere un examen específico.
Roberto Cassá en Acento.com.do